domingo, 15 de diciembre de 2013

La gran belleza

            Me parece que en una única ocasión he hablado de cine en esta gacetilla. Fue a propósito de Melancolía, una película que me dejó pensativo varios días y algunos de cuyos planos eran de una belleza visual extraordinaria. Quizás lo dije entonces, pero por si acaso lo repito: entiendo un poco de literatura y tampoco entiendo de cine. En mis años juveniles un profesor, que nos enseñaba Latín, el padre Mario, se empeñó en hacernos aprender algo del lenguaje cinematográfico y dirigió con acierto las sesiones de cine-fórum del colegio.  Mi hermano mayor había tenido incluso una asignatura de Cine, supongo que una de aquellas horas sobrantes del viejo bachillerato. Leí y releí su libro de texto muchas. El caso es que ayer fue al cine otra vez—no es algo que me suceda con demasiada frecuencia—y vi en versión original subtitulada la película de Paolo Sorrentino La gran belleza. Seamos sensatos y demos los principales datos:

TÍTULO ORIGINAL: La grande bellezza
AÑO: 2013
DURACIÓN: 150 min.
PAÍS: Italia
DIRECTOR: Paolo Sorrentino
GUIÓN: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello
MÚSICA: Lele Marchitelli
FOTOGRAFÍA: Luca Bigazzi
REPARTO: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Serena Grandi, Isabella Ferrari, Giulia Di Quilio, Luca Marinelli, Giorgio Pasotti, Massimo Popolizio


            Habitualmente uno sale del cine recordando la historia que ha visto; pero en este caso lo que me ha ocurrido es que he debido ir reconstruyendo la historia, como si fuesen piezas de un rompecabezas, para descubrir un sentido en ese relato ordenado por mi memoria. Quien me conozca, sabe que no soy un experto en cine—ni en nada. ¿Qué ha querido decir Sorrentino con esta película? El arranque es magnífico y nos pone delante el brutal contraste que marca la cinta. Comenzamos por el síndrome Stendhal: el turista japonés—¿cómo no?—que cae fulminado ante la belleza de Roma (que no será nunca Florencia). Después asistimos a una fiesta salvaje en la que todo parece pasado de rosca y en la que uno esperaría ver aparecer en cualquier momento a Berlusconi .El protagonista es un escritor, Jep Gambardella, interpretado magistralmente por el actor Toni Servillo, que ejerce también de pedagogo y filósofo de clase. Su única novela publicada lo lanzó al éxito y vive de realizar entrevistas. Una magnífica casa con vistas al Coliseo, un enigmático vecino en el piso superior, al que envidia por su silencio y sus trajes, representa una incógnita vacía cuya resolución no aporta nada. Comienza una desbocada  fiesta de cumpleaños: Jep Gambardella cumple sesenta y cinco años… El director lanza sobre nosotros una avalancha de imágenes, a veces confusas, que no me dejaron indiferente. Ciertamente, ha jugado al simbolismo, pero consiguió hacerme pensar e incluso consiguió enfadarme pues el mensaje captado en la superficie es cínicamente demoledor, como el protagonista: todo lo hermoso está atrás y la belleza es siempre pasada. Aquí la ciudad de Roma interpreta magistralmente su papel, pues nos ofrece una belleza destruida y triturada por el tiempo: ¿somos eso nosotros? Sería bueno revisar Roma y La dolce vita de las que La gran belleza parece en parte deudora. Las únicas miradas con alguna ternura se dirigen, al menos durante la primera parte, a la infancia donde la belleza—diurna en contraposición con la vida del protagonista—es un juego y está llena de alegría y vida.



            En un ambiente en el que se mezcla el lujo y la repulsión, se produce el desenfreno al son del machacón remix de Far l’amore, de Raffaela Carrà. Habrá otras músicas aberrantes, cansinas y cuya superficialidad es el trasunto de la sociedad que se nos pone delante de los ojos; así el repulsivo son del trenecito provoca un comentario brutal del protagonista: “Nuestro trenecitos son los más hermosos porque no van a ninguna parte”. Ese nihilismo marca la existencia de unos seres superficiales, sin arraigo, que no saben adónde van porque sólo existen como una parodia de sí mismos. Este nihilismo, en el que no se encuentra ninguna salvación, se  aprecia en la escena del entierro del jovencísimo hijo de Viola, una de las amigas del protagonista, que había acudido a él buscando ayuda para su hijo desquiciado; sin embargo, no encontrará ninguna ayuda, sino lejanía y un sarcasmo superficial. Ha sido ese chico el único que ha sabido dejar a Jep Gambardella callado; pero el joven acaba suicidándose, porque ha ido a dar en una clase que no genera ninguna esperanza, ningún futuro y que no sabe crear belleza—porque la belleza siempre es nueva—, sino sólo contemplar con tristeza el paso del tiempo y su propia destrucción. En ese ambiente la única salvación parece el cinismo, expresado con maestría por el rostro de Toni Servillo; pero es sólo un escape brutal como queda patente en la destrucción de la identidad ficticia de la escritora comprometida, amiga de Jep; destrucción que éste lleva a término con una crueldad meticulosa: ni comunistas, ni marido, ni trabajo, ni hijos, ni desafío intelectual alguno. Todo es pura fachada al estilo fascista; todo es falso: polvo y nada, porque nada merece la pena salvo el poder que conlleva la nada. Una descreación incluso de la belleza de la carne.


            A medida que escribo este intento de comentario me van asaltando los recuerdos. Es verdad que el director ha jugado a ser efectista—de paso diré que la fotografía es magnífica—y que ha mezclado escenas reales y simbólicas, de contenido onírico para dar una profundidad que a veces puede ser sólo aparente: el maletín con las llaves de las residencias más hermosas de Roma, la jirafa nocturna en un escenario alucinante, la escena increíble pero altamente significativa del bótox. Hay dualidades perfectamente establecidas: día/noche; mundo infantil/mundo adulto; música/estruendo… Todo lo cual contribuye al sentido de la película, que tal vez, me aventuro, sea denunciar el sinsentido de una sociedad que ya sólo reconoce la belleza desde el cinismo y que no es capaz de crear nada. Como pone de manifiesto la conversación—entre divertida y patética—con la artista conceptual que tiene dibujado en el vello púbico la hoz y el martillo: lo pretencioso de cierto arte falso, que se quiere conceptual, del que sólo nos defiende la verdadera cultura que nos enseña a mirar con cierta lejanía; pues, sin duda, Jep Gambardella es un hombre culto que sabe reconocer la belleza (véase la escena en la que se cruza con la actriz francesa en las escaleras).


            Una vez que salí del cine, como he dicho, me quedé pensando. Y eché en falta algunas realidades que acompañan para siempre el concepto de belleza: la esperanza, el futuro, los pobres, el rescate y la transfiguración de esta vida. La única persona de una clase diferente en la que se detiene la cámara es en la asistenta del protagonista, una criada que no entiende el estilo de vida de su patrón, pero que lo respeta porque la llama briconne (“granuja”) con ternura. La cámara, que a veces se acelera y a veces recurre al movimiento lento, se entretiene con los niños, criaturas diurnas y alegres, con dicha: las niñas vestidas de monjas, que sonríen mirando al perro, los pequeños que juegan al pillapilla por el jardín y al que una joven monja da un abrazo lleno de afecto. Jep, hombre de la noche, contempla esto con nostalgia, pero de paso, pues nada lo detiene: él no sólo quería ser mundano, sino algo más: quería poder aguar una fiesta con una palabra. Este deseo malvado expresa la frustración ante la vida, pues se pretende destruir lo que no se puede comprender. Sin embargo, la inocencia de los pequeños parece respetada e incluso Jep recupera parte de su humanidad cuando la directora de la revista se dirige a él con ternura llamándolo Gepinno, ubicándolo en una infancia que parece ser la patria de la felicidad. Sólo en una ocasión, en la nocturnidad oscura del espectáculo para los mayores, la infancia es mancillada; aquí los planos se suceden como denuncias: los tres niños sentados jugando hasta que les llega la hora de ir a la cama, menos a la niña cuyas supuestas habilidades son aprovechadas por sus padres, marchantes de arte, para hacer negocio. La brutalidad de esa escena me hizo daño, pues el director puso delante de mis ojos la crueldad con la que la masa ávida de riqueza, usando como puro medio una belleza que no sabe reconocer, destruye la infancia de una criatura torturándola en un supuesto espectáculo de creación.


            Sin duda, Sorrentino ha retratado a una parte de la sociedad italiana y de nuestra sociedad occidental de principios del siglo XXI. En este sentido, la película es una denuncia de una decadencia que pretende arrastrar consigo incluso a la belleza. Las soluciones que nacen desde dentro de la clase retratada son fútiles, pues el cinismo es sólo una forma de cerrar los ojos y clausurar la belleza condenándola. En el retrato cruel de Romano, muy interesante la interpretación de Carlo Verdone, un escritor fracaso que pretende estar en la cresta de la ola a cualquier precio y que acaba volviendo, pero sin posibilidad verdadera de volver, y en la abominación de sor María, una monja cuyo aspecto causa un rechazo inmediato, vemos cómo las raíces no son lo que parecen, pues están muertas. Es verdad que las raíces son importantes si la planta sigue con vida y creciendo elevan aún más la copa del árbol hacia la luz; pero la vuelta a unas raíces muertas sólo subraya el nihilismo de la sociedad. De la misma manera, la crítica inteligente de una religión alienante, usada como subterfugio o espectáculo, contribuye a desarmar al espectador, al que se le dejan aparentemente pocas salidas dignas. En esa crítica encontramos, me parece, bastante de Fellini: el cardenal, gran exorcista en otro tiempo, que no puede ya escuchar ninguna pregunta, porque no tiene ni dudas ni respuestas, y que acaba siendo un habitante más del infierno de un lujo deshumanizador.


            El retrato del protagonista, pese a todo, no es plano. Su relación con Ramona (tras una conversación cuanto menos brutal con el padre de ésta) está llena de ternura, aunque se le conceda a la muerte la última palabra, y hay un atisbo de compasión en la participación de Jep en el funeral del hijo de Viola: susurra al oído de ésta exactamente lo que le explicó a Ramona mientras ésta buscaba un traje de luto; le explicó también que estaba absolutamente prohibido a los asistentes llorar para no robar el protagonismo de la familia (la muerte convertida en una representación teatral de etiqueta mundana); mas en el entierro, cuando el sacerdote pide que los amigos carguen con el féretro del joven para sacarlo de la iglesia, y sólo los amigos de la madre se levantan tras unos segundos de espantosa quietud, Jep no puede evitar romper a llorar; siente pena por sí mismo y su destino, sin duda, pero las lágrimas expresan también la compasión por el joven. La misma compasión se expresa en la escena, cercana al final, en la que Jep  Gambardella baila con la escritora comprometida: hay casi un matiz de redención y una posibilidad abierta.


            La banda sonora juega, a mi parecer, un papel decisivo en la película. Del ruido (la Carrà y otros) ya he dicho algo; pero también se hace presente Arvo Pärt (cuya música conocí hace años gracias a Ephraim Rieβ, que me regaló Pan y vino), Zbigniew Preisner, Stephen Layton y Vladimir Martynov. Es el contraste entre la profundidad de la existencia, que bebiendo de las fuentes del pasado es capaz de seguir creando belleza hoy, y el ruido que tapa el sinsentido de las existencias vacías. Contraste entre el mundo de la belleza y lo que ha hecho con ella una clase social.


            ¿Entonces? Quizás estamos ante una denuncia de la decadencia de una Europa que sólo mira a su pasado como algo muerto. Creo sinceramente que la belleza nos salvará; esa belleza, siempre antigua y siempre nueva, que no se encuentra sino donde, cuando alguien llora abatido, una mano aprieta la suya con la fuerza de la misma vida.

            Shalom.








P.S. Para dos amigos. Ángel, gracias; pero estoy seguro de que hay mucha gente con la que puedes hablar de poesía. Incluso conmigo si te apetece (me ha gustado mucho La sangre y las cenizas, de César Anguiano, que ha publicado Visor). En cuanto al segundo comentario, el tono de la voz delata a su simpático autor: me alegro de haber sido, al menos, una puerta que te conduzca a lugares hermosos. La cita—cuando el dedo del sabio señala la Luna, el tonto mira el dedo—es de Confucio y podría actualizarla, de acuerdo con el espíritu del comentario de La gran belleza diciendo que los imbéciles piensas que si el Sol se apagase, nos iluminaría la Luna. Gracias a los dos.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Nuccio Ordine

El número de los imbéciles es infinito (Agustín de Hipona)
  


            Intelligenti pauca, dice el famoso refrán latino; lo que pido es: quien pueda  entender que entienda, ¿comprende bien usted? Haga un esfuerzo completo, por favor. La editorial Acantilado nos tiene acostumbrados a cuidadas ediciones y, con frecuencia, nos sorprende con algún ensayo en apariencia sin importancia, pero que es una verdadera carga de profundidad en nuestras conciencias.  Recuerdo ahora aquel delicioso librito de Simon LeysLa felicidad de los pececillos. Podía entenderlo hasta el más imbécil y no sólo era divertido, sino también instructivo. Así, en una de mis andanzas fui a dar—persona que camina, persona totalmente atenta—con un ensayo que el  profesor de Literatura italiana en la Universidad de Calabria, Nuccio Ordine,  ha escrito: La utilidad de lo inútil. Manifiesto, Barcelona, Acantilado, 2013. Por la portada le eché un vistazo, pero mi mano, diría que ajena a mi voluntad, no a mi bolsillo, lo abandonó en la indigna mesa de novedades. Pocos días después di, de nuevo, con la maliciosa sonrisa del Demócrito de don Diego Velázquez, que sirve de ilustración a la portada. Mi mano salió al completo del bolsillo, movida por una voluntad superior y, como en los últimos años  Fernando Savater, aquel que en otro tiempo fabricó una ética para niños con piscina, ha ganado mi respeto (cosa que a él, por otra parte, lejos estará de importarle), mi zurda acabó recogiendo el librito de la mesa. Hacía el autor un recorrido por la historia del pensamiento occidental sobre lo inútil. La obra se encontraba en la sección de Filosofía y Religión, colocado un poco más allá de los libros de autoayuda (que tan buenos resultados de ventas obtienen, tantos como inteligencias laminan). Lo contemplé: era oráculo paradójico, porque la Anciana Señora está cada día más arrinconada. De la misma manera que en muchas tiendas, que se hacen llamar librerías como los negocios de comida rápida se hacen llamar restaurantes, han adelantado de manera poco decorosa los objetos de escritorio, más vendibles que los libros, en ésta se ha desplazado hasta las esquinas a las inutilidades máximas: religión, filosofía y poesía; es decir, Dios, el saber y la belleza. Y metidos en el berenjenal, recordemos que tanto el ser como el bien pertenecen a los tres ámbitos precedentes y caen, consecuentemente y por fortuna, bajo la misma inutilidad. ¿Qué desalmado querría leer los inéditos de Levinas o el volumen de Kojève sobre Hegel?

            Lo mejor que el lector de esta gacetilla podría hacer es leer La utilidad de lo inútil, pues perderá un tiempo que podría utilizar, por ejemplo, en difamar a su vecino, a quien buena falta le hace ganarse un nombre, aunque sea malo: en la sociedad a la que nos dirigimos parece que todos los imbéciles tendrán su minuto de gloria. En fin, como, amén de hijo de Abraham me considero bizantino, prefiero discutir inutilidades mientras los bárbaros quemadores de bibliotecas o los finos comerciantes del Adriático nos asaltan para robar y malvender las inútiles riquezas que en Constantinopla hemos pensando. Verdad que nunca tuvimos buena fama y aún hasta hoy empleáis nuestro nombre como censura, pero nos debéis vuestro Renacimiento y hasta al mismo Era. Admito que la defensa que Ordine hace de lo inútil no deja de ser como aquellas críticas que se hicieron a los poetas italianos en la corte de Castilla (muy entendida en ovejas; por cierto, animales útiles donde los haya) advirtiendo que el muy honorable Marqués de Santillana ya había hecho sonetos al itálico modo; entonces ¿a qué tanto ruido con la poesía de Petrarca? Dice Ordine en algún lugar (cito como el autor de la Carta a los Hebreos por pura comodidad y vagancia, sirva aquí tal actitud de homenaje al bueno de Wilde, que se cansaba enormemente tras cambiar una coma de lugar): […] este célebre científico-pedagogo estadounidense nos presenta un fascinante relato de la historia de algunos grandes descubrimientos, para mostrar cómo precisamente aquellas investigaciones científicas teóricas consideradas inútiles, por estar privadas de cualquier intención práctica, han favorecido de forma inesperada aplicaciones, desde las telecomunicaciones hasta la electricidad, que después se han revelado fundamentales para el género humano. Ciertamente, algún defecto debía tener el científico y es, me temo, la pedagogía (al menos no era psicólogo). Defender lo inútil porque acaba siendo útil es una muy mala defensa. Lo inútil, en el sentido que se usa en el libro esta palabra, tiene su mejor defensa en su propia inutilidad: ¿para qué querría uno a Dios o la verdad o la belleza? Nietzsche ya dejó patente que en nuestro mundo (burgués e insustancial) se suele llamar verdad a las mentiras útiles; cuando dejan de ser útiles se las arrincona. Es la dignidad del ser humano el lugar en donde se enclava la importancia sublime de lo inútil, pues ¿para qué querría alguien a un tipo como yo? ¡Por no hablar de alguien como Kant! ¡Qué pérdida de tiempo! ¿Y pararse emocionado delante de una obra bella? ¡Por Dios! No te detengas ahí, que hay cola… Dos minutos os bastarán y en pocos meses os habréis hecho un entendido.

            Es verdad: la biblioteca del amigo Aby tiene un destino incierto; alarmante es que trescientos mil volúmenes de una biblioteca napolitana acaben en un almacén en las afueras de la ciudad sin que se eleven voces de indignada protesta, pero ¿para qué querría nadie libros teniendo a mano los ivúes que, además, permiten entontecerse con interné?  Las librerías también están de capa caída: en París, en una esquina de una de las plazas que amo, hubo en otro tiempo una librería. La vi por primera vez en mil novecientos setenta y siete si mal no recuerdo. Un poco más allá había otra, un verdadero laberinto, de una editorial que publicaba textos absolutamente inútiles. La librería de la esquina pertenecía también a una editorial, PUF, y, pasados unos años, quizás en la tercera visita que hice a la Ciudad de la Luz, descubrí que una nueva tienda de ropa juvenil,  de exquisito mal gusto a la americana, había ocupado el lugar. En el ombligo sucio que es mi ciudad, cierran librerías, pero abren bares y cofradías. Puede que al final encontremos la verdad mientras compartimos un vaso de huisqui (admito también el vino, conste), pero sólo será después de haber empleado una buena parte del tiempo de nuestras vidas en libros absolutamente inútiles. Corazón mío, pálida flor, jardín sin nadie, campo sin son, ¡cuánto has latido sin ton ni son; pero, a ver, ¿es serio esto? ¿De qué habla el poeta? ¿Cuándo se ha visto que una víscera carnosa sea una pálida flor? No, no perdáis el tiempo en esas cosas de significado dudoso.

            
Estamos en un mundo feo. Sin duda está lleno de cacharros utilísimos (sobre todo para que nos los vendan); Gautier no sospechó los beneficios que proporcionaría la obra de Duchamp (aquí estoy con Fumaroli, conste). En nuestro país, hace unos días, se ha publicado un famoso informe sobre los niveles educativos… Pero nadie, que yo sepa, se ha tomado la molestia de preguntar si la utilidad de ese informe no es otra que la de hacer ciudadanos dóciles, acríticos, capaces de funcionar dentro de la maquinaria del sistema capitalista con una sonrisa de estupidez. Locke estaría contento; pero yo no lo estoy, porque es precisamente lo inútil lo que nos hace humanos.

            Estoy enfadado, y mucho, por otros motivos. Cuenta desde san Agustín si puedes entenderlo; quizás por eso, después de estas ciento veintinueve palabras (si eres inteligente, habrás descubierto la suma) no es necesario añadir mucho más. Sólo los indignos mancillan la belleza, la verdad y el talento creador. Las cosas que nos ha hecho humanos son, precisamente, nuestras inutilidades, que están muy lejos de ser idioteces porque en ellas se expresa lo mejor de nosotros: nuestros anhelos más profundos, lo que somos, dignidad que se abre camino en la historia pese a los estúpidos. Y con nuestras inutilidades nadie debe jugar. Nadie.

            Shalom.


sábado, 23 de noviembre de 2013

Piedad Bonnett

OSCURA SOMBRA




            Había leído ya algún poemario de la autora colombiana (El hilo de los días, Las herencias) y cuando cayó en mis manos Lo que no tiene nombre (Madrid, Alfaguara, 2013) no me llamó demasiado la atención el título, porque me hizo recordar unos versos de Dámaso en el poema A Pizca:

[…]
Las sombras que yo veo tras nosotros,
tras ti, Pizca, tras mí,
por las que estoy llorando,
ya ves, no tienen nombre:
son la tristeza original,
son la amargura
primera,
son el terror oscuro,
ese espanto en la entraña
(entre dos noches, entre dos simas, entre dos mares),
de ti, de mí, de todo.
No tienen, Pizca, nombre, no; no tienen nombre.

            En cambio, me llamó la atención el dibujo de la portada, que es un autorretrato de Daniel, el hijo de Piedad Bonnet. La razón fue José María, un buen amigo, fallecido no hace mucho tiempo, que también a carboncillo, realizaba retratos y paisajes de pesadillas. Durante años estuve comprándole dibujos e incluso hizo, esta vez a pastel, un retrato alucinado de mi hija a los siete años de edad. Quizás fue por esa coincidencia o por una de esas intuiciones afortunadas que tenemos los lectores constantes. Me llevé el libro a casa, pero ya desde las primeras páginas me preguntaba por qué lo había escrito Piedad Bonnett; sentía una extraña comezón e incluso me enfadé con el libro y con la autora, pero sólo nos enfadamos por lo que nos afecta. Estuve quince páginas realmente cabreado, aun habiéndome hecho con el tema: el suicidio de Daniel a los veintiocho años. ¿Qué pretendía la autora? ¿Pasarme su angustia? Era posible que estuviese aliviando su corazón; esto parecía explicar tanta dureza y su intento de escribir sobre lo que está más allá del lenguaje. Poco a poco las reflexiones se fueron disolviendo en un océano de sentimientos, quizás confusos y de perfiles ambiguos, pero ¿no es así la existencia?

            Los padres—según un antiguo pensamiento—no deberían sobrevivir nunca a sus hijos; pero muchos padres los sobreviven. Conozco algunos y eso me ha hecho comprender que cada persona es un mundo. Un recuerdo antiguo, doloroso, acude a mi memoria: la muerte de Vicente, de apenas once años, al que la leucemia con una crueldad desmedida se llevó por delante. Aún veo en la iglesia del Colegio el ataúd blanco y a nuestras madres abrazadas. Después alcanzó la muerte a L.C. —estábamos en cuarto de bachillerato—, una de las dos únicas personas que me ha llamado Javier, porque por entonces mi otro nombre nos sonaba ridículo. Corría L. C. como un gamo pues las piernas le habían crecido antes que el cuerpo y con sus prodigiosas zancadas nos dejaba atrás, y sonreía con su cara llena de pecas, con aquel rizo negro que le caía sobre la frente. Años más tarde D., la alegría de la casa (al que nuestro tutor, en un error difícilmente perdonable, había reprochado su forma extravagante de vestir), se marchó definitivamente: él fue el Calixto que me amó en Mazagón mientras yo era Melibea, subida a una caja de cervezas. Recuerdo vivamente el día en que,   víctima de un malhadado cáncer, murió la hermana de Fernando: dejaba dos hijos pequeños, un marido desolado y una madre abatida. En un pequeño salón, antes del funeral, la madre lloraba con desconsuelo. Aquella mujer maravillosa que me había recibido con generosidad en su casa y a cuyo hijo debía—debo y deberé—tanto, se deshacía delante de mí en un pozo de angustia. No sabiendo qué hacer, me senté a su lado y la cogí de las manos. Me dijo: “No es justo. Ya no creo en Dios”. Sólo acerté a decirle: “Hace bien eso es lo que nos cabe hacer ahora”. En todos los casos hay un dolor que traspasa el umbral de las palabras y que no cabe en este mundo. Es verdad: todos nuestros nombres están inscritos en el libro de la muerte. Piedad Bonnet ha sobrevivido a su hijo y la dureza de esta hecho debería bastar para tapar nuestras bocas. Debería escribirle un abrazo, mandarle unas lágrimas, debería escribirle mi congoja—como padre—al ver mi mano ajena a mi voluntad, mientras leía, anotar en un margen del libro el nombre de mi hija. Y me ha hecho sentir miedo pensando que aún quedaban esperanzas en las que naufragar.

           
Ese sentir con el cuerpo la pérdida de una persona decisiva, pero no de un golpe, sino notar cómo se disuelve poco a poco sin que aciertes a explicarte cómo, sintiendo una impotencia infinita, equivocándote en cada decisión que tomas. Un lento desmoronarse, un lento caer con el suelo cada vez más lejos: perder un hijo… Quizás sería mejor hablar de los localismos de Piedad Bonnett: ese piyama repetido una y otra vez, tan gracioso, esperando que de esta manera ella se riese de mí, de estas palabras, y experimentase tal vez un poco de alivio, una lágrima de afecto en la piel achicharrada de su corazón. Me ofrezco de payaso: es lo único que se me da bien. La autora no ha pretendido hacer literatura (en esto me recuerda aquel libro doloroso de Michael Greenberg, Hacia el amanecer), sino articular un grito con la esperanza de que Daniel lo escuche. No hay nada abstracto aquí, porque el dolor de la madre y el sufrimiento—intuido por el lector detrás de las palabras—del hijo nos golpea consiguiendo que se tambaleen las certezas frágiles que habitualmente nos sostienen. En estos casos—siento decirlo así—nadie puede hablar por boca de otros y, pese a lo que se haya dicho, Pilar Bonnet no lo ha intentado; pero así, paradójicamente, es capaz de ponerse en el lugar de otros que han sufrido—sufren—la misma pérdida. Es duro escribir sobre aquello que uno jamás debería escribir, porque no tiene sentido—ahí está el filo duro que parte cualquiera de nuestras ideas preconcebidas. Pilar Bonnet lo ha hecho: así la literatura es vida y ésta no se hace literatura, sino vida en un sentido nuevo, pues la verdad de la literatura está siempre en un nivel más profundo del que somos capaces de captar con nuestra miradas.

            No, no es posible comprender lo que no tiene sentido: amontonamos recuerdos, intentamos ordenarlos y acariciarlos; estamos condenados a unir las partes de un rompecabezas cuyas piezas jamás encajarán; mas para esto también se escribe. Y para enjugar las lágrimas.

            Shalom.

            

Aniversario. Paul Celan



HERBST

Ängstlich
sinkt mit dem Laub der Esche
Gewölk in der Karren der Jammrnden.

Der Kies der Jahre
ritzt die Sohlen des eilenden Bruders.

Hier und drüben
dunkeln nun Antlitz und Aster.
Doch Wimpern und Lid vermissen den Augentrost.

In den wechselnden Nächten
weh ich von dir zu dir.

[OTOÑO

Ansioso
cae el follaje de ceniza
nublo en el carro de las lamentaciones.

La grava de los años
raya las suelas apresuradas del hermano.

Aquí y allá
recuerdan ahora vagamente la frente y la estrella.
Pero pestañas y párpado echan de menos la alegría de los ojos.

En las cambiantes noches
corro de ti hacia ti.]

domingo, 17 de noviembre de 2013

Jean-Luc Seigle, 2

Envejecer


 (I’m sitting here doing nothing
but aging)

            Ayer hice sucinta referencia al libro del que quiero decir dos palabras: Jean-Luc Seigle, Al envejecer, los hombres lloran, Barcelona, Seix Barral, 2013 (traducción de Adolfo García Ortega). Como dije, adquirí la novela llevado por el título y, lo admito, por la portada: una hermosa imagen del fotoperiodista alemán Kurt Hutton, fallecido el año perfecto, en la que se ve a un hombre de espaldas cubierto por una chaqueta oscura avanzando mientras mantiene las manos en los bolsillos; detrás de él un perro mira con ojos triste la neblina que desdibuja el paisaje. La fotografía original deja ver a la derecha la sombra de algunos edificios; he buscado otras fotografías y me han parecido sencillamente espléndidas (pueden verse algunas en esta página). Me tomo la libertad de reproducir aquí una especialmente triste y, aunque no hablo habitualmente de fotografía, diré que el blanco y negro siempre me ha impactado porque es capaz de dejar una huella en mi espíritu que la fotografía en color difícilmente consigue. Cierto que desde mi infancia me hicieron aficionado a la fotografía, pues mi padre, además de regalar una cámara a cada uno de sus hijos (la de mi hermano mayor era una réflex de rosca, traída de la República Democrática de Alemania, ¿adónde habrá ido a parar?), trajo a casa la maquinaria para montar un laboratorio de revelado en blanco y negro. Es verdad que un par de años después apareció con otra máquina para revelar en color (era italiana o eso me parece recordar, pero siempre me incliné por las diapositivas, que enviaba a revelar por correo y cuyo luminoso color no consiguen los nuevos medios), pero nunca la usé. En el cuarto de baño pequeño se metían en mis narices los olores de los líquidos y me apasionaba ver cómo iba apareciendo sobre el papel la imagen ya revelada. Hacía los carretes, fotografía, revelaba… y experimentaba con notable torpeza, porque el papel de grano grueso me gustaba mucho. Pues bien, la fotografía de Kurt Hutton, impresa en la portada de la novela, ha sido elegida con tino, pues la historia es precisamente la de un hombre que se aleja para adentrarse en la niebla.


         Al envejecer, los hombres lloran narra la historia de un nueve de julio de 1961 (Carlos Marzal, supongo, ya habría abierto los ojos a la luz y Juan Vicente Piqueras estaría a punto de dar sus primeros pasos) en una pequeña aldea francesa de setenta y dos habitantes: en la casa de la familia Chassaing entra la primera televisión del pueblo lo cual provoca un cierto revuelo en la localidad. Sin embargo, la televisión es sólo un pretexto para narrar lo que sucede en el alma de unos personajes que nos resulten extrañamente cercanos. Y lo son porque se forma una cadena abuelo-padre-hijo que atraviesa el siglo al son de los tambores de guerra: el abuelo, la Primera Guerra; el padre, Albert, que es el verdadero protagonista, la Segunda, y el hijo mayor, Henri, vive la guerra de Argelia. El pequeño, Gilles, no es ya un eslabón de esa cadena, sino que de alguna manera su amor por la lectura ha impreso en él una sensibilidad distinta. Pero Albert es diferente a su padre y a su hijo mayor, porque le tocó servir en la Línea Maginot y fue derrotado por los alemanes: regresó, cuatro años después, como alguien que lleva en la frente una mancha imborrable, la de una derrota poco romántica y vergonzosa. El cuadro se completa con la esposa de Albert, Suzanne, enamorada de Paul, empeñada en salir de aquel rincón del mundo y cuyo más valioso tesoro es el amor de su hijo, cuyas cartas, que Paul le lleva, espera con ansia. De hecho, Henri es su único hijo, porque Gilles le resulta absurdo a esta mujer empeñada en ser partícipe del american way of life y que organiza posados familiares de fotografía cada vez que introduce un nuevo aparato en su casa. El hijo mayor, que aparecerá en la televisión al caer la tarde y cuyo rostro Albert no sabrá reconocer, se hace presente como una ausencia capaz de explicar la actitud de su madre, pero no la soledad de su padre. Éste hunde sus raíces como un árbol y parece más cercano a su anciana madre (la escena del baño está descrita con una ternura capaz de sobreponerse a la vergüenza) y a la tía Morvandieux, una vieja acartonada, vigilante, una de las madres viudas de la Primera Gran Guerra que emplearon toda su existencia en mantener vivo el recuerdo de sus hijos muertos en el frente. 


            La novela está divida en seis partes (cuatro para el día nueve, una para la mañana siguiente y la última, alejada en el tiempo, que reflexiona sobre la Línea Maginot: La Imaginot o ensayo sobre un sueño de hormigón armado). Con un ritmo premeditadamente lento, pero no cansino, Jean-Luc Siegle nos va descubriendo el alma de sus protagonistas: Albert, que trabaja en la fábrica Michelin (el espanto de la industria con sus olores pestilentes), pero que conserva un pedazo de tierra porque es un hombre apegado al heimat, al terruño. Eso, y el amor desfondado por su hermana, lo han mantenido en pie, porque Suzanne, casi quince años más joven, nunca estuvo enamorada de él. Albert descubre en su hijo Gilles un futuro diferente, pero el chico necesita un guía y él sabe que, como Moisés, no entrará en la Tierra; por eso se debe ir desdibujando. Suzanne, frustrada e insatisfecha, que empieza a cuidar su apariencia dando a entender que necesita cambios en su vida; el pequeño Gilles cuyas faltas de ortografía le pondrán en contacto con un viejo hecho de cariño, el señor Antoine, un maestro que ha recalado en el pueblo… Los personajes y los paisajes, éstos sólo abocetados, van de la mano. Sin duda, hay algo de Charles Péguy  en Seigle, porque en el fondo de la novela encontramos amor por Francia y por aquellos franceses que fueron olvidados tras el fin de la guerra. Con la depuración quiso el general De Gaulle hacer borrón y cuenta nueva, pero muchos franceses, nos dice Seigle, se dejaron parte de su alma en aquel pasado en el que se alzaron como defensores fracasados de la libertad frente a la barbarie. No fueron sólo los miembros de la Resistencia, de lectura romántica, sino aquellos soldados que se quedaron en tierra de nadie con la derrota como herencia. Quizás en Albert se cumple para Gilles, ya que no para Suzanne, el dictum benjaminiano: Sólo por los sin esperanza no es dada la esperanza.


            Sin duda, Al envejecer, los hombres lloran merece una atenta lectura. Dejo un vídeo de George Harrison, fallecido en noviembre de 2001, con una de mis canciones predilectas: al final un George aún joven se gira y acaba confundiéndose con la multitud de la misma manera que Albert se disipa en la sombra.

            Shalom.



sábado, 16 de noviembre de 2013

Jean-Luc Seigle, 1

Envejecer


            He citado en otra ocasión, me parece, a una mujer considerada gran actriz de teatro. Ni a Fernando ni a mí  nos gustó nunca demasiado, pues gesticulaba en exceso y su voz chillona aplanaba, curiosamente, los personajes de la tragedia griega. La vi, si no me falla la memoria, en el Lope de Vega y tal vez en aquellos Festivales de España que se celebraban en la plaza del mismo nombre donde escuché también a Quilapayún por un precio más que razonable (bien es verdad que algún pequeño gran enchufe teníamos a la hora de conseguir las entradas). No diré el nombre de la actriz—intelligenti pauca—, mas recordaré con agrado la entrevista que le hizo Salvador Pániker en el libro Conversaciones en Cataluña, que publicó la editorial barcelonesa Kairós. Unos años después, quizás en un dominical, manifestaba aquella mujer con ojos de gato y con una gran inteligencia natural que “envejecer le parecía injusto”. Antes, frisaría yo los quince años, aún me veo con una nitidez casi absoluta: estoy en el salón de la casa de mis padres, pegado al ventanal, sentado sobre una silla muy recta con una pequeña mesa delante sobre la que descansa una Olivetti de color azul ya sacada con cuidado de un estuche del mismo color partido en dos por una amplia franja negra vertical. Había estado escribiendo, o más bien pasando mis notas a máquina, sobre Antrátolyo, el Señor de los Mil Nombres, un personaje diabólico al que espantaba la muerte y que al final de la historia resultó no ser muy diferente del autor, maguer mejor persona (vale: no tiene mérito, porque nunca fue difícil). Me detuve un instante vacilando: Antrátolyo era mucho mayor que yo y su búsqueda me suscitaba compasión, porque había dejado muchas existencias a sus espaldas. Arranqué unas hojas y comencé a escribir con agobio sobre el paso del tiempo, porque mi vida verdadera se quedaba siempre detrás; sentí el peso del tiempo, ése que un reloj es incapaz de marcar, y me entristecí por primera vez en mi vida con la contemplación de mi propia existencia finita. No había miedo, sino melancolía. Cualquiera verá que tal situación no es sino la preocupación de un adolescente recién salido de su infancia adulta; pero los años siguientes me continuó invadiendo la misma congoja y, además, tracé inconscientemente un camino que me condujo a aquel puerto oscuro: releía una y otra vez La agonía del cristianismo, de don Miguel de Unamuno; la novela de Mika Waltari, Sinuhé, el egipcio, que había leído en quinto de bachillerato en una de aquellas ediciones infames de Plaza y Janés que se vendía en los quioscos, me aterraba por su manera de poner ante mis ojos el devastador paso del tiempo. Antes realicé mi primer intento de leer Las confesiones; aprendí de memoria en tercero de bachillerato, gracias al padre Carlos, Las coplas de Jorge Manrique, con su devastador ritmo de pie quebrado, me aficioné a don Antonio  y memoricé aquel maravilloso poema de heptasílabos y endecasílabos (que siempre se han llevado bien en la lírica española), irrepetible, que me sigue haciendo llorar:


A José María Palacio


Palacio, buen amigo, 
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos 
del río y los caminos? En la estepa 
del alto Duero, Primavera tarda, 
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!... 


¿Tienen los viejos olmos 
algunas hojas nuevas? 

Aún las acacias estarán desnudas 
y nevados los montes de las sierras. 
¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa, 

allá, en el cielo de Aragón, tan bella! 

¿Hay zarzas florecidas 
entré las grises peñas, 
y blancas margaritas 
entre la fina hierba? 

Por esos campanarios 
ya habrán ido llegando las cigüeñas. 

Habrá trigales verdes, 
y mulas pardas en las sementeras, 
y labriegos que siembran los tardíos 
con las lluvias de abril. Ya las abejas 
libarán del tomillo y el romero. 

¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas? 

Furtivos cazadores, los reclamos 
de la perdiz bajo las capas luengas, 
no faltarán. Palacio, buen amigo, 

¿tienen ya ruiseñores las riberas? 

Con los primeros lirios 
y las primeras rosas de las huertas, 
en una tarde azul, sube al Espino, 
al alto Espino donde está su tierra...


            Cada cumpleaños se transformó en un abismo de angustia: los odiaba porque el tiempo se me iba de las manos e, incapaz de detenerlo, sólo sabía hundirme bajo su peso. Antes de los treinta me dije: “El problema no es cumplir años, insensato, sino dejar de cumplirlos”; fue un bálsamo falaz, porque la nostalgia me siguió mordiendo incluso después de escuchar las hermosas palabras con las que se consagra la luz en la vigilia pascual: Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega,  suyo es el tiempo y al eternidad. Pensé que todo tiempo acabaría, pues por definición el tiempo debe pasar; busqué el texto luminoso del apocalipsis: ἐγὼ τὸ Α καὶ τὸ Ω, ὁ πρῶτος καὶ ὁ ἔσχατος, ἀρχὴ καὶ τέλος… La luz sigue poniéndose y con frecuencia todo me parece un atardecer, porque he vivido siempre mirando al lugar por donde se pone el Sol. Lo que se va nunca vuelve: ¿no es ésta acaso la experiencia de Abraham? Dureza en las palabras que El Eterno dirige a Moisés cuando éste  sube al monte Nebo y contempla desde la cima del Fasga, que mira a Jericó, la tierra desde Galaad hasta Dan: Ésta es la tierra que prometí a Abrahán, a Isaac y a Jacob, diciéndoles: Se la daré a tu descendencia. Te la he hecho ver con tus propios ojos, pero no entrarás en ella. He vivido con la convicción de que nunca me será permitido entrar en la Tierra Prometida y, por eso, me gusta el sábado santo: permanecer alerta, como hizo Benjamin. Quizás eso sea envejecer: permanecer a las puertas del Paraíso desde donde un ángel de terrible belleza me contempla y una espada llameante cierra mi camino al árbol de la vida.

            Y todo esto porque quería hablar de la novela de Jean-Luc Seigle, Al envejecer, los hombres lloran, Barcelona, Seix Barral, 2013, que sin llegar a entusiasmarme, me ha dejado un buen sabor de boca. Como cualquiera se puede imaginar, la compré por el título tan triste como prometedor… Me disculparán si hablo de la novela en unos días, porque ya he aburrido suficiente.


            Shalom.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Alice Oswald

Comunión


            La poesía, pienso a veces, es una cicatriz que hacemos con palabras para atrapar dentro de ella algo de la belleza que encontramos en la existencia. Sin embargo, la imagen se me deshace entre las manos, aunque reconozca hermosas cicatrices y nuestra vida esté repleta de heridas, cerradas o aún abiertas, porque amar es exponerse y ser herido como el ciervo que busca las corrientes de agua viva. Se me deshace porque encierra un grano de egoísmo y clausura. La poesía, me parece, es más bien generosidad de la palabra que se nos ofrece para comprendernos de otra forma que la grisura cotidiana; es apertura del horizonte y venablo que nos lleva a los confines del mundo para contemplar su esplendor y sus heridas. Sin duda, yace ahí la imagen que Hugo Mújica puso como título a uno de sus poemarios, Flecha en la niebla, que editó Trotta allá por mil novecientos noventa y siete. Pensaba así en estos días difíciles de heridas mal cerradas, cielos sin horizontes y desesperación en busca de luz, cuando cayó entre mis manos el libro de Alice Oswald, Bosques, etc., Valencia, Pre-Textos, 2013 (traducción de Christian Law Palacín). Alice Oswald, nacida el mismo año en que Ellos publicaron Revolver (con su algo más que triste Eleanor Rigby, aunque aquello del Father McCartney que terminó siendo Father McKenzie me sigue provocando una sonrisa). Es el primer poemario traducido al castellano de la poeta inglesa (traducción que, por cierto, a veces me ha chirriado), ganadora del prestigioso T. S. Eliot por Dart, obra en la que sus preocupaciones ecológicas son patentes. De hecho, Oswald, como se nos dice en la solapa de Bosques, etc., fue jardinera en Tapley Park de Devon y en el Chelsea Physic Garden de Londres, hecho que explica su familiaridad con la vegetación, las semillas, las piedras y las flores. Cierto: saber que Oswald había trabajado de jardinera fue suficiente como para provocar mi interés por el poemario—eso y la lectura apresurada de Owl (Búho):

Last night at the joint of dawn
an olw’s call opened the darkness

miles away, more than a world beyond this room

and immediately, I was the woods again,
poised, seeing my eyes seen,
hearing my listening heard

under a huge tree improvised by fear

dead brush falling the a star
straight through to God
founden and fixed the wood
then out, until it touched the town’s lights,
and owl’s elsewhere swelled and questioned

twice, like you might lean and strike
two matches in the wind.


(Anoche en la bisagra del amanecer
la llamada del búho inauguró la oscuridad

muy lejos de aquí, a un mundo de este cuarto

y al momento, yo estaba de nuevo en el bosque,
alerta, viendo a mis ojos ser vistos,
oyendo a mi escucha ser oída

bajo un enorme árbol improvisado por el miedo

caían ramas muertas entonces una estrella
directa hasta Dios
fundaba el bosque y lo fijaba

luego fuera, hasta tocar las luces de la ciudad,
el retiro de un búho se dilataba y preguntaba

dos veces, como si te inclinaras y prendieras
dos cerillas contra el viento.)


            En algún caso la traducción parece forzada, pero sin duda se debe al original. No es el momento de plantearse la posibilidad de traducción poética, porque ¿quién es capaz de traducir cabalmente les sanglots longs/des violons/de l’automne/blessent mon cœur/d’une langueur/monotone? Un trabajo imposible que, por tanto, merece la pena. Allá por mil novecientos setenta y cuatro Miguel nos leía en francés estos versos de Paul Verlaine provocando en la clase un silencio lleno de respeto y admiración. Recuerdo haber salido a buscar Cementerio marino  a una de las librerías del barrio; estaba editado por Alianza y tenía la portada de un hermoso color azul; quizás fue el primer poeta francés. Sí, complicada tarea la del traductor de poesía, porque también debe tener presentes las influencias: sin duda hay bastante de Ted Hughes en los textos de Oswald, aunque primero pensé en W. T. Yeats, porque en sus poemas hay rosas, juncos, bosques, cisnes… Sin embargo, el fondo y el estilo es muy diferente. Los modos de Oswald me han recordado a veces a los de Sylvia Plath.

            Hace muchos años, para pagar parte de mis estudios de Teología, trabajé con un jardinero que frisaba los sesenta años, hombre admirable, enorme, que caminaba con calma e inclinaba la cabeza con cierta testarudez y del que aprendí muchas cosas hermosas. Admitiré sin resentimiento que más que como jardinero, yo trabajaba como burro o asnillo de carga: llenaba la carretilla desvencijada de tierra y la llevaba desde el camión hasta los arriates; en verdad usaba la azada, el rastrillo y otras herramientas, de nombres hermosos, que hicieron brotar callos en la palma de mis manos, aunque el mayor mérito correspondió a la pala. Aquel hombre, a quien respeté profundamente por el amor que ponía en su trabajo, me acercó un día un bote para el tratamiento de unos rosales con hongos; me pidió que leyese la etiqueta, pues, se excusó, no llevaba encima las gafas. Era analfabeto y, sin embargo, es una de las pocas personas a las que reconoceré una cultura más amplia y más profunda que la mía. Trataba con una delicadeza extrema las flores e incluso arrancaba sin saña las malas yerbas, pues reconocía su derecho a existir y arraigar en la tierra. Recuerdo que una tarde lo despidieron de uno de los chalés—yo estaba presente—argumentando que ya no eran precisos sus servicios; maltratado conservó una dignidad solemne, una educación más allá de las formas convencionales. Extendió su gran mano con las uñas aún llenas de tierra, inclinó la cabeza y me hizo un gesto para que recogiera los aperos. Aquel hombre me hizo patente un modo diferente de estar en el mundo, pues parecía entenderlo como un jardín del que debía cuidar. Algo de ese cuidado he encontrado en los versos de Oswald (por ejemplo en el magnífico Poema para sacar a un bebé del hospital). Sin embargo, a medida que avanzaba en el poemario, aunque sin perder interés, me cansaba. Apegada a la tierra, su poesía está cargada de sustantivos y mantiene una puntuación ardua, que en ocasiones la hacen difícilmente transitable requiriendo un esfuerzo permanente de concentración y exigiéndonos más de una lectura: poner atención como se mira absorto un atardecer. Los primeros poemas me emocionaron más que los últimos, quizás porque también al tono se acostumbra uno, pero también porque, en un ejemplo, Bendición del ave marina es más hermoso que Himno lunar. Admirable es la sed de comunión que Oswald siente no sólo con la naturaleza, sino con la belleza herida del mundo. En esta comunión hay, según me parece, una búsqueda soterrada de una trascendencia:

Holy ghost of heaven,
blow us clear of the world,
give us the utmost of the air
to have on and hold.

(Espíritu Santo del Cielo,
aléjanos del mundo,
danos todo el aire posible
para ascender y sostenernos.)

            Sin embargo, en su búsqueda Oswald se mantiene fuertemente apegada a las realidades terrenales: a la piedra, a las semillas, a la lluvia, a los bosques o a los niños. No hay búsqueda de un conocimiento superior allende las cosas, sino que el sentido del mundo se le hace presente en las cosas mismas. No negaré que algunos poemas me parecen fallidos (Sísifo, por ejemplo), pero Bosques, etc. mantiene a lo largo de sus setenta y cinco páginas la capacidad para emocionarnos y darnos, si se me permite hablar así, la realidad de lo real más allá de las apariencias.

            Los árboles se desnudan y tiritan: otoño. Hojas secas que el viento arrastra para que nosotros pisemos la melancolía; sin embargo, hay un brillo en la tristeza. En estos días tristes en los que siento más el peso de la vida que la propia vida me gustaría que me acompañasen estas palabras luminosas de Alice Oswald:

the rain, thinking I’ve gone, crackles the air
and calls by name the leaves that aren’t yet there.

(la la lluvia, creyendo que me he ido, hiende el aire
y llama por su nombre a las hojas aún por brotar)

            Quieran los ángeles de lluvia hacer florecer mi pobre corazón para que pueda esperar otra primavera.

            Shalom.

           




domingo, 27 de octubre de 2013

Nicholas Carr

Arremetamos



            El verbo arremeter lo asocio a un libro de Chesterton, a quien leí con asiduidad hace muchos años y a quien hoy, para mi desgracia, tengo un poco olvidado. Siento ganas de arremeter, de acometer con ímpetu, aunque sin demasiada furia. ¿Contra qué? Esta mañana arremetió contra mí, llena de furia, una de esas jaquecas cuyo ensañamiento consigue abatirme; sin embargo, no me ha destrozado del todo y estoy un poco como los tercios españoles en Flandes: rodeado, pero de pie (y como tituló con genialidad Francisco Ibáñez una de sus tiras cómicas, increíble, pero mentira, porque he estado vilmente postrado). Se lo debo a un médico, gran amigo, del que sólo daré su nombre, Joaquín, y a quien recordaré la deuda que tengo contraída, pues hace dos semanas se presentó en mi casa, después de una desesperada llamada telefónica, para liberarme de un dolor de cabeza tan impertinente como prolongado. Le aseguré que en como presente por su amabilidad —pues pagar los servicios de alguien capaz de librarte del dolor es imposible—le regalaría 14. Como es natural, la excelente persona que es Joaquín soltó: “No hace ninguna falta”, pero yo contraje una deuda de gratitud, una más, y quiero dejar constancia, pues ante la presente arremetida de la jaqueca mis murallas resisten, aunque no incólumes, gracias a un prodigioso fármaco. Quizás yo sea un ser hecho de tabaco, alcohol, irresponsabilidad y pastillas—alguien poco recomendable—, pero también estoy hecho de afectos, aunque como decía mi querido Antonio García del Moral nunca amamos a los demás como quieren ser amados y nunca nos aman con la exactitud que nosotros desearíamos. Recuerdo mis primeras jaquecas con catorce años: pensaba que mi cerebro se expandía y, consuelo estúpido para soportar el dolor, que aquellos espantosos dolores de cabeza capaces de llevarme a la cama a las seis de la tarde me harían más inteligente; pero la cabeza me siguió doliendo y no sólo no me volví más inteligente, sino que, nunca he alcanzado aquella lucidez de los catorce años, pues como reconoce con sabiduría Thomas Bernhard en la entrevista que le hizo Peter Hamm (recién publicada por Alianza) nunca somos tan lúcidos como en la adolescencia. Leer ¿Le gusta ser malvado? es casi una obligación. Admito aquí otra deuda, pues fue hace más de veinte años José María Vaz de Soto quien me recomendó por primera vez a Bernhard al que, como de costumbre, llegué tarde y eso que había escrito sobre Glenn Gould, por quien siento una devoción sin límites.


           ¿Cuándo entraron los ordenadores en nuestras vidas? Mi padre trajo a casa un  Spectrum allá por 1982 ó 1983. No me fascinó y sólo conseguí programar, y mal, un juego… Ya en aquellos tiempos yo escribía con pluma, como aún hago hoy, y presentaba trabajos y escritos en una máquina de escribir Olivetti. Un tiempo después mi hermano mayor adquirió para su empresa un ordenador Inves y, ampliando el negocio, hacia 1985, el primer portátil que conocí: un Toshiba que tenía, aunque no sé si recuerdo bien, un megabyte de disco duro y pantalla de gas. El fondo era oscuro y las letras, naranjas como las bombonas de butano; al encenderlo se tenía la impresión, debido al sonido, de estar trabajando con un quemador. Le costó un pastón (más allá de medio millón de pesetas) y cuando se le volvió inútil acabó en mis manos. Recuerdo haberlo conectado a una de aquellas viejas impresoras matriciales. Comencé trabajando con el procesador de textos Word Star; pasé al Word Perfect (diferentes versiones) y acabé en el Word. Como con el Dbase, perdí un montón de tiempo aprendiendo a manejar correctamente cada programa (especialmente con el Harvard Graphics con el que dibujaba los mapas de mis apuntes). Compré un equipo de sobremesa, lo cambié por uno mejor… una carrera interminable para poco, pues disfruto mucho más escribiendo a mano, oyendo el sonido de la pluma sobre el papel. En realidad, yo no necesito mucho más que un procesador de textos y, desde luego, prefiero escribir mis cartas a mano (aún me queda algún corresponsal, por fortuna). Desde muy pronto me llamó la atención que los genios de la informática y aquellos que estaban fascinados por el poder de la tecnología comparasen el cerebro humano con un ordenador. Confundían, sencillamente, el orden temporal de las cosas, pues los ordenadores guardan alguna semejanza con nosotros porque somos nosotros los que los fabricamos. Turing, al que conocí leyendo a Penrose, pudo ser un genio, pero sus secuaces se han confundido el pensamiento humano es mucho más complejo que el binomio uno/cero. Un ordenador no procesará la dialéctica…, pero como hoy se ha renunciado a cualquier razón que no sea reductible a la cuantificación matemática, acaban rechazándose  las formas de pensar que no son computables informáticamente. El mundo es más que álgebra.

               Arremetamos.


            Hace una semana leyendo teología tropecé con una cita del libro de Nicholas Carr, ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Superficiales, Madrid, Taurus, 2011. Ese mismo día compré el libro y lo leí de un tirón. No sólo me resultó interesante, sino que me ofreció muchos datos nuevos obligándome a repensar ciertos aspectos del impacto de las nuevas tecnologías. Al terminar el libro recordé unas declaraciones que Robert Redford hizo después de dirigir Quiz Show: introdujimos en nuestras casas la televisión sin pensar en las consecuencias. Redford, pensé (y un buen número de personas compartiría sin empacho mi juicio), no sólo era guapo, sino que además decía cosas con sentido. Ese viene a ser el mensaje de Carr sobre los ordenadores e interné; pero extrae, además, consecuencias. Así, pues, es hora de arremeter contra todo ese optimismo desaforado sobre interné, los ordenadores, los ivúes (recuérdese, por favor, que esa bárbara palabra se refiere a los cacharros que falsifican los libros) y toda la parafernalia comercial que los acompaña. En breve: nos volvemos tontos. Sólo por esta advertencia merece la pena leer la obra de Carr, aunque uno esté en desacuerdo con algunas de sus interpretaciones.

            El libro vuelve una y otra vez sobre la misma idea: los efectos que sobre nuestros cerebros tiene el uso continuado de las tecnologías informáticas. He calculado que un niño recién nacido pasará delante de las pantallas del ordenador, del teléfono móvil y de la televisión, si alcanza los ochenta años, la friolera de doscientas cuatro mil cuatrocientas horas; es decir, ochenta y cinco mil diecisiete días, que equivalen a veintitrés años y medio aproximadamente. Casi tanto tiempo como las horas de sueño; pero esto sin contar las horas que pasará ese niño delante de un ordenador en su trabajo… Alguna consecuencia debe tener semejante exposición, ¿no? Desde el principio pensé que interné, como los teléfonos móviles, las tarjetas de crédito, los documentos de identidad y las tarjetas sanitarias no eran sino mecanismos de control. Como he dicho en otras ocasiones, una cadena de infinitos eslabones invisibles; por cierto, una de las mañanas de la semana pasada al mirar mi teléfono móvil al levantarme descubrí el siguiente mensaje: “En las actuales condiciones tardaría 14 minutos en llegar a B. (lugar donde trabajo)”; ¿es posible un control mayor? Lógicamente, procedí a anular la localización; pero mi teléfono emite una señal y alguien siempre sabe dónde estoy. Control. Pero no sólo es el control. Hay algo más: las nuevas tecnologías hacen estúpidas a las personas. No sólo generan dependencia (¿quién no ha estado con alguien incapaz de dejar de mirar su móvil cada dos por tres?), sino que debido a la plasticidad de nuestro cerebro (que yo creía conclusa antes de lo treinta años), hacen que nuestro pensamiento se adapte a los modelos con los que trabajamos. Volver tontas a la personas garantiza, sin duda, la posibilidad de controlarlas. Carr nos advierte, de manera amena, de los efectos ya visibles de las tecnologías informáticas.

            Sin duda se trata de empresas que buscan obtener beneficios y, en este sentido, necesitan a consumidores enganchados. Como dijo el primer presidente hispano de la bebida gringa que disuelve la carne: “No se trata ya de que más gente consuma nuestro producto, sino de que los que lo hacen lo hagan con más frecuencia”. Seguro que los dueños de Google o de Apple, por no hablar de Microsoft, piensan lo mismo. Todo esto lo sabemos y, sin embargo, lo aceptamos acríticamente pretextando las ventajas de la tecnologías. Carr nos advierte de nuevo: alguna ventaja hay, pero son muchas más las desventajas: incapacidad para concentrarse no sólo por las continuas interrupciones, sino por los vínculos que nos llevan cual cabras de un sitio a otro sin parar en ninguno; desaparición de la memoria, incapacidad para seguir razonamientos largos, pérdida de tiempo, superficialidad del pensamiento… Cualquier que haya leído los mensajes de Twitter le dará la razón a Carr. Ejemplos: “Buenos días”. “Duchado y a cenar”. “Pal cine”. “Jugando en el ordenador…” Los ejemplos podrían multiplicarse. Sin duda, los adultos, acostumbrados a pensar de otra manera, se expresan con algo más de complejidad; pero nuestros jóvenes o aquellos que sólo leen y escriben con las nuevas tecnologías están, sin duda, alfabetizados digitalmente, pero son analfabetos. No es sólo la lectura en F, sino el soporte. Como dice Carr, internet parece hecho para que no leamos. Se ha hecho para volvernos superficiales.

            Si lo que pienso es cierto, la mayoría de las personas no habrán llegado hasta aquí, pero tal vez si leen esta frase volverán sobre sus pasos por el inmenso placer de llevarme la contraria. Los medios informáticos han añadido un poco de comodidad, pero su invasión no compensa las pérdidas. Quizás es hora de desconectar para volver a pensar. Interné nos vuelve superficiales, nos atonta y nos controla. Antonio solía decirme en broma, pues era un gran amante de los libros y poseía una formidable biblioteca, que lamentaba profundamente el invento de la imprenta, pues le había obligado a leer un gran número de libros perfectamente prescindibles. Ahora, sin embargo, no se trata de eso: el peligro que nos amenaza es perder la profundidad de la existencia, aquello que nos hace auténticamente humanos. Arremetamos, pues, contra la invasión no de las siglas, ¡ay, Dámaso!, sino de la tecnología. Viendo a los jóvenes, sentados sin mirarse mientras teclean mensajes en sus móviles, me siento de una raza en extinción. Muñoz Molina dijo que las lágrimas jamás empañarán la pantalla de un ordenador…

            No soy enemigo de la técnica, porque sería como ser enemigo de la filosofía, de la religión o del derecho: los conceptos son sólo eso y uno no puede emprenderla a golpes con todas las palabras que los sesudos alemanes escriben con mayúscula (el bueno de Savater, que me merece cada vez más respeto, se deslizó durante un tiempo por la pendiente de los sustantivos mayúsculos provocando un jocoso comentario de Carlos Díaz, de quien hace tiempo no sabemos nada); pero sí me parece que ha llegado la hora de oponerse a que las innovaciones tecnológicas invadan nuestras existencias (y nuestros cuerpos, como mostró en su momento un tipo al que sería bueno prestarle más atención, Paul Virilio) sin pasar por ningún filtro crítico salvo el de la rentabilidad y el del control de la población. Interné se ha convertido en un gran policía (véanse las condiciones de privacidad de Google, por ejemplo); pero no es lo peor, porque uno puede correr delante de la policía y puedes ofrecerle resistencia, aunque peguen duro (la policía, como el detergente, siempre pega más duro y se justifica lamentablemente con el monopolio de la violencia por el Estado, con su e mayúscula intimidatoria). No, lo peor es que cortocircuiten tu capacidad de pensar anulando de raíz cualquier oposición: es exactamente eso lo que está haciendo interné con las jóvenes generaciones. Al igual que nosotros, nacidos antes de los ochenta, debimos luchar para liberarnos de los estereotipos que grabó en nuestras mentes la industria gringa del cine (los pobres indios eran malos; los mexicanos, perversos… y el Imperio, Washington convertido en un nuevo Zeus, la salvación), las jóvenes generaciones tendrán que luchar por desconectar si no quieren acabar sufriendo una lobotomía. Sí, claro, exagero; pero, como en ecología, prefiero dar antes mi asentimiento a Greenpeace que a los estados; prefiero sospechar de tantas cosas supuestamente gratis ofrecidas por un sistema que sólo vive de la obtención de beneficios.

            Y una coda sobre los ivúes. La excusa del espacio (hasta Manuel Rodríguez Rivero la usó) es eso: una excusa. Leo en El País:

                   Las tabletas y lectores no son solo soportes, y los libros no son solo contenido. Los dispositivos son una ventana a un ecosistema de contenidos, como lo define Koro Castellanos, de Kindle España [este enlace remitía a una página de publicidad]. Los libros son objetos conectados que se abren otros libros y otros lectores. La experiencia está determinada tanto por lo que aporta el autor como por las posibilidades que aporta la plataforma (subrayados míos).
        (http://tecnologia.elpais.com/tecnologia/2013/10/25/actualidad/1382718498_258312.html)

            Lo dicho: el ivú quiere acabar con los libros y la industria editorial sonríe complaciente, porque hace negocio. Todo es progreso, satisfacción y, arremetamos, completa estupidez. Los usuarios de ivúes (me niego a llamarlos lectores) contribuyen a este asesinato premeditado. Juro odio eterno a las empresas vendedoras de semejantes aparatejos. Los autores no cobrarán más, pero el negocio será pingüe y los usuarios estarán entontecidos. Acabarán con las librerías, con los lectores y, peor porque borrarán todo horizonte de esperanza, con los libros. Por lo tanto, amigos, ¡resistid! Soltad carcajadas de desprecio cuando alguien os hable de los ivúes. Y apagad el ordenador, dejad de leer esto (oh, paradoja) y abrid un libro para perderos en sus bosques: será la única forma que tendréis de encontraros.


            Shalom.