lunes, 25 de febrero de 2013

Antonio Muñoz Molina


MIENTRAS NO CAMBIEN LOS DIOSES…



Hablaré del último libro de Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, Barcelona, Seix Barral, 2013. Quiero hacerlo, aunque me asaltan algunos temores, pues pese a un acuerdo de fondo con lo que el escritor jiennense sostiene en el libro, hay matices. Quiero, sin embargo, hacer honor a lo que dice en la página 250: “El crítico literario que lea el libro de verdad antes de juzgarlo”. No soy crítico literario ni merezco título semejante, pero sé, porque durante un tiempo de mi vida trabajé haciendo recensiones para algunas revistas, que en muchas ocasiones los críticos se conforman con echar un vistazo por encima a la obra para acabar repitiendo algunos lugares comunes. Procuraré, porque Muñoz Molina me merece un inmenso respeto, proceder con prudencia, pero sin dejar de lado la crítica. Antes de entrar en faena quiero referirme al título, pues hace alusión a una conocidísima frase de Karl Marx que, sin embargo, no aparece citada en el libro de manera completa. Fue el título de un hermoso y profundamente crítico libro del Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, Madrid, Siglo XXI, 1991 cuya lectura no dudaré nunca en recomendar y que me hace recordar, además, a un maravilloso compañero de Filosofía de hace muchos años.

Empezaré diciendo que el tono de Todo lo que era sólido—salvo en ocasiones—es mesurado. Estamos tan acostumbrados a los insultos que resulta asombroso y gratificante lo que debería ser normal: proceder con palabras medidas, sin ánimo de ofender, aunque no sin ánimo de debatir, porque se anda buscando la verdad, y como a Muñoz Molina le gusta citar a don Antonio Machado, recordaré unos versos de éste:

¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.

 Éste es mi ánimo al hablar del libro: abandonar la búsqueda partidista (no exenta de intereses, porque toda razón está guiada por un interés, como nos dejó dicho Jürgen Habermas) y ponerme en camino de lo que nos une. El tono de Todo lo que era sólido me ha recordado un poco al de Mario Vargas Llosa, pero en el caso del escritor ubetense me ha parecido encontrar un ánimo más exhortativo. Me Sorprendió la expresión “una burbuja asciende en el aire” (pág. 10), porque en ese caso yo hubiese hablado de pompa: relaciono las burbujas con el agua. No puedo, sin duda, pretender corregir a Muñoz Molina—ni es mi intención—, mas me ha asaltado la duda. Consultado el DRAE he encontrado la siguiente definición de burbuja: “Glóbulo de aire u otro gas que se forma en el interior de algún líquido y sale a la superficie”. Sólo el adelanto de la vigésimo tercera edición recoge la acepción “Proceso de fuerte subida en el precio de un activo, que genera expectativas de subidas futuras no exentas de riesgo”. Como en otros casos, me parece que hemos tomado prestada una expresión del inglés (real estate bubble, housing bubble, property bubble) para traducirla literalmente y pienso que la palabra pompa inmobiliaria describiría con mayor precisión lo que ha sucedido, pues los precios de la vivienda ascendieron como una pompa de jabón en el aire y pincharon (¿pueden pincharse las burbujas?): eran extremedamente frágiles, aunque capaces de producir ilusión [1]. Por otra parte, me da pena que hayan sido abolidos algunos verbos defectivos: sigue pareciéndome una agresión al castellano. Dicho esto, no dudaré en afirmar que Muñoz Molina escribe como pocos autores y que su estilo—inteligible, sencillo y directo—consigue una prosa admirable.

Todo lo que era sólido pretende en alguna ser una reflexión serena sobre las causas que nos han llevado a la actual crisis. De este modo se convierte en un ejercicio de memoria del que el propio autor no pretende salir, como Daniel, incólume de las llamas, pues reconoce que también él estuvo ciego. Escribe Muñoz Molina a toro pasado y así nos ofrece una peculiar perspectiva, pues da la impresión de que nadie se daba cuenta de lo que sucedía: ¿nadie alzó su voz? No es mi recuerdo, pero el profetismo—la denuncia de la idolatría—tiene muy mala prensa entre nosotros (con independencia de la propiedad editorial), pues vivimos en una sociedad supuestamente politeísta, pero que vive bajo el hechizo del dios Consumo a cuya voluntad ofrece numerosos sacrificios, en muchas ocasiones humanos, de los que habla Muñoz Molina con acierto, aunque sin usar estos términos. Existe, nadie lo duda, la corrupción, pero me parece que los problemas de nuestra sociedad son más profundos: la corrupción es la pústula que se abre en la superficie de un organismo enfermo. El capitalismo convertido en un panteísmo en el que el dios Consumo todo lo absorbe, se convierte en la única realidad al que rendimos culto como ciegos en un subterráneo, porque nos hemos vuelto incapaces de imaginar que existe la luz. Y, es una buena noticia, hay otro modo de ser. A éste también apunta Muñoz Molina. Un buen ejemplo de esta aberración es el conjunto de casinos que un magnate quiere levantar cerca de Madrid: pura labor extractiva que generará más pústulas a su alrededor; pero sorprende y avergüenza ver cómo afamados conservadores afirman sin pudor, por ejemplo, que “ya existe la prostitución” a la vez que ponen paños calientes sobre la inmoralidad de todo el asunto: juego, explotación sexual y esclavitud. A su vez, progresistas no menos afamados para criticar semejante tropelía recurren a unas convicciones morales que supuestamente son privadas para ellos; pero es que el Consumo necesita que le sean sacrificados todos los valores, todas las convicciones. Admito, sin embargo, que con frecuencia el dios Consumo es invocado con el nombre de Progreso.

Recuerdo que Franco murió en una cama del hospital: el dictador permaneció en el poder hasta su último aliento y pensaba que lo había dejado todo atado y bien atado [2]. El cambio político se hizo con rapidez y sin aspavientos; el terrorismo de ETA manchaba los días de rojo y las hordas fascistas reclamaron también sus víctimas. Sin embargo, los españoles dieron ejemplo de sensatez y diálogo: estoy plenamente convencido de ello; mas si las cosas son así, ¿en qué momento se había jodido el Perú, Zavalita? Mi edición de Conversación en La Catedral es de 1973, pero sé que la compré tres años después.

Buscar las causas de la desasosegante situación actual es terriblemente complejo. Muñoz Molina ha tenido el coraje de hacerlo y, aunque disiento parcialmente de sus razones y de parte del diagnóstico, me parece que es un ejercicio imprescindible, porque no podemos seguir así. Alfonso Guerra, poco antes de que su Partido accediese al poder, comentó con sarcasmo una frase de unos de los ministros de UCD, no recuerdo cuál. Había dicho que UCD duraría cien años y Guerra, con la acidez que le caracterizaba [3], comentó: “No hay UCD que cien años dure ni España que lo resista”. Sin embargo, ahora no se trata sólo de partidos: es un asunto más profundo, pues hunde sus raíces en los modos de vida que hemos adoptado y de los que no queremos prescindir.

Muñoz Molina recuerda vivamente el tristemente célebre 23-F: Armada, Tejero, Milans, “una alta autoridad civil”… Días antes hubo un almuerzo del que poco se habló; pero no importaba. Sin embargo, a mí se me quedaron en la memoria algunos hechos: mi hermano mediano enviado por su Partido a vigilar en el Supertomatito (nombre del coche que usaba) un cuartel; la cara de pánico de mi hermano mayor corriendo a no sé dónde, mi temor… y el abrumador hecho de que nadie salió a la calle a defender la democracia española. Salieron los tanques, algunos soldados; oímos los disparos en el Congreso; contemplamos el temple de Adolfo Suárez, de Santiago Carrillo y de Gutiérrez Mellado, cuyo valor me impresionó profundamente porque durante unos instantes representó él solo—mejor que un Rey, cuya intervención fue tardía, temblona y televisiva—la dignidad de una democracia que se resiste a la violencia con dignidad: ni los golpes ni los tirones consiguieron tirarlo y se negó a aceptar órdenes dadas a punta de pistola, un coraje que hizo frente a aquel matonismo vil de muchos militares. Sí, vimos todo aquello, lo vivimos, pero nadie salió a la calle. El día siguiente el golpe se desinfló y la televisión nos ofreció las imágenes de los guardias civiles escapando por las ventanas mientras Tejero paseaba nervioso, consciente de su fracaso. Aquello fue un síntoma real del desapego por la democracia. Unos días después con la excelente persona que es Fernando Camacho, que había sido mi profesor de Sinópticos, fui a ver Missing (con una magistral interpretación de Jack Lemmon): salimos espantados de lo que pudo haber sucedido: un caballo blanco loco y desbocado mientras los militares disparaban sobre los inocentes. Unos años después—y me ha soprendido mucho que Muñoz Molina ni siquiera lo cite en el libro—se produjeron unos actos de barbarie asociados al nombre de los GAL: la guerra sucia que las autoridades, que escaparon incólumes, emprendieron. Aquella abominación se pagó con nuestros impuestos y se cometió supuestamente en nombre de la democracia. Empezó a ser normal enterarse de lo sucedido por los periódicos. Quizás muchos empezaron a mirar hacia otro lado y las denuncias empezaron a ser entendidas en clave partidista. Los medios de comunicación tienen mucha responsabilidad en todo este asunto y recuerdo que hace muchos años me indigné cuando un editorial de El País (entonces aparecía sin tilde en la portada) afirmaba que los medios de comunicación eran la conciencia de la sociedad cuando ya sabíamos que todos aquellos medios tenían dueños y que eran fieles a las voces de sus amos. No alcanzo a entender por qué Muñoz Molina ha obviado el asunto de los GAL que tanto daño hizo a la democracia.

Es verdad que el nacionalismo se ha impuesto con su inquisición; ese cariño cutre al terruño y la exaltación fanática de lo propio. Yo soy andaluz accidentalmente; ahora un poco menos, porque llevo años pagando mis impuestos aquí, pero detesto el concepto mismo de patria chica, porque sólo engendra enanos de espíritu. Muñoz Molina tiene razón. Y, una vez más, muy pocos levantaron su voz. Por estos pagos se han inventado incluso un acento para uniformar  el habla. ¿Quién se atreve a contradecir el discurso oficial? Pero nos hemos olvidado de aquello que cantaba Paco Ibáñez en un teatro de la Ciudad de la Luz: a la gente no le gusta que… Personalmente, he sido insultado por criticar la ciudad en la que habito por su suciedad y ruido: cada habitante necesita un policía detrás y si hacemos lo mejor sólo cuando se nos presiona con el miedo, ¿qué estamos haciendo? Dígase lo mismo de la fe religiosa. Hace muchos años que rechazo el calificativo de creyente, que se me lanza ofensivamente cuando soy preguntado por mis convicciones. Es verdad, como decía Zambrano, que en España hay un modo especial de usar la palabra “Dios”: como una piedra, como un insulto. Se me ha retirado la palabra cuando he procedido a criticar la religiosidad popular andaluza, que tiene muy poco de cristiana con frecuencia; pero a la vez se me golpea verbalmente por el otro lado, pues lo que cuenta es el insulto y no las razones. En más de una ocasión, medio en broma, se me ha llamdo perro judío, “pero tú no te enfades”. El papanatismo nacionalista, religioso, laicista o político parece marcar a muchos ciudadanos españoles y uno siente verdadera vergüenza al comprobar cómo sabe de antemano cuáles van a ser las opiniones de los periodistas antes de que abran la boca: basta saber qué emisora has sintonizado. La información se ha convertido en propaganda y eso, Adorno nos lo enseñó, es fascismo. Nos han acostumbrado a ver a las ideas antes que a las personas y quien no sea puro, que arda. Curiosamente, esto parece adecuado para un país que mantuvo la Inquisición durante siglos; pero poco apropiado para el catolicismo, que reiteradamente ha rechazado el catarismo.

Sin embargo, la inmensa mayoría de los periodistas, de los intelectuales y de los profesores universitarios ha guardado un silencio admirable, porque nadie que se moviera saldría en la fotografía. Una anécdota: recién publicada su última novela, Eduardo Mendoza concedió una entrevista rediofónica a una reputada periodista. Tiene el autor catalán gracejo en su forma de hablar, una espontaneidad que le honra y una sencilla sinceridad. En un momento de la entrevista, Eduardo Mendoza afirmó que antes la gente era más educada en la calle. El tiempo indicado por ese adverbio se remontaba a los años sesenta y la periodista, indiginada, le preguntó si sentía nostalgia por “los tiempos de Franco”. Radios obscenas cuyos dueños miran para otro lado por muy obispos que sean; pero la mayoría guardó silencio y muchos buscaron coartadas en su pasado, inventado con frecuencia. Como en las espantosas series de las televisiones españolas, en los años cincuenta todo el mundo, incluidos los militares, estaba contra la dictadura: ¡milagro de un sistema capaz de sostenerse con la vocecilla de un solo hombre! Falsicficar el pasado ha sido, por desgracia, una constante. Para colmo los muertos, de cuya dignididad nadie puede tener dudas, han sido usados como polvo que se lanzase a los ojos y las bocas de los adversarios políticos. El pasado que creíamos haber superado nos perseguía como un fantasma desenterrando muertos si eso hería al contrario. A Santiago Carrillo lo persiguieron hasta el final, como a Manuel Fraga; de manera que este país tiene la peculiaridad que ni siquiera de los muertos se habla bien. Sí, en buena medida somos un país cainita y no nos hemos salido del lienzo de las pinturas negras de Goya.

Es verdad: la educación se ha resentido. De golpe se dotó a todos los alumnos de un ordenador, se instalaron en muchas aulas pizarras digitales e incluso se hicieron gimnasios sin goteras. La inversión pública en educación mejoró, pero el Consumo ha exigido que la educación en sí misma, el deseo de aprender, no sea valorada, pues lo que cuenta es lo que uno es capaz de comprar. No es primero una cuestión de inversión, sino, si se me permite decirlo así, de prioridades espirituales. A veces he sentido la verdad de aquella frase humillante: el español desprecia lo que desconoce. Lo fundamental no se arregla con dinero, aunque muchos parecen convencidos de ello. Sin embargo, Muñoz Molina tiene razón al decirnos que se ha invertido mucho en aire: ferias de vanidades, acontecimientos de relevancia mundial…, pero que lo fundamental se ha olvidado con frecuencia. El problema de la educación merecería un capítulo aparte.

Corría el año 1974 cuando empecé a ir a casa de Fernando. Aquel año, desde la terraza de su casa, lanzamos un cubo de agua al profesor de Política, que pasaba por la acera. Desde aquella terraza se divisaba la línea del Aljarafe sólo rota por la mole funeraria que el cardenal Segura se hizo como enterramiento. En pocos años no quedó nada; no es que lo sólido se desvaneciese en el aire. No, más bien la especulación lo anegó todo de cemento consiguiendo que la ciudad dormitorio por excelencia, Camas, se inunde con frecuencia. Desde el pequeño balcón del piso que habito se ve lo que queda del Aljarafe: unifamiliares adosadas, centros comerciales, la torre de un canal de televisión, hoteles, luces, el reguero interminable de coches… Y la ciudad, ese ombligo sucio que es la Muy Heroica Ciudad, provoca espanto. Cuenta Muñoz Molina de forma maravillosa su visita a la Exposición Universal del 92. Yo puedo tirar, con menos acierto, de algunos recuerdos: a finales de los años setenta nos manifestamos, convocados por el Colegio de Arquitectos y los partidos políticos de izquierda, contra la urbanización de la Isla de la Cartuja. Años después de levantó una ciudad falsa y fea en aquellos terrenos. No pisé la Exposición porque no tenía ninguna necesidad de decir que había estado allí. Fue sólo el principio del desprecio que la ciudad—muchas ciudades españolas son así—siente por lo mejor de su pasado, pues en vez de preservarlo parece sentir un placer sádico en destruirlo. Las setas, la modernidad del rascacielos, los centros comerciales… la abominación de la desolación en ciudades en las que ya no se puede respirar. Todo sacrificio es poco si se ofrecía a la Prosperidad y satisfacía al Consumo. Más tarde se multiplicaron los deshaucios. Debemos releer los periódicos de hace diez años: Muñoz Molina lo hace con un resultado asombroso.

Fui a París por primera vez a finales de los años setenta. Y detesté aquella ciudad maravillosa por el hambre que pasé, por la policía que me echó sin contemplaciones de una estación donde dormía, por la fría acogida que me dispensaron quienes me acogieron. Después he vuelto a esa ciudad. Es verdad que con más dinero: no he pasado hambre, he dormido en mejores lugares. Ha sido capaz de mantener buena parte de su identidad; pero PUF, en la Plaza de la Sorbona, ha sido sustituida por una tienda de ropa juvenil; las tiendas del Barrio Latino han cambiado y se han americanizado. También allí se han hecho tropelías, aunque en menor medida; mas también el Consumo ha exigido sus víctimas y la americanización de los modos de vida se extiende con su pringue espantosa.

Estoy en claro desacuerdo con la valoración que Muñoz Molina hace de Zurbarán y Ribera (cfr. pág. 217) y de la supuesta cultura gringa. No es un desacuerdo menor, al menos en lo que a los pintores se refiere, porque quien haya visto las obras de Zurbarán en el Museo de la Merced, el Santiago de Ribera en el mismo museo o su absolutamente maravilloso Patizambo en el Louvre, jamás hablará de carnes castigadas. Me temo que el escritor andaluz está usando en este caso un lugar común. De hecho, el Patizambo es una maravillosa transfiguración que defiende la dignididad de la pobreza, una belleza que se sitúa más allá de los oropeles. Esos oropeles que han cautivado tantos espíritus en los últimos años y que hoy vemos como nada y vacío. Sin embargo, pese a mis desacuerdos, me parece que Antonio Muñoz Molina ha escrito un libro necesario y más que necesario, pues aunque sea fruto de la coyuntura, apunta también a lo mejor que hay en nosotros. Y es precisamente eso lo que nos debe convocar al futuro.

Aquí agradezco al lector su benevolencia y solicito mil perdones por el desorden, la falta de estilo y la pobreza de mis reflexiones. Y para que conste, el título de este articulillo se debe a un maravilloso libro de don Rafael Sánchez Ferlosio, Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado, que tomó prestado, si no yerro, de don Antonio Machado, por quien tanta admiración siento. Mi primera antología del poeta la adquirí en una librería ubicada en un bello pasaje, pasado un hermoso arco, de la Muy Noble Ciudad. La librería estaba regentada por un político y tenía el nombre del poeta. Ésos también son mis recuerdos.

Shalom.


[1] La sensatez de los trabajadores es admirable. Recuerdo que a finales de los años noventa hablaba con unos vecinos de mi portal sobre al fabuloso aumento del precio de los pisos: uno había sido vendido por más de diez veces su precio inicial (el nuevo propietario se entrampó hasta las cejas). Me quejaba yo de esto mientras que otros dos celebraban que su vivienda tuviese más valor económico. Terció Manuel, padre de dos hijos, en la discusión: “¿Y para qué me sirve a mí que mi casa valga diez veces más? Si quiero irme a un piso con una habitación más tendré que pagar un fortunón… Todo esto sólo beneficia a los que especulan”.

[2] Me parece que fue dos años después de la muerte del Generalísimo (título que, pese a las apariencias, le fue dado sin ánimo de ofensa, pero cuya comicidad no debe perderse de vista: un general de opereta) cuando una de las revistas satíricas que tanto gustaba a mi madre, quizás El Papus, publicó una viñeta en la que un personaje que era una nariz con ojos cruzada por una banda militar alzaba protestanto el puño al cielo exclamando: “¡Conque todo atado y bien atado! ¡Pues vaya mierda de nudos que hacías tú!” Arias Navarro había declarado de acuerdo con el espíritu de febrero que en dos o tres años estarían legalizados algunos partidos, pero el no el comunista, “porque no es democrático” (en una entrevista al diario monárquico de toda la vida). Compraba yo por entonces el vespertino Informaciones; pero eran otros tiempos, tan diferentes que se editaban algunos periódicos por la tarde y los lunes nos daban descanso informativo. En cualquier caso, Adolfo Suárez legalizó el Partido Comunista de España el Sábado Santo de 1977. Me viene a la memoria una pequeña caravana de automóviles, pitando y agitando banderas rojas, que pasaba por la calle Virgen de Luján para celebrar ela acontecimiento: salí corriendo tras ella con mi puño levantado con tal inocencia que aún me asombro. Andaba yo por los dieciséis años y tenía la impresión de que antes mis ojos se inauguraba un mundo hermoso. Recuerdo también con nitidez la noticia de la dimisión de Pita da Veiga en protesta por la feliz y justa maniobra de Adolfo Suárez.

[3] De Alfonso Guerra se esperaba el esperpento, la crítica ágil, el insulto larvado. Dales caña, ¿no? Se le atribuye, aunque nunca he podido comprobar la veracidad de la anécdota, la frase Cavero también prefiere Sanders. ¿De dónde la necesidad de alentar lo peor de las personas?

lunes, 18 de febrero de 2013

Willans, Searle... Carrère


EN HOMENAGE A MI COLEGIO




-- ¿Cuál es su apellido? –preguntó la señorita Leonor, malencarada, clavando sus ojos en la pobre criatura que no tenía más de diez años y apenas levantaba un metro y algunos centímetros del brillante suelo de 1º de Bachillerato “A” del Colegio San José SS.CC. [1].
-- Anzede, zeñorita –respondió una vocecilla temblona como hoja de álamo golpeado por el viento. La señorita Leonor, que tenía la lista de la clase delante de sus narices y la miraba para marcar nuestra asistencia, alzó ligeramente la mirada.
-- ¿Anzede?
-- No, zeñorita, Anzede –decía la vocecilla esforzándose inútilmente en pronunciar una ese imposible.
-- ¿Anzede? –repitió ella con la burlona dulzura del del primer día de clase.
-- No, Anzede, zeñorita.
-- ¿Anzede? –pareció haberle cogido gusto a la tortura, pues era evidente el rubor del niño, su malestar y vergüenza; pero la profesora sabiendo perfectamente cuál era el apellido, insistía hasta que por fin el número siete de la lista de clase, mi hermano Juan Carlos Ansede a la sazón, se puso en pie y nunca he sabido si para aliviar mi bochorno o para lavar la pronunciación errónea de nuestro apellido, respondió por el número ocho, es decir, por mí:
-- No, señorita, se apellida Ansede. Con ese.

            La Leonor me lo hizo pasar mal, incluso me atrevería a decir que muy mal y por entonces hubiese jurado que disfrutaba amargándonos la existencia. Es un tipo de profesor con perfiles bien definidos; pero no le guardo ningún rencor y hasta recordar estas cosas me produce cierta emoción. A ella le debo, a ella y a detergente-chico-negro-contiene-muñequito-Luchena, mi temprana y errónea aversión por las ciencias, rechazo que no se curó hasta quinto de Bachillerato cuando don Antonio Muñoz, el Calamarito, que en gloria esté, fue capaz (salvo en cristalografía) de apasionarme con los bichos. Recuerdo haber escrito con mi mejor caligrafía en el cuaderno de Ciencias Naturales de primero, pero con tan mala fortuna que el margen izquierdo se fue ensanchando imperceptiblemente para mí, pero no para la profesora, que tuvo a bien reprochármelo de manera escasamente cordial.

            Zí, tanvién yo e zido niño y e zufrido cantidá. Lo recuerdo perfectamente: eztava allí, tunvado en la cunita, un moizé de los antigüo. Benian miz hermanoz y me faztidiavan como an ceguido aciendo toda zu bida. Pero para ezo eztán loz hermano. Dezpuez me hacuerdo de a ver hido al colejio y pegarme con mucho chabalez, aprhender poco y mal asta que tube la tremenda zuerte de encontrarme con vuenos profesores, pero me cuesta horrores escribir con faltas de ortografía (al menos de forma consciente) y comprendo así el espanto que muchos chicos sienten cuando se ven obligados a escribir sin errores cuando no lo han aprendido desde el principio. Los maestros de mi hija me lo hicieron ver con claridad: la ortografía no se aprende como algo aparte, sino en el mismo proceso que la lectura y la escritura, y tal vez fue eso lo que hicieron conmigo en el Colegio, pero no me he dado cuenta hasta hoy: más vale tarde que ciento volando (los refranes tampoco fueron nunca mi fuerte, porque hay muchas clases de errores y, como me decían, “tú estás errado, pero con hache”). Todo esto viene a cuento, si alguna necesidad hay de justificaciones, porque quiero hablar de la última novela de Emmanuel Carrère, Limónov, Barcelona, Anagrama, 2013 (por cierto, la traducción de Jaime Zulaika tiene algunos errores; uno que me ha resultado especialmente molesto: la reiteración de la expresión “más mayor”), pero voy a hablar de un librito delicioso que compré el otro día en Palas y leí antes de acostarme: Geoffrey Willams (texto) y Ronald Searle (ilustraciones), ¡Abajo el colejio! Un manual de instrucciones para la vida escolar destinado a los alumnos y a sus padres, Madrid, Impedimenta, 2013 (traducción de Jon Bilbao). Es cierto que la novela con tintes de reportaje de Carrère se lee de un tirón y con interés creciente hasta casi la mitad; después se mantiene el tono, pero uno hubiese esperado algo más. El lenguaje provocativo, quizás inspirado en el propio Limónov, y algo chulesco recuerda al del escritor español famoso por la sorpresa que le causó ver la Estrella Polar en su lugar. Es verdad que las pinceladas de este burgués-bohemio, como Carrère se llama a sí mismo (yo diría pijiprogre), no sólo ayudan a la lectura, sino que sazonan el texto con un aura de credibilidad haciéndolo más cercano: a veces casi se puede tocar a los protagonistas. Esto se debe en buena medida al tono de reportaje periodísitco que el autor francés ha dado a Limónov. Sin embargo, la vida de éste es suficientemente interesante como para llevarnos de la mano por las algo menos de cuatrocientas páginas del libro. El protagonista, antisemita a ratos, violento, frustrado, comunista y fascita al mismo tiempo, tiene algo que enseñarnos, al menos en la presentación que de él hace Carrère. Cualquiera que lea Limónov no sólo pasará un buen rato (incluyendo momentos de indudable angustia), sino que aprenderá no sólo por la caracterización del personaje, sino porque hace pasar por delante de nuestros ojos con maestría la extraña historia de los dos últimos de algunos de los países que formaron la fenecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; una historia desconocida y en la que la falta de escrúpulos ha llevado sufrimiento y miseria a personas que pudieron sentir un soplo de engañosa esperanza cuando el comunismo fue desbancado por un capitalismo tan salvaje como inmisericorde. Limónov, pese a muchos de sus actos, pese a su falsa radicalidad y antisemitismo, en ocasiones inspira simpatía tal vez por ser un eterno derrotado que sólo a duras penas ha conseguido sacar su cabeza del agua del marasmo de la URSS y, posteriormente, del turbio pantano ruso. Tiene razón Carrère (aunque yo no tenga ninguna autoridad para dársela) al comparar a Limónov con Céline. A mí el personaje me ha recordado los años en los que Hitler estuvo desaparecido en el lumpem. Sin embargo, quiero volver a ¡Abajo el colejio! porque fue capaz de conducirme a mi pasado. El original es más antiguo que yo; exactamente de 1953, año en que ni siquiera mis padres estaban casados. Se trata de una sátira, pero cariñosa, de la escuela tal como fue antes de que apareciesen los demagogos, perdón, los pedagogos para explicarles a los profesores cómo debían hacer su trabajo. Se trata de una obra clásica en la que con humor y sarcasmo nos acercamos a la vida de un escolar inglés de mediados del siglo pasado. Me ha recordado algunos episodios de mi vida como aquel primer examen de inglés en el que la señorita Pozo (nunca tuvo otro nombre que la Pozo, aunque es verdad que Chacón Olivares persiguió a sus hijos por el patio del Colegio por el único delito de ser hijos de la profesora de Inglés) escribí good days como traducción de buenos días y que para mejorar mi pronunciación, por consejo de Cala Iglesias, mascaba chicle cada vez que me tocaba leer en lengua inglesa. Me han golpeado la memoria rostros casi olvidados, cuyos semblantes han sido pulidos por las arenas del tiempo, arenas de urnas en muchas ocasiones: el padre Carlos, un magnífico organista y una excelente persona; don José Muñoz, problema; el persiana, profesor de Política (FEN), al que llamábamos así porque se enrollaba solo; el Rafael, sacando pecho siempre; don Eloy, buena persona donde las hubiera; el Oreja, el Prieto, el Roberto, el Mario (“niño, a rascarse la tripa al cuarto de baño”), el Miguelito, Elisa (es decir, el padre Isaac, nuestro tutor al que también, debido a su baja estatura, llamábamos Elena); el padre Luis, de quien nunca he escuchado hablar mal. Y tantos otros, las personas que nos formaron. Ciertamente, no todo son buenos recuerdos (el water-gate de cuarto: cuando nos trincaron robando los exámenes de Matemáticas; el lío del solucionario, en sexto, que se salvó por la calidad humana de el Prieto…); sin embargo, ¿no debemos aprender a contemplar nuestro pasado con compasión? Es verdad que estábamos en tricheras enfrentadas, pero en la misma guerra. Sin embargo, sé de amigos que aún tienen heridas abiertas.



            Shalom.

[1] Los años posteriores, como me parece haber recordado alguna vez en esta gacetilla, hicimos que esas siglas significasen Sociedad Socialista de Curas Comunistas en vez de “Sagrados Corazones”, porque en los últimos años de la dictadura la policía acudió varias veces al Colegio para multar a los curas por sus homilías. El padre José Antonio, alias “el Orejas” se merece ser mencionado aquí, pues fue el primer que nos hizo entender, allá por cuarto de Bachillerato, que las versiones oficiales no eran siempre las verdaderas. Al Orejas le debo, además, mi desmedida afición por la historia, pues como otros muchos profesores que he tenido la suerte de conocer, supo despertar mi interés por saber más. Todos los que tuvimos la fortuna de ser sus alumnos recordaremos aquellos cuadros sincrónicos que nos hacía presentar cada tema.

domingo, 10 de febrero de 2013

Jorge de Sena


UN PASEO

Lo he dicho otras veces: cada vez sé menos. El mundo es tan grande, tan terrible y hermoso que uno jamás acaba de conocerlo. La mañana del sábado, paseando con mi madre, fuimos a sentarnos en una calla larga, convertida en peatonal hace algunos meses, cuando el día llegaba a su plenitud: nos acomodamos de espaldas al Sol sobre unas relucientes sillas de aluminio. Primero ella, porque los años la han investido de una sabiduría que sólo su memoria, hundiéndose con la lentitud de un trasatlántico, traiciona; después, yo. Allí de espaldas, con unas cervezas brillando en el cristal, estuvimos hablando. Ella bebía a pequeños sorbos, con su pulso temblón, el líquido dorado alzando la vista para contemplar a los paseantes; yo tenía mis ojos puestos en la librería de enfrente, casi agazapado, esperando el instante de poder escaparme unos momentos. Ella lo adivinó por mi gesto, pues es trabajo de las madres anticipar siempre los movimientos de sus hijos: “¿Vas a tardar mucho?” Pidió que le dejase un cigarrillo encendido, pues pese a los años, al cáncer y hasta a la tos que la sacude este invierno, no quiere perder la costumbre que inviste sus gestos de cierta apacibilidad y sosiego: “Pero no quiero ser magnánima”, dice mientras el humo se retuerce en el aire frío de febrero. Encontré una antología hermosa [1], un libro de relatos breves [2] y una novela [3]. Regresé a los cinco minutos como la fiera que hubiese abatido a su presa con desacostumbrada rapidez. “¿Y eso?”, preguntó, porque yo había guardado dos libros en mi mochila, pero la antología la llevaba en las manos. “Es de un poeta que me encanta, dije, y están los primeros versos…”. Leí en voz alta un poema sintiendo el calorcillo agradable en mi espalda y viendo los ojos de mi madre fijos en mis labios. No comentó nada, sino que elevó ligeramente la frente y miró a lo lejos. Yo la contemplé entre con esa alegría triste de los hijos que nunca acaban de comprender la nostalgia de quienes les dieron la vida; sin duda andaba pensando en su marido y con ese pudor que me invade al hablar de cosas que nadie creería, le hablé de mi viaje a Málaga a los pocos meses de morir mi padre. La historia no viene a cuento—nadie daría crédito—, mas ella abrió mucho los ojos, ahora turbios y con molestas moscas que la obligan a quejarse cada dos por tres, en aquel gesto familiar de sorpresa: “Te llevarías un susto de muerte”. Sin embargo, no me asusté, sino que en aquel lance mantuve una tranquilidad ajena a mi carácter. Después, mirando una pareja de ancianos que se sujetaban mutuamente, sonrió: “Es bueno tener alguien que te cuide, ¿ves? Cuidan el uno del otro…” La pareja se perdió a nuestras espaldas, mi madre dio otro sorbo a su cerveza y yo me levanté gris por otra. Regresé y ella tenía la barbilla hundida en el pecho, entre preocupada y abatida. Le hablé entonces del Paraíso, del Árbol de la Vida que crece incólume más allá de toda muerte: “¿Sabes?, le dije, así me imagino yo el Cielo, como esta calle, pero sin edificios, con árboles frondosos, tierra, albero y fuentes; hay bancos y el Sol calienta sin quemar. Me veo paseando, conversando con quien yo quiero. Primero, con todos los que he querido: con papá, con Antonio, con Miguel, con Mimí, que era muy buena conversadora…, pero después con todo el mundo, pues cada persona tiene una historia que contarnos, cada uno de nosotros guarda el secreto de un fracaso hermoso. Y no cesaremos de conocernos…” No sé si ella comprendió mi tristeza, pero estaba allí, a mi lado, como una roca firme, ofreciéndome su mano. Fue otra forma del Paraíso, pues como todo lo hermoso ha de ser rescatado, también nuestra fragilidad lo será para siempre: una fragilidad infinita en los ojos de los que nos quieren.


 Y recordé de un hermoso poemario de Jorge de Sena, Serena ciencia (Antología poética), Valencia, Pre-Textos, 2012 (prólogo, selección y traducción de Martín López-Vega). Quizás quien haya tenido la paciencia de leer hasta aquí piense que nada tiene que ver con lo dicho hasta ahora; pero sí en mi alma, pues también querría yo conversar con este poeta, que me ha dado luminosos momentos de plenitud y que, como muchos gallegos y portugueses, tiene el don de una tristeza pura. Sé que fue mezquino con nuestro Aleixandre, que quiso ser brasileño y que acabó afincado a en el país sigla, donde murió. Sé de algunas de sus desmesuras…, pero

FELICIDADE

A felicidade sentava-se todos os días no peitoril de janela.

Tinha feições de menino incosolável.
Um menino impúbere
ainda sem amor para ninguém,
gostando apenas de demorar as mãos
ou de roçar lentamenye o cabelo pelas faces humanas.

E, como menino que era,
achava um grande mistério no seu próprio nome.

[FELICIDAD

La felicidad se sentaba cada día en el alféizar de la ventana.

Tenía rasgos de un niño inconsolable.
Un ninño impúber
sin amor todavía para nadie,
al que le gustaba demorar las manos
o rozar lentamente con el cabello los rostros humanos.

Y, como niño que era,
encontraba un gran misterio en su propio nombre.]

            También,

AS QUATRO ESTAÇÕES ERAM CINCO

O verão passa e o estio se anuncia
que o outono se há-de-ser e logo inverno
de que virá nascida a primavera.
Mais breve ou longo se renova o dia
sempre da noite em repetirse eterno.
Só o homem more de não ser quem era.

[LAS CUATRO ESTACIONES ERAN CINCO

El verano pasa y el estío anuncia
que llegará el otoño y pronto el invierno
de cuyo seno nacerá la primavera.
Más breve o más largo el día se renueva
siempre tras la noche repitiéndose eterno.
Tan sólo el hombre muere de no saber quién era.]

            Quienes se acerquen a leer Serena ciencia se asomarán también al interior de sus vidas.

Shalom.

[1] José Jiménez Lozano, El precio (Antología poética), Sevilla, Renacimiento, 2013 (selección y prólogo de Enrique García-Máiquez). Hay mucho hermoso en tan pequeño libro cuyo único defecto, si es tal para una antología, es habernos privado de algunos versos. Gracias al poeta de El Puerto por haber seleccionado estos poemas.

[2] Son más bien cuentos surrealistas. Y encantadores: Sławomir Mrożek, La vida para principiantes. Un diccionario intemporal, Barcelona, Acantilado, 2013. Se leen de un tirón y con gran agrado.

[3] Emmanuel Carrère, Limónov, Barcelona, Anagrama, 2013. 

domingo, 3 de febrero de 2013

William T. Cavanaugh


LA RELIGIÓN DEL CONSUMO



Son noches de silencio.
Voces que claman en un espacio infinito;
 un silencio del hombre y un silencio de Dios.

 (Frei Tito de Alencar)

En la estela del Concilio Vaticano II surgió en Latinoamérica la Teología de la Liberación cuyo primer nombre conocido, al menos por estos pagos, fue el de Gustavo Gutiérrez, a cuya alargada sombra maduraron un buen número de teólogos. Ciertamente, el pensador peruano había recibido su formación en Europa (en los años cincuenta ¿había acaso otras teologías? Es verdad que las iglesias ortodoxas elaboraron las suyas, pero eran también europeas pese a centrarse en la luz tabórica) y en el Viejo Continente había entrado en contacto con los grandes movimientos preconciliares y, sobre todo, con los teólogos dominicos de Le Saulchoir, guiados por aquella excelente persona que fue M.-D. Chenu. Teología de la liberación se publicó, si no me falla la memoria, en 1971 y su impacto en los ambientes teológicos europeos y latinoamericanos fue inmediato. Son de sobra conocidos los avatares de la teología y de los teólogos de la liberación, algunos de los cuales pagaron con sus vidas la causa del Evangelio. Me ha venido a la memoria, y me ha llenado de emoción, el recuerdo del dominico brasileño Frei Tito de Alencar, con quien Sérgio Paranhos, jefe del DOPS en São Paulo, se ensañó durante varios días en interminables sesiones de tortura. Todos sabemos cuál fue el triste final de Frei Tito en París, adonde había acudido para refugiarse y donde recibía tratamiento psiquiátrico, pues la tortura le había dejado secuelas, irreparables en nuestro mundo. También podemos recordar a Ignacio Ellacuría y compañeros, a quienes ya he mencionado en esta gacetilla. A Medellín siguió Puebla y muchas de las esperanzas que fueron puestas en el desarrollo de la Teología de la Liberación [1] fueron arrancadas por las autoridades eclesiales, tan ciegas como torpes. Durante el pontificado de Juan Pablo II numerosos teólogos fueron puestos en entredicho [2]. Si la Teología de la Liberación ponía en peligro los intereses de los gringos en Iberoamérica, como dijo un diplomático gringo tras el Sínodo de Medellín, no cabe duda que infundió esperanza y no sólo en el Nuevo Continente. Sin duda, muchos han sido aplastados; pero sembraron una semilla que florece aquí y allá. Nadie puede poner en duda, por ejemplo, que el Evangelio implica una opción por los pobres y que la crítica económica y social forma parte integrante de la Teología Fundamental.

            He leído con atención el libro de William T. Cavanaugh, Ser consumidos. Economía y deseo en clave cristiana, Granada, Nuevo Inicio, 2011. Me parece que de este teólogo gringo he comentado Imaginación teo-política, aunque tal vez haya sido en otro lugar. Aborda en esta obra la cuestión de las implicaciones económicas de la fe cristiana llevando a cabo una crítica del sistema económico capitalista (especialmente en la versión que de él hizo Friedman). Ser consumidos está estructurado en cuatro capítulos, que podrían leerse por separado, aunque quizás esto hiciera perder la visión globalizadora que Cavanaugh da a su reflexión, que debe mucho, aunque no se les mencione, a los teólogos de la liberación. En el primer capítulo, libertad y ausencia de libertad, trata el problema de la libertad, que parece ser el bastión defensivo de los liberales, representados por la escuela de Friedman. El teólogo acude a la obra de san Agustín para mostrar que no es suficiente un concepto negativo de libertad y que ésta ha de enfocarse, so pena de volverse del todo irrelevante, desde la cuestión del sentido último de la existencia. En el segundo capítulo reflexiona el autor sobre la paradoja de la sociedad de consumo que, supuestamente apegada a los objetos, sólo sobrevive merced a un desapego constante. Los dos últimos capítulos están dedicados a una valoración teológica de los procesos de globalización y al tema de la escasez. Me han parecido especialmente interesantes las reflexiones sobre el Cuerpo de Cristo en la configuración de una identidad individual no cerrada (cuyo último arquetipo se encuentra en la noción cristiana de Dios Trinidad, que incluye la diferencia y no es un monoteísmo al uso). En esto el autor se ha servido con amplitud de la obra de uno de los grandes teólogos del siglo XX, Hans Ur von Balthasar, cuya obra siempre merece una segunda lectura. Ser consumidos da que pensar y permitirse asomarse a algunos de los problemas que suelen estar ausentes de los libros de teología al uso [3]. Su lectura hace ver que la teología es aún una disciplina viva, capaz de imbricarse en la realidad para transformarla.

            Sin embargo… ¿no le falta mordiente crítico? A principios de los años ochenta, siguiendo el pensamiento de W. Bemjamin, Horkheimer y Adorno, pero también a J. B. Metz, J. Moltmann, Porfirio Miranda y Tomás de Aquino, me dio por analizar el desarrollo del concepto burgués de libertad en las sociedades capitalistas tal como había planteado en la Ilustración. De mi análisis deduje que la libertad tal como se concebía popularmente en nuestras sociedades no era sino la traducción del libre mercado y de la libre competencia. Éste es un hecho que me parece incuestionable y no se necesita ser marxista—aunque tampoco es un inconveniente—para llegar a semejante conclusión. De hecho, sigo pensando que el concepto burgués de libertad (se le puede llamar instrumental si se prefiere) conduce necesariamente a un tipo pernicioso de ateísmo, por cuanto que ve a todo otro como un límite, como un obstáculo. Dios aparece en ese horizonte como un límite y, por ello, como algo que debe ser removido. De ahí que las teologías que han propugnado un “encogerse” de Dios para hacer sitio a su creación me merezcan un juicio severo: entiende que Dios (queriéndose referir a Dios) concurre con el ser humano; pero Jesús está más cerca de Prometeo y de Sísifo que de Zeus, si se me permite hablar así. Sólo si se piensa un concepto de libertad alternativo (es decir, real), sólo entonces podremos empezar a hablar de felicidad (moralidad, dicen los antiguos). El fondo de la cuestión es tal vez algo en lo que Cavanaugh no se ha atrevido a entrar: el consumo como culto religioso que vive de la permanente frustración de los individuos, pues sólo puede sobrevivir si falsea lo que promete. Es evidente que nuestro sistema económico es altamente injusto: muchas industrias emplean mano de obra en condiciones de esclavitud e incluso una célebre marca de calzado deportivo anunció hace unos años, ¡oh, victoria!, que dejaría de usar mano de obra infantil esclavizada… ¿No es suficiente? El capitalismo es capaz de asimilarlo todo, porque no retiene nada: ¿quién vende imágenes del Crucificado, del Che o de Nietzsche junto a carteles de cantantes, desaforados representantes del Mercado (sí: con mayúscula)? El capitalismo tardío—el consumismo—genera sus dioses, sus textos sagrados, tiene sus objetos de culto, sus ritos, sus sacerdotes y sus templos; pero el devoto jamás alcanzará lo que se le promete: beber coca-cola no da felicidad y me puedo imaginar perfectamente a un monstruo como Sérgio Paranhos bebiendo esa cosa mientras sometía a tortura a alguno de los seres humanos que tuvieron la desgracia de caer en sus manos. Alguien malintencionado, no yo, válgame el Cielo, podría decir que en los anuncios sale tanta gente mirando a lo alto no porque busque a Dios, sino para no ver sus pies manchados de la sangre de los inocentes. La reificación de los valores (perdón por esta palabra) acontece en el marco de la religión consumista como mecanismo de conservación o, si se prefiere otro lenguaje, de retroalimentación. El capitalismo tardío sólo sobrevive volviendo irrelevantes todos los valores, pues necesita convertirlos en mercancía; es decir, en algo que tenga un equivalente privándolos así de su kantiana condición. Ser consumidos nos puede hacer pensar en todo esto, pero debemos tal vez radicalizar el pensamiento porque nos estamos jugando a nosotros mismos.

            Shalom.



[1] Posteriormente, debido al surgimiento de teologías de la liberación en Asia o en África, se ha hablado de Teología Latinoamericana de la Liberación.

[2] Incluso Gustavo Gutiérrez, que recurrió a la triquiñuela de ingresar en la Orden de Predicadores para retrasar su juicio en Roma.

[3] Es preocupante el descenso no sólo en número, sino también en calidad, de la producción teológica. ¿Consecuencia de los movimientos involucionistas en el seno de la Iglesia? Yo no tengo muchas dudas sobre el asunto.