sábado, 29 de marzo de 2014

Fabrice Hadjadj

CON MIS DISCULPAS POR ESTA ENTRADA



            Los hombres de la antigüedad—en Sumer, Acad, Babilonia, China,  Asiria, Mitanni, Siria, Egipto o Grecia, supongo que nuestros hititas troyanos también—alzaban en la noche los ojos y ¿qué veían? Sin duda el Cielo y no un cielo. Ni siquiera veían lo mismo que nosotros: al viejo maestro de Stuttgart le debemos más de lo que reconocemos, incluso el otro maestro alemán que sólo sutilmente lo cita, aunque lo saquee; vemos los significados, vemos los λόγοι. En griego, como en hebreo, el término que traducimos por palabra significa más. Ciertamente, tanto λόγος como ῥῆμα significan tanto palabra como cosa o suceso. En hebreo דבר tiene también el significado de cosa o suceso, de manera que quizás sólo tardíamente hemos separado los conceptos. Una lengua sabia sabe mantener la ambigüedad de lo real y sólo su depuración científico-técnica, una verdadera maldición para los poetas, elimina con cartesiana descortesía los significados adyacentes; es decir, empobrece el lenguaje para nombrar no sólo a Apolo, sino también a Zagreo. ¿Qué significaban (es decir, qué cosas eran) aquellas estrellas a las que los hombre elevaban sus ojos? Desde luego no nuestras poco románticas bolas explotando por el gas caliente, pero manteniéndose unidas gracias a la gravedad; veían tal vez ángeles, quizás incluso dioses, seres poderosos que regían las vidas de los mortales. Y si afinaban el oído podían escuchar la música de las esferas. Fray Luis la escuchó de nuevo de la mano de Salinas, pero el mundo era ya otro:

A Francisco Salinas
Catedrático de Música de la Universidad de Salamanca


El aire se serena

y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada,
por vuestra sabia mano gobernada.



A cuyo son divino
el alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.



Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce,
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca, engañadora.

Traspasa el aire todo

hasta llegar a la más alta esfera,

y oye allí otro modo

de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.



Ve cómo el gran maestro,
aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado.



Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entrambas a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.



Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él ansí se anega
que ningún accidente
estraño y peregrino oye o siente.



¡Oh, desmayo dichoso!
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!



A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos a quien amo
sobre todo tesoro;
que todo lo visible es triste lloro.

¡Oh, suene de contino,

Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos
quedando a lo demás amortecidos!


            ¿Qué dicen hoy los hombres cuando pronuncian la palabra “Dios”? Quizás se pudiese preguntar de otro modo, y en ese caso entra dentro de lo posible que la respuesta cambiase: ¿qué dicen los hombres cuando invocan el nombre de Dios? Porque claro, a estas alturas, uno va teniendo claras algunas cuestiones, maguer resulten irrelevantes para la gran mayoría de los occidentales, más preocupados por los concursos, el dinero o la fama. Dios no es un dios, ni siquiera es Dios. Y el nombre de Dios es algo que invocamos (humildemente, con temor y temblor, me introduzco en ese plural). Algo semejante ha pasado con los λόγοι capaces de dar sentido a nuestras vidas: belleza, amor, compasión, hondura…, pues los mortales no decían lo mismo que nosotros, empeñados en una inmortalidad ficticia conseguida a golpe de ventas.

            Los clásicos tenían razón: la corrupción de lo mejor es lo peor (de acuerdo, corruptio optimi pessima, no dice exactamente eso, sino que parece referirse a los cargos, ¡y qué sabios fueron los griegos al sortearlos!). Hace muchos años adquirí un libro del filósofo Martin Buber; recuerdo mi excitación al leerlo y el impacto que me causaron sus palabras. Se encuentran en su obra Elipse de Dios:

     Es Dios la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna otra está tan manchada no tan dilacerada. Las generaciones humanas han cargado el peso de su vida angustiada sobre esta palabra y la han dejado por los suelos; yace en el suelo y sostiene el peso de todas ellas; las generaciones huma­nas con sus dimensiones religiosas han matado y se han dejado matar por esa palabra, que lleva sus huellas dactilares y su sangre. Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra Dios.

            En los últimos siglos hemos asistido al nacimiento de la religión, un invento de los modernos para igualar lo diferente. El concepto es indefinible y quizás sólo por eso merezca la pena pensarlo, pues, pese a mi admiración por Wittgenstein, sigo pensando que el comentario de Adorno a la proposición 7 del Tractatus (Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen: De lo que no se puede hablar, hay que callar) es certero. Sin embargo, ¿no sería mejor callar de algunas cosas que caer en palabrería vana?


