lunes, 22 de octubre de 2012

Patrick Modiano y Pascal Quignard


DOS FRANCESES
Dos mundos: espacio y tiempo


Salgo del puerto de una complicada sinusitis con temor y temblor, porque los dolores de cabeza han sido tumbativos [1], insoportables los de los ojos,  y sus tambores de guerra resuenan aún en éstos y en aquella. No sabía si escribir ya, porque siempre que me he puesto enfermo leyendo algún libro, he acabado por cogerle manía; la primera vez me sucedió con la obra de Ramón J. Sender, En la vida de Ignacio Morell, que fue Premio Planeta, y de la que sólo alcanzo a recordar una escena de marionetas. Los ecos desaconsejan aventurarse hacia las tierras de escritura, porque no sólo se hará un poco a regañadientes, sino, sobre todo, mal y con poco provecho propio, pues los días de nublos empañan la necesaria capacidad crítica. Sin embargo, aunque estoy en puerto, hay una diferencia fundamental: me encuentro frente a la mar, estoy en la bocana con la proa a punto de salir del puerto. Las otras veces fue al revés, así que el riesgo, supongo, es menor.



He hablado de estos dos autores en otro momento, y de los dos lo hice desde la admiración. Hace poco he leído los libros de los que hoy quiero hablar: Patrick Modiano, Barrio perdido, Barcelona, Cabaret Voltaire, 2012 (traducción fantástica de Adoración Elvira Rodríguez); Pascal Quignard, Las solidaridades misteriosas, Barcelona, Galaxia de Gutenberg-Círculo de Lectores, 2012 (traducción de Ignacio Vidal-Folch). Del primero tengo pendiente la lectura de Flores de ruina y Perro de primavera, que se han editado en un solo volumen, pero ya me he referido a la mala suerte, que me ha enviado una sinusitis y, claro, no quiero arriesgarme a tomar manía a un autor que se cuenta entre mis predilectos.






Barrio perdido expresa los temas, modelos y modos de escritura de Modiano; es una anticipación de lo que vendrá después, pues la obra francesa se editó en 1984, pero también una reiteración, porque para entonces Modiano ya había publicado Villa triste, Los bulevares periféricos… En todos los casos nos encontramos, me parece, con personajes que se han quedado al margen de la historia y que, si han entrado otra vez en ella, ha sido al precio de cambiar su identidad como en el caso de Ambrose Guise, protagonista de Barrio perdido si es que acaso nos es permitido hablar de un protagonista al margen de París, pues Modiano hace de la Ciudad de la Luz el centro y eje de la novela de modo que podemos usar la obra casi como un libro guía. Quien conozca bien París no tendrá dificultad en reconocer la mayoría de los lugares e incluso podrá verse paseando por ellos: por la Place de l’Alma, el Palais de Tokyo, la Av. Rodin, el Carrusel… Pero este mapa no es pura geografía, sino más bien temporalidad, pues el París que recorre Guise es el fantasmal recuerdo de Dekker: se busca en la geografía lo que fue, la juventud perdida, si se prefiere decir así; la identidad a la que se renunció por un turbión nunca aclarado que hiere la memoria feble incapaz de poner orden en lo que fue. Podría decirse que ahora vemos lo que fue como a través de un cristal empañado y tal vez por fidelidad a eso el autor se niega a reconstruir al milímetro el ayer. Ahí están los nombres, las sombras que sobreviven malviviendo en un tiempo que no les pertenece. ¿Quién es en realidad Guisa? ¿Acaso es Dekker? La identidad perdida, ese dar vueltas característico de Modiano, enjaulado en una nostalgia creativa, aparece en cada rincón de la novela, porque no sólo es el protagonista, sino todos los que le acompañan desde el pasado, pues el presente—que tantas veces hacemos el momento decisivo—se desdibuja con la precisión de un rostro en el vaho de un cristal a través del cual podemos contemplar el desconsuelo de lo que fuimos, pues, escribe Modiano, si bien es cierto que la felicidad estuvo en la punta de los dedos, en aquella esquina en la que esperamos a nuestra amada, también es verdad que desapareció en la corriente del tiempo, gran escultor que todo lo borra para volver a tallar lo efímero. Barrio perdido es, sin duda, más de lo mismo; pero es Modiano y merece la pena adentrarse en sus doscientas páginas [2] no sólo porque la novela se lee con placer y de un tirón, sino porque la extrañeza con que el francés se sitúa ante el tiempo esconde una pregunta para cada uno de nosotros.






Debo decir que la segunda novela, Las solidaridades misteriosas, me ha parecido magistral salvo, es evidente, por la portada de la edición española que era todo menos una invitación a leerla. Una vez concluida la novela este pensamiento se afianzó. Debo decir también, si se me permite, que la traducción es correcta, pero que se han colado algunas incongruencias [3]. Si Barrio perdido nos sitúa en el ámbito del tiempo, Las solidaridades misteriosas lo hace en el del espacio, pues Quignard—en una línea que recuerda sin duda a Michon, a Duras y a otros autores franceses—nos hace ver que el espacio es también un gran escultor y que, pese a las apariencias, es capaz de esculpir el tiempo e incluso de suspenderlo. Los protagonistas, por decirlo así, se hacen en el espacio en que habitan: Claire, la traductora, es una con el paisaje salvaje de las costas normadas hasta tal punto de fundirse poéticamente con él, pues de manera magistral Quignard nos ofrece descripciones del paisaje que en realidad lo son de los personajes. Con un aliento poético maravilloso—la primera descripción de Claire, por ejemplo—y una escritura tallada con una frialdad no carente de espíritu, el autor nos lleva a ninguna parte, porque el tiempo es algo que ha sido suspendido. Cierto que aparece el mundo como tiempo en la crisis económica, en los personajes que llegan de París o acaban en el hospital, pero ese tiempo es sólo el escenario donde trascurre el espacio, si se me permite hablar así. El título refleja a la perfección esto: las personas estamos hechas de espacio, allí donde habitan nuestros recuerdos, pues éste es lo permanente. Claire es capaz de regresar a su infancia—a su amor imposible, al piano, a su hermano—merced al espacio que la constituye. La novela contiene—no como reflexión teórica, sino habitando el espacio que construye—una profunda reflexión teológica, yo diría que de honda raíz cristiana. Quizás sea una teología nostálgica. No me refiero sólo a la relación de Paul, el hermano de Claire, con Jean, sacerdote—una relación abordada con exquisita delicadeza y comprensión merecedora de mi sincera admiración—, sino sobre todo a esa búsqueda de una lugar sagrado, el espacio donde pueda irrumpir el sentido; a veces asoma en la capilla abandonada, a veces en la soledad de la landa o en el color de la mar, presente y esquiva. Así, el modo de Quignard de situarse ante el espacio esconde también una pregunta para cada uno de nosotros.



Reconozco que la novela de Quignard, cuya estructura descoyuntada la hace aún más interesante, me atrapó con mayor intensidad y emoción que la de Modiano. Tal vez es mi mundo. Sin embargo, cualquiera que se acerque a una de estas novelas, mejor a las dos, no sólo sentirá la emoción física de la lectura, sino que aprenderá, pues tiempo y espacio no son sino las preguntas en las que habitamos.

J'ai fait un lapsus en disant « ce soir, je vais voir Patrick Modiano » au lieu de Pascal Quignard... Existe-t-il un pont entre Modiano et Quignard ?



Peut-être que moi et Modiano avons en commun l'art de la paix ou l'ombre d'une guerre avec cette ville du Havre détruite par la Seconde Guerre mondiale puis reconstruite.



Como esto no ha salido bien, no olviden culpar a mi sinusitis; pero ella ¿es yo?

Shalom.

[1] Palabra (no es ningún palabro) construida sobre el modelo de turbativo. Me parece magnífica y se la escuché por primera vez hace muchos años al padre Antonio García del Moral.

[2] Alguien algún día tendrá a bien explicarme el precio de los libros. Cierto que el papel que se ha usado para Barrio perdido es bueno, pero eso no basta para entender el precio del libro. El mismo librero tuvo a bien vendérmelo me hizo notar el asunto, porque él tampoco comprendía. En fin, la soledad acompañada es menos soledad.

[3] Como esa mesita de hierro tratada como un objeto volante no identificado pues se encuentra posada. Quizás el original francés use el verbo poser, pero ¿no hubiese sido menos chocante traducir sencillamente por “situada”?

jueves, 18 de octubre de 2012

Antony Flew (y Richard Swinburne)


¿QUÉ HARÍA UN ANALFABETO CON UNA BIBLIOTECA?




En el comienzo de mi acercamiento a la Teología está, no tengo dudas al respecto, la exégesis bíblica y, especialmente, la del Tanak (Antiguo Testamento) porque la Historia Antigua de Israel comenzó a apasionarme a los dieciséis años (entonces, no vayan ustedes a creer, no era una edad muy temprana). Ha hablado en otras ocasiones del padre Roland de Vaux, Martin Noth, Bright, Albright y, como suele decirse, toda la pesca. La reconstrucción arqueológica del pasado me sigue pareciendo arrebatadora; por ejemplo, las disputas en torno a la (imposible) anfictionía israelita son un modelo de capacidad crítica, aunque ahora los nuevos historiadores (pienso en el italiano Liverani, pero también el exégeta Ska) hayan echado por tierra muchas de las construcciones que se hicieron en los años cincuenta y sesenta. Junto a la exégesis se fue abriendo camino, no de manera insospechada, la filosofía, porque ya en COU me sedujo no sólo el profesor de la asignatura, que me hizo pasar ratos inolvidables, sino aquel austríaco tan personalísimo al que conocemos por Ludwig Wittgenstein. Lo primero que leí de él fue una selección que se había publicado en Alianza; el libro, aún lo tengo por ahí, mostrada el rostro permanentemente espantado y maravillado de Wittgenstein, que miraba hacia ninguna parte con los brazos caídos. ¿Quién no ha oído el famoso dictum “"Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen” (“de lo que no se puede hablar, debe callarse”)? Un tiempo después leí en Adorno que no había escuchado sentencia más antifilosófica, pues precisamente la filosofía tiene como misión llevar al lenguaje lo indecible. Más tarde llegaría la alegre compañía, me refiero al amigo Hegel cuya lectura me dio tantas satisfacciones precisamente por el esfuerzo que me supuso (aquel viejo El concepto de Religión editado por FCE). Por una parte, yo estaba familiarizado con el mundo bíblico en el que me sentía como en mi casa; por otra, la filosofía (y la teología fundamental, claro está, aunque de esto no fui consciente hasta más tarde. El hecho es que siempre me he considerado teólogo) tiraban de mí hacia este mundo y el ateísmo no me parecía tanto un reto cuanto una cuestión que merecía la pena ser pensada porque podía purificar los conceptos de Dios (para hacernos llegar a Dios), porque era una posibilidad real y por la dignidad de aquellos que lo pensaron. Siempre defendía la necesidad de una lectura teológica del ateísmo. Confieso que L. Feruebach nunca me impresionó, porque su argumentación me parecía—lo diré con palabras del divertido polaco Kolakowski—aventurera. Nunca he acabado de comprender el peso de la acusación de antropomorfismo, pues evidente (Pero Grullo nos los enseñó) que los hombres piensan al modo humano y, consecuentemente, proyectan su subjetividad en todo lo real no pudiendo ser esa proyección un argumento en contra de la existencia de lo real, sino una invitación a la precaución en nuestro acercamiento a la realidad. Confieso que La esencia del cristianismo  me parece un maravilloso ejemplo de quehacer teológico. La crítica de Marx me parecía, a mis dieciocho años, verdadera si se la contextualizaba históricamente, pero en ella no veía yo (y nadie con sentido común lo hará) una crítica a la idea de Dios, sino a la religión en cuanto organización institucionalizada. Para colmo, las prognosis de Marx resultaron equivocadas (pues, entre otras cosas, el proceso de secularización no parece compatible con la necesidad de mantener la religión como forma de alienación). Nietzsche siempre estuvo ahí, desde mi primera lectura de El Anticristo del que memoricé párrafos enteros; admito sin rubor que no me parece digno de pensar hoy un concepto de Dios que no haya atravesado el fértil desierto nietzscheano; al fin y al cabo siempre he creído que Nietzsche fue cristiano de otro modo y que será emocionante hablar con él. Freud me hizo reír muchas veces, aunque reconozco la profundidad de muchos de sus análisis (pero la tesis del origen de la religión por el sentimiento de culpa provocado por el asesinato primordial del padre de la primera horda humana es tan graciosa como incoherente). A Sartre nunca lo tragué, y no sólo por su comportamiento con Camus, que me mordió con fuerza y me condujo directamente a los brazos de Dostoiesky, quien después de leer a Hegel en Siberia rompió a llorar e imaginó a Aliocha. Sin embargo, por el camino se me había cruzado el Círculo de Viena y el positivismo lógico; respiré con Popper, y de esta manera llegué a lo que sí supone un interesante reto (pues así estaba planteado): el desafío lanzado por el sagaz A. Flew en su reutilización de la parábola de Widsom (que, para hacer más entretenidas las cosas, era psicoanalista). Ese camino me llevó a Hare, Plantinga, Hick, Mitchell, Allen, McPherson, Swinburne y otros muchos cuyos nombres se han ido borrando de mi memoria con el tiempo. Entendía yo que al desafío de Flew había que plantarle cara en su propio terreno; en pocas palabras, se busca de acuerdo con lo que se quiere encontrar por lo que la argumentación me parecía (y aún creo que lo es) circular: presuponía precisamente lo que pretendía demostrar. Me sentía sin duda más cerca de Wittgenstein (tan pascaliano) que a Plantinga y sus turps de sufrimiento. El Dios de muchos teístas me parecía, precisamente, Dios y no Dios. Y como siempre he recordado el memorando de Pascal sobre el Dios de Abraham, me parecía que el ateísmo podía servir—y sirve de hecho—para estar más humildes ante nuestro Dios (y esto, conste, sin que nunca haya abjurado de la razón, sino precisamente porque la respeto enormemente. Lo que algunos llaman el sacrificum intellectus me parece directamente abominable y blasfemo. Y si con las palabras se quiere decir otra cosa, ¡por favor!, cambiad las palabras). Aún recuerdo a mi profesor de Metafísica I argumentando contra Pascal de modo tan convincente como ineficaz. Con los años estas inquietudes, o entretenimientos si se prefiere, se fueron desdibujando y mi atención intelectual (aunque parezca dudoso el hecho de que alguien como yo pueda tener tal cosa) pasó a un problema que no me ha abandonado nunca: la irrelevancia actual de la idea de Dios. He dedicado muchas horas de mi vida a pensar este problema en muchas de sus vertientes. Y aún las dedico. Adorno y Horkheimer me enseñaron una senda que tal vez, sin que yo fuera consciente, apuntó Heidegger; éste me condujo a los franceses, especialmente a Levinas (cuyas Lecturas talmúdicas me siguen pareciendo imprescindibles), a los hermeneutas y a otra mucha gente entre la que debo señalar especialmente a M. Henry. De vez en cuando me llegaban los ecos de la antigua polémica suscitada por Flew y caían en mis manos algunos libros, que leía pero ya sin la pasión de mis primeros años. Ciertamente, muy pronto fui consciente de que en nuestra sociedad no tiene cabida la fe, que vive en las grietas, pero tampoco el ateísmo sensato. Es la sociedad del fácil agnosticismo (tan feble como la defensa que hizo de él en un librito que no pasará a la historia el Viejo Profesor, la Víbora con gafas, como lo bautizó Alfonso Guerra). Por eso llamó mi atención el surgimiento de lo que se ha dado en llamar nuevo ateísmo: ¿era posible en la situación de principios del milenio un debate? Leí el libro de Dawkins (se han vendido millones de ejemplares), pero no encontré ningún argumento relevante, sino la consabida denuncia de los males de la religión. Lo diré con palabras duras: tuve la impresión de que era un insulto a la inteligencia. Nadie negará que la religión, como toda realidad tocada por los seres humanos, sea ambigua; pero el problema, me temo, no está ahí. El fundamentalismo cristiano (me horroriza esta expresión) es nefasto y nefando: quien niegue la evolución. niega un hecho y es, perdón por la dureza, estúpido, aunque ya sabía san Agustín que el número de los estúpidos era incontable; también lo es el fundamentalismo de los que se niegan a discutir (y que tienen, de hecho, unos conocimientos muy limitados de filosofía y teología). El famoso libro de Hitchens es una brillante exposición de los prejuicios del autor; si uno quisiera rechazar el ateísmo invocando a Stalin, yo desde luego no me lo tomaría en serio. Por eso no me puedo tomar en serio ese best seller (para colmo, el autor es un periodista y ya sabemos qué se puede esperar de éstos).

Y he aquí que suceden novedades. Hace poco tiempo llegó a mis manos la obra de Richard Swinburne, ¿Hay un Dios?, Salamanca, Sígueme, 2012. Le leí con atención; me pareció interesante y una demostración de cómo reformular viejos argumentos (en realidad, Swinburne insiste una y otra vez en el carácter teleológico de lo real y eso, no cabe duda, es interesante). Me quedaron reservas, pues no comparto su identificación entre el dios de las tres grandes religiones monoteístas. No creo que Dios sea Dios, dicho sea con todo respeto. Sin duda, las fes judía y cristiana se dan la mano en el acercamiento a Dios, pero considero que la fe musulmana es otra cosa. Mi respecto por Dostoiesky, pero también por Camus, Nietzsche y otros me impulsan a pensar que en buena medida el Dios del teísta Swinburne no es Dios (él me rebatiría, sin duda, con una reducción al absurdo, pero el argumento resultaría ineficaz porque ahí no me muevo en el plano de la lógica vacía). Y ayer llegó a mis manos un libro que nunca imaginé ver: Antony Flew, Dios existe, Madrid, Trotta, 2012. Ya sabía que el filósofo londinense había cambiado de opinión. Aún recuerdo el revuelo que se formó y algunos comentarios despectivos. Sin embargo, que el ateo más reconocido del siglo XX cambiase de opinión dice mucho de su integridad intelectual y, a la vez, denuncia la estupidez y el resentimiento, ¡ay, amigo Nietzsche!,  de los que buscaron en su cambio de opinión razones espurias. Sin duda, lo mejor de Dios existe es la primera parte: en ella Flew narra de manera amena su negación de lo divino. Los argumentos que ofrece en la segunda parte merecen, por lo menos, ser sopesados; pero me asaltan las mismas dudas que con la obra de Swinburne. Pero debe subrayarse que ambos se han tomado el trabajo de pensar, que no falsean los datos ni citan a los científicos falsificándolos (como hizo Dawkins, y que conste contra él). Flew ha procedido con una admirable honestidad intelectual, porque no ha renunciado a la razón (a la que nunca se debe renunciar). Sólo por eso merece la pena leer Dios existe; pero además quien venga de donde yo, pasará un rato formidable, y lleno de recuerdos, con la agilidad mental de uno que—ésa es mi esperanza—ya estaré en plena discusión con Hume y su negativa a admitir el principio de causalidad.

Shalom.

[Por cierto, el título recoge una nueva parábola de Flew quien, dicho sea de paso, es bastante bueno en eso de las parábolas filosóficas: da que pensar]



viernes, 12 de octubre de 2012

Jonathan Safran Foer, 2


AULLIDO EN LA MEMORIA
Comer animales, dos
En memoria de Viejo.



            El libro de Safran impresiona a quien no haya visto o leído nada sobre el trato que damos a los animales con los que nos alimentamos. Sólo por el impacto que causa es ya recomendable su lectura. Desde hace muchos años conocía yo las miserables condiciones en que se crían las gallinas ponedoras y los pollos que vemos en los supermercados. En tiempos había una expresión sobre el aspecto de estos animales: “Tienes más mala cara que un pollo de Simago”. De color blanquecino, cuando no gris, pensábamos en su mal aspecto, pero nunca en los sufrimientos que había padecido el animal hasta llegar a la línea del supermercado. En la Red se pueden ver sobre el asunto muchos vídeos de la misma manera que es posible hallar vídeos sobre el maltrato a los animales en las granjas; curiosamente, en muchos se solicita la confirmación de la mayoría de edad para el visionado, pues contienen impías escenas de violencia. Quizás todo esto también lo sabía; pero, como dije en la entrada anterior, ha sido sólo con ocasión del libro Comer animales cuando me he detenido a pensarlo un poco. Ciertamente, las granjas europeas no son las gringas, pues allí la agricultura y la ganadería han sufrido un proceso de industrialización imparable en el que priman exclusivamente los beneficios. En Europa y en otras regiones del mundo la situación parece que podría ser diferente, ya que en ellas priman sólo los beneficios. Como entiende cualquiera, la diferencia es muy notable. Por la información que he recabado hasta el presente, parece verdad que en Europa la legislación es menos permisiva que en el País Sigla. Sin embargo, el Viejo Continente (tan extraño que ni siquiera es realmente un continente) es una isla en nuestro mundo. No deseo pensar hoy cómo serán las granjas en China o en otros países de crecimiento acelerado. Se me dirá que todo el mundo tiene derecho a comer. Estoy dispuesto a defender esta verdad, pues desde muy joven he estado convencido de que la injusticia impera en el reparto mundial de alimentos (no me hizo falta descubrir el año de COU el problema de los monocultivos en África, aunque ayudó). Sin embargo, eso no significa que tengamos derecho a consumir animales. Puedo decir que más bien que inclino al lado exactamente opuesto: no tenemos derecho y estoy dispuesto a defenderlo con argumentos incluso teológicos (que son los de mayor peso, conste).

Debo al libro plantearme por primera vez con seriedad la posibilidad de hacerme vegetariano (ciertamente, de muy joven la lectura de Todos los hombres son hermanos, de Gandhi, me llevó a pensar en la posibilidad, pero había otras urgencias). Sin duda, jamás hubiese comido a ninguno de mis animales. Aquí llega, empero, la voz del que busca la excepción: “¿Ni en caso de extrema necesidad?” Bastará que recuerde que en quinto de bachillerato leí Viven y admiré el coraje de los supervivientes del accidente de Los Andes. Sin embargo, a diferencia de mi admirado Gandhi, inveterado vegetariano y defensor de todas las criaturas, no creo que hombres y animales seamos iguales: siempre elegiré salvar a una persona antes que a un animal, pero preferiría no verme nunca en esa tesitura. De todos modos esta diferencia, pienso, no nos autoriza a sacrificar animales ni a poner toda la naturaleza en función de nuestras supuestas necesidades alimenticias. Y todo esto sin entrar, porque sería excesivamente largo y triste, en las consecuencias ecológicas (¡para nosotros también!) del actual sistema productivo agropecuario.

En toda discusión hay grados y confieso sin pudor que cualquier fanatismo me pone enfermo, incluso el de aquellos que pretenden instaurar una racionalidad absoluta. Es una evidencia, por lo menos, que no necesitamos consumir tanta carne, huevos y leche; por lo tanto, parece un grave error la estrategia del capitalismo de reconvertir el sistema agropecuario en su totalidad en un sistema para la obtención masiva de beneficios económicos. Como siempre, el capitalismo causa los problemas y no forma parte de la solución. Ésta sea tal vez la objeción más objetiva que se le puede hacer al libro de J. Safran: parece no entender que un cambio radical en la dieta implica no sólo muchos factores sociales, sino un cambio de paradigma económico. Sin embargo, como nunca he pensado que el capitalismo fuese bueno (y, sí, amigos, uso un término moral para criticar a un sistema económico, pues no soy de aquellos que creen que las leyes económicas se asemejan a las layes de la naturaleza). Hay sábados en los que, poniendo un poco de orden en la casa, escucho en la radio programas dedicados a la agricultura y a la ganadería, y no deja de sorprenderme, incluso de provocarme espanto, la noticia de que el trigo, la cebada, la soja, pero también el simpático cerdo, la amable vaca, la inocente ternera… cotizan en bolsa de manera que el precio de los productos agropecuarios está en función de eso que se da en llamar leyes de mercado (y habría que clarificar qué se entiende ahí por ley) y no de las necesidades de alimentación de la población. Se abalanzan sobre mi débil memoria unos versillos de una canción de Godspell:

Han racionado el agua,
han secuestrado el Sol.
Los ricos tienen todo,
menos nuestro dolor.
Lo dice el Cielo,
lo dice el mar:
tanta injusticia ha de acabar.
¡Cese el dolor!
¡Venga la paz!
Salva a tu pueblo.

Y es evidente para quien tenga sensibilidad humana: el trato que damos a los animales es una flagrante injusticia. Y prefiero alinearme con los ingenuos que coleccionan estampitas de san Francisco o de san Antonio cuidando animales que con quienes se sitúan enfrente. ¡Bendita ingenuidad que pretende eliminar el dolor de nuestro mundo!

No es justo tratar a los animales como una inversión. Las granjas tradicionales, tal como Safran las refleja en su libro, daban a los animales un trato diferente de las granjas industriales; pero ha sucedido que, primero en el País Sigla y después en todos sus imitadores, las granjas tradicionales han ido desapareciendo al no poder competir con las industrias que, incluso con un margen menor de beneficios, obtienen mayores ganancias a la aplicación de  criterios de beneficio puro y duro. Si el futuro es el capitalismo, entonces todo ser vivo (incluyendo esa curiosa especie que adjetivamos como humana) será puesto en función de las necesidades del beneficio de las minorías que controlan el poder económico (es lo que ellos llaman “mercado” escudándose de manera permanente en el anonimato del “se”. Curioso que aquí coincidan Horkheimer, Adorno y el poeta frustrado, Heidegger). El condicional, por fortuna, no es necesariamente cierto; mas eso implica que no podemos quedarnos con los brazos cruzados y que, como en el caso del agua, nosotros debemos estar dispuestos por pagar más por nuestra alimentación, pues el mundo, tal como lo hemos está, es injusto. Sin embargo, la estrategia de los defensores del capitalismo es anular la posibilidad de un juicio moral no sólo sobre las consecuencias de ésta, sino sobre el sistema mismo. El fin de la historia llegó también para los defensores tradicionales del progreso, pero, gracias a Dios, no por eso se ha acabado la historia.

Reconozco que las dificultades que plantea la reconversión de la dieta son inmensas, aunque podríamos probar a sabotear a KFC, empresa que, para más inri ocupó el la Heroica Ciudad el lugar del café Los Tres Reyes Magos. Posiblemente, un buen capitalista (pongamos por caso, el amo del Santander o el presidente del País Sigla: es preciso ponerle rostro al mercado) hubiese sacado más rendimiento al oro, incienso y mirra que los tres magos depositaron ante la fragilidad infinita en Belén. Mejor no pensar lo que hubiesen hecho con los animales… pues frente a la demagogia del mercado (¿qué es la publicidad?) sólo nos cabe a veces invocar otra retórica, más humana, que toque nuestros sentimientos: los hombres de Lascaux o de Altamira no hubiesen querido alimentarse en nuestras mesas. Podemos ir, por lo tanto, dando pequeños pasos en la dirección correcta, que es la del respeto a los animales: asegurarnos de la procedencia de nuestra leche, de los huevos, por ejemplo, o renunciar a los pescados cuya captura provoca la muerte de otros millones de seres vivos; solicitar en los restaurantes (en los cuales resultaría de lo contrario prácticamente imposible comer [1]) no sólo la procedencia de los productos, sino menús vegetarianos.

El libro de Safran provoca a veces una cierta perplejidad no por el tono de fondo, sino por ciertas argumentaciones. Dice que la naturaleza no es cruel; pero eso parece suponer que el ser humano es algo más que naturaleza (y yo estaría básicamente de acuerdo pese a las discrepancias terminológicas). De manera semejante, conjura el mal como algo subjetivo (en función de la conciencia, que vendría, en una paradoja, a ser el origen último del mal), sin darse cuenta de que así se desarma la permanente resistencia contra el mal… Podrían ser dichas más cosas, pero esto no cambiaría el fondo. Ha llegado el tiempo—el Mesías ya ha venido—en que debemos conseguir que el oso y la vaca pazcan juntos porque nos alimentaremos de toda semilla y toda fruta que los árboles produzcan sobre la faz de la Tierra.

Shalom.

[1] En la tierra de los germanos, por cierto, han negado desde una sabiduría coquinaria que deberíamos seguir, el nombre de “restaurante” a todas esas cadenas de alimentación rápida (aún recuerdo cómo me echaron en Dublín hacen muchos años después de haberme obligado a tomar asiento con unos desconocidos) de origen gringo. Puedo decir, de paso, que desde luego las patatas no están hechas con aceita de oliva, y puede probarse a comprar una hamburguesa y dejarla unas horas: adquiere una espeluznante apariencia plástica.

domingo, 7 de octubre de 2012

Jonathan Safran Foer


AULLIDO EN LA MEMORIA
Comer animales, uno
En memoria de Viejo.



            Hace muchos años, cuando el mundo aún no había sido pronunciado, tuve yo o, mejor, tuvimos en la pandilla de la calle Sebastián Elcano, cerca de los sembrados de trigo, un gato pequeño, peludo y tan negro como una noche sin Luna. Fue bautizado solemnemente como Benito, tal vez en honor de Benito Bodoque, el maravilloso gato pequeño de voz trémula acompañante de Don Gato. Es posible que nos lo encontrásemos abandonado, pues no éramos niños dados a robar las crías a sus legítimas madres. Fuimos al supermercado Spar de la esquina, muy cerca de casa de mis padres y recién inaugurado, para comprar leche; alguno había conseguido un biberón y, sin que nos importase nuestra inexperiencia como madres, alimentamos a Benito, que acabó muriendo,  supongo que de un empacho. Hubo quien propuso hacerle la autopsia. Si le fue hecha, cosa harto dudosa, puedo jurar que no estuve presente pues me horripilaba la idea de ver destripado al lindo gatito. Andaba yo por los siete años y me encariñé con Benito a falta de un perro en mi casa. En efecto, mis padres, mi madre para ser exactos, no queríande ninguna manera que un perro, fuese de la raza que fuese, se instalase en nuestro piso. Por aquella época el Primer Oficial del Aline (o tal vez fuese el Primer Maquinista, no tengo memoria clara de la persona) regaló al final del verano a mi padre, capitán del barco, un pastor alemán ya crecido; desde luego, no era ningún adorable cachorro, sino un fogoso adolescente. El oficial había aprovechado nuestra acostumbrada estancia estival en el barco, una especie de tortura deliciosa, y el regalo era una especie de premio. Tal como el can—cuyo nombre no recuerdo porque no llegamos a ponérselo— llegó a casa, salió de ella camino de una finca. Otra desilusión. Fue entonces cuando adopté a un callejero, uno de aquellos pobres perros que deambulaba por el barrio sin dueño. Se llamaba Viejo y sé que no fui quien le puso el nombre. Los callejeros tenían varías dueños, pero en realidad no eran de nadie: nacían sin amo y morían libres. Nos preocupábamos de darles agua y comida, robada con esmero de las cocinas de nuestras casas, de forma que el animal acababa ligado a nosotros. Viejo no pertenecía a ninguna raza conocida, pero era hermoso; de la altura de un pastor alemán bajo, su pelo era negro, aunque recuerdo perfectamente su hocico marrón. Disfrutaba de la compañía de Viejo después de salir de Colegio y merendar: a las seis y media de la tarde bajaba a jugar (aún no había adquirido la costumbre nefasta del estudio) y lo buscaba. Desapareció después de la Semana Santa, cuando andaban montando la Feria. Alguien me explicó algún tiempo más tarde que los circos—siempre he detestado ese espectáculo y no creo que haya nada en el mundo capaz de reconciliarme con él—cazaban a los callejeros para que sirvieran de alimento a las fieras enjauladas y tristes. Supe que nunca más vería a Viejo cuando, al pasar cerca de uno de los circos, vi un cartel con la cabeza imponente de un león. Es un aullido permanente en mi memoria.

            Un domingo nuestros vecinos me invitaron a ir al campo. Es verdad que de adulto nunca he entendido esa necesidad de ir al campo y con frecuencia respondo a semejantes invitaciones afirmando que yo no pasto; mas con nueve años uno aprovecha cualquier oportunidad para escaparse de casa. Con los años uno deja de aprovechar cualquier oportunidad para hacerlo a la más mínima oportunidad, que si bien no es muy diferente, parece más racional. Mi vecino poseía una escopeta de aire comprimido casi idéntica a la que había en mi casa; nosotros la usábamos con una diana en las habitaciones y en el pasillo si conseguíamos burlar la vigilancia de la muchacha, pero mi vecino prefería salir al campo con su carabina. Me hicieron disparar a un pájaro y después de hacerlo hubo un momento en que estuve convencido de haber acertado. De hecho, el verano anterior en Montpellier gané un premio porque mostré mi puntería con tres globos: “Bon pour le petit!”, exclamó un señor a mis espaldas y yo, claro, era mejor pistolero que Jim West. En el campo durante unos espantosos momentos creí haber acertado: el hecho de matar a un pobre pájaro me horrorizó. Corrí hacia el lugar y, gracias  Dios, había fallado. Nunca más volví a apuntar contra un animal. Nunca.

            Durante algunos años viví sin otra compañía animal que mis hermanos (y que me perdonen todos los bichos del