            Muchas de estas reflexiones han vuelto a mi cabeza leyendo la última obra del prolífico Fabrice Hadjadj, ¿Cómo hablar de Dios hoy? Anti-manual de evangelización, Granada, Nuevo Inicio, 2013. Tenía leídos ya varios de sus libros en español: La fe de los demonios, Tenga usted éxito en su muerte y El paraíso a la puerta, que han sido publicados en la misma editorial (envuelta hace unos meses en una divertida polémica no apta para bienpensantes). Hadjadj tiene en la actualidad cuarenta y dos años: nació en Nanterre en 1971 en el seno de una familia judía de ideología maoísta; en 1988, a los veintisiete años, se convirtió a la religión verdadera (es decir, aquella desde la que nuestros intelectuales han destilado el concepto de religión como bien vio Fierro). ´ha sido profesor de Filosofía y Literatura en Toulon, y en la actualidad dirige el Instituto Europeo de Estudios Antropológicos de Friburgo. Está casado con la actriz Siffraine Michel y cuentan con numerosa prole… De toda esta biografía nos informa la contraportada no sin algún complejo que sería digno de estudio, pero que no tiene espacio en este breve comentario. La obra es el desarrollo de una conferencia que dictó el año 2011 en el Pontificio Consejo para la Laicos (sólo la pobre preposición y el artículo merecen minúsculas: quizás por eso, estando lejos de Dios, estén más cerca de Dios, y valga esto como queja contra la lengua germana). Aborda el equívoco de la palabra “Dios”, pues con ella nombramos realidades realmente diferentes. Aquí cabría recordar el luminoso comentario de don Rafael Sánchez Ferlosio sobre el problema de la existencia de Dios; venía a decir algo así que la existencia sólo enmascaraba el verdadero problema: el ser de Dios (bueno o malo). Supongo que Cioran le habría dado la razón al bueno de don Rafael.

            Sin duda, el libro está bien y su lectura no sólo resulta amena, sino interesante. Sin embargo, he echado de menos una crítica radical (desde la raíz) de las sociedades capitalistas, pues es justamente en ellas—y curiosamente en contra de las previsiones de Marx—donde la palabra “Dios” ha acabado perdiendo su significado, un poco en la línea de aquella parábola de J. Widsom que A. Flew comentó con tanta sabiduría (antes de cambiar de opinión, lo que lo hace, me parece, aún más sabio). Ciertamente, aquí estamos lejos de la polémica de Oxford con aquella interminable secuela de parábolas; pero sí nos advierte Hadjadj de la perversión fundamentalista a la que en ocasiones se ve sometido el término “Dios”. Sin embargo, me parece que el ateísmo está mucho más cerca de la fe que cualquier fundamentalismo, pues quitarse el cerebro (o rapárselo como algunos hacen) no hace, precisamente, honor a aquel que es Λόγος. En esto estoy con Gadamer: el ateísmo está en el camino de la fe. Sin embargo, ningún fundamentalismo acerca a la fe—ninguno. Pablo tuvo que dar un giro de ciento ochenta grados a su vida (y a su pensamiento) para acceder a la fe; sin embargo, Esteban fue lapidado.

            Como habrá observado el lector (si alguno hubiese) yo tacho el término Dios, pues pienso que es la única representación posible; a veces incluso me parece que la propuesta de evitar el nombre de Dios que hicieron algunos teólogos en los años sesenta no estaba falta de razón. “Dios” es un concepto que se debe negar constantemente para evitar la idolatría, que lleva al fundamentalismo. Y aquí cabría hacer la crítica teológica del capitalismo, pues el Becerro de Oro emerge como una promesa de escapar de la servidumbre (אלה אלהיך ישׂראל אשׁר העלוך מארץ מצרים) cuando en realidad reduce a la mayoría a la esclavitud. Dicho de otro modo, nombra a Dios sólo tiene sentido para la fe judía y cristiana como liberación; es decir, camino del éxodo, de la salida de la tierra de la sumisión a la de la libertad. Por eso, Dios está siempre en el exilio y que la teología tiene como contenido sustancial también la crítica social. Nosotros sabemos, sin embargo, que algunos pueden usar el nombre de Dios para reducir a los seres humanos a la indignidad. En el midrash de las tentaciones apreciamos que el Fiscal (es decir, el adversario del hombre, que es el significado real de “Satanás” del mismo modo que el 666 es una manera delicada de insultar al tirano Nerón) es un maestro usando las citas bíblicas: Καὶ ἤγαγεν αὐτὸν εἰς ᾿Ιερουσαλὴμ, καὶ ἔστησεν αὐτὸν ἐπὶ τὸ πτερύγιον τοῦ ἱεροῦ καὶ εἶπεν αὐτῷ· εἰ υἱὸς εἶ τοῦ Θεοῦ, βάλε σεαυτὸν ἐντεῦθεν κάτω·γέγραπται γὰρ ὅτι τοῖς ἀγγέλοις αὐτοῦ ἐντελεῖται περὶ σοῦ τοῦ διαφυλάξαι σε, καὶ ὅτι ἐπὶ χειρῶν ἀροῦσί σε, μήποτε προσκόψῃς πρὸς λίθον τὸν πόδα σου. καὶ ἀποκριθεὶς εἶπεν αὐτῷ ὁ ᾿Ιησοῦς ὅτι εἴρηται, οὐκ ἐκπειράσεις Κύριον τὸν Θεόν σου.

            Sólo se puede hablar de Dios liberando al ser humano. Lo demás es, posiblemente, la palabrería que el Nazareno criticó con tanta radicalidad. Y esto supone no obligar a escuchar, pues si la fe es un don de Dios (como sostiene sensatamente la doctrina eclesial) cualquier intento de imponerla es blasfemo más allá de supuestas buenas intenciones que ocultan la más de las veces el miedo, que gana espacio allí donde el amor es disuelto en la obediencia, esa virtud tan mediocre que no es posiblemente ninguna virtud. No es “someteos”, sino amaos los unos a los otros. Y donde no hay libertad, el amor es imposible.

            Shalom.


lunes, 10 de marzo de 2014

Joaquín Moreno Pedrosa

LA POESÍA MÁS ALLÁ DE LA POLÉMICA
(premios)



            Quien haya cometido el error de leer esta gacetilla con anterioridad sabe que desde hace años sigo con interés el Premio Adonáis de Poesía y que le he dedicado más de una entrada. En algunos casos he preferido el accésit al premio; en otros ninguna de las propuestas me ha convencido; pero en otros, y son muchos, las elecciones me han hecho descubrir a jóvenes poetas. Yo también hubiese querido ser Premio Adonáis o, cuanto menos, Suscriptor de Honor.

            El Premio Adonáis 2013 ha recaído sobre Joaquín Moreno Pedrosa por Largo viaje, Madrid, Rialp, 2014. El jurado estuvo compuesto por nombres que nosólo me son familiares, sino sobre todo por poetas a los que admiro: Eloy Sánchez Rosillo, Carmelo Guillén Acosta, Julio Martínez Mesanza, Joaquín Benito de Lucas y el jerezano Enrique García-Máiquez. Estos nombres deberían ser suficientes como para no dudar de la calidad del último Adonáis: se trata de autores cuyo criterio yo no me atrevería a poner en duda.


            Joaquín Moreno Pedrosa nació en la insólita ciudad que se mira el ombligo y se complace en su suciedad allá por el año 1979. Por entonces las arterias de la ciudad estaban abiertas buscando un futuro que sólo llegó de forma parca varias décadas más tarde. Nuestro poeta tiene, por tanto, treinta y cinco años: no es joven, pero aún no ha llegado a la madurez. Había publicado anteriormente Desde otro tiempo y participó activamente en el grupo poético Númenor, nombre de resonancias un tanto tolkienianas y excéntricas. Que yo sepa, la revista Númenor ha dejado de publicarse y el grupo, si puede decirse así, se ha desvanecido en los humos del tiempo y las disputas. De aquel grupo formaron parte Ángel Custodio, Iván García Jiménez, Javier Parilla y otros. Con ese grupo, no es casualidad, estuvo relacionado Enrique García-Máiquez. Algunos de los miembros habían conseguido accésits del premio, pero ninguno lo había ganado. Y se ha levantado la tolvanera de la polémica.

            Tuve conocimiento de la pequeña polémica por la gacetilla de García-Máiquez, pues se encuentra entre las que recomiendo. De ahí pasé a leer lo que el trece de diciembre había escrito Javier Sánchez Menéndez, creador de La Isla de Siltolá. Tanto el premiado este año como éste debieron pertenecer otrora al Opus Dei (el grupo Númenor nació, de hecho, en un colegio de esa institución), al menos es lo que me parece deducir de toda la polémica. Puede ser que la rabieta de Javier Sánchez se reduzca al Ὄμφακές εἰσιν, que dijo la zorra, y que a mí me hicieron traducir allá por quinto de bachillerato. Como los acertijos van en latín—lengua nada despreciable—y no en griego, traduciré: están verdes o, recordando a Jeremías, son agraces. Y es posible que el Premio Adonáis se haya convertido en agraz… para quien no lo recibe. Olvidan algunos que las jaculatorias  pueden ser hasta placenteras, por si se desea jugar con la lengua de Virgilio. Sé que son legión los críticos con los premios literarios; pero me parece que esas reticencias les duran hasta el momento de recibirlos. Las palabras del creador de La Isla de Siltolá son profundamente injustas: Pero no se trata solo del Adonáis, donde para ganar debes llevar un libro mediocre y decir en latín unas jaculatorias, aquellos premios a los que acude Chus Visor de la mano de García Montero también perdieron la ética hace muchos años. Y así todos los galardones. Pues quien mete en el mismo saco a todo, no ha metido a nadie. Falta un poco de agudeza, pero son las razones por las que se prefiere la frase al sentido.

            Hace poco escuché a un poeta (cosa que él no hizo conmigo, pues sólo me oyó y pensaba en la respuesta mientras oía mis palabras) una feroz crítica a todos los premios poéticos en la presentación de su poemario (una antología) en la que nos quiso hace creer cosas increíbles, pero poéticamente hermosas: nadie prevé lo que escribirá veinticinco años más tarde, salvo los estériles que giran en torno a una letra. Al leer “ganar el Adonáis, ahora, es un desprestigio. Ya saben los jóvenes, los nuevos poetas. O aprenden latín y se mortifican en las malas artes o se joden (con perdón)” he sentido una leve incomodidad (no sólo, conste, por ese uso enfáticamente afectado del verbo joder, que en castellano significa tanto dar placer como fastidiar, y por lo que no veo ninguna razón para disculparse). Antonio Gala, al que no admiro como poeta, respondió sabiamente en cierta ocasión a un entrevistador descerebrado: ¿pero qué tiene que ver el culo con la pluma? Javier Sánchez no es La Fiera Literaria que, al menos, hacía largas y suculentas críticas. Lo asombroso es que las palabras salieran de sus dedos (no sé si de la pluma o del procesador de textos) antes de haber leído el poemario. Esto, sencillamente, las descalifica.

            Una polémica pequeña, quizás provinciana, y agraz. Entra dentro de lo posible que estas agraces las comieran los padres hace muchos años y ahora los hijos tengan dentera; pero me parece más probable que la dentera la padezca quien en otro tiempo tomó agraces. Admito, sin embargo, que no soy nadie para entrar en esta discusión, pero mi ojo aún no ha sido cegado por Odiseo. Nadie tiene la costumbre de observar y haciéndolo como habitúa se ha sentido incómodo, pues los ajustes de cuentas—con el propio pasado sobre todo—suelen ser parciales y, por tanto, injustos. No obstante, admitiré sin reservas que disfruto un poco, aunque no como para renunciar al huisqui, con estas polémicas cuyo interés mueve el corazón de las multitudes… Pero aún no he hablado del poemario y ¿en qué cabeza cabe tal desliz?

            Joaquín Pedrosa ha escrito un poemario que cabría calificar, tanto por la temática como por la métrica, de clásico. En endecasílabos o alejandrinos canta a la amistad, a la infancia, al paso atroz del tiempo, al amor que no llegó a ser y al que se fue…

Te llamo, demasiado tarde ahora.
No te toqué jamás, y nadie sabe
qué tesoros por eso se han perdido.
Para mis labios secos ya no queda
ni un poco de ese otoño menta y ámbar.
Y sólo rezo por que no te encuentres
maldita tú también, como si hubiéramos
ofendido a algún dios, roto un precepto
en el templo vacío donde jugamos juntos.

            Temas universales, pero no abstractos, que nos alcanzan con una extraña cercanía. Es un poemario inteligible y en el que se notan los más de diez años que ha empleado en realizarlo, porque Largo viaje no es una obra juvenil, sino que en él se adensan las experiencias personales, acumuladas, y chocan todas con el paso del tiempo:

Nublado

Con las nubes, la tarde se hace más solitaria.
A su luz vez los días, cómo crecen las horas
grises, sin horizonte. A algún sitio que ignorar
se marchan, con el viento. Que sea extraordinaria
la tierra donde lluevan, que den fruto logrado.
Pero también escuchas un canalón, que todo
tu miedo guarda intacto. Allí sueña, en el lodo,
la lluvia de otro tiempo, sobre un patio olvidado.

            El autor ha procedido usando fundamentalmente endecasílabos (y algunos alejandrinos blancos) y ha construido un poemario bien equilibrado. Dividido en tres mitades, late en  los versos una corriente profunda que cuestiona y busca el sentido de lo vivido, capaz de abrirse felizmente a la transcendencia:

Invocación de abril

Háblame así, tan cerca de las cosas
que yo pueda escucharte y volver pronto.
Enciende un fuego azul de jacarandas
sobre mi calle, dame cuatro amigos
para brindar con ellos por el mundo
y su lento naufragio. Que la vida
me devuelva a esas calles que llevaban
a una mujer y en otoño a la ciudad.
No quiero ser una raíz dormida
mientras cae la lluvia. Di mi nombre
y llévame otra vez cerca de todo.

            Debido a la polémica, tentado está uno de decir alguna tontería para terminar la reseña. Lo mejor es, sin duda, que cada cual lea el poemario y saque sus conclusiones. Yo lo he leído. Y me ha gustado, ¿no es eso suficiente?


            Shalom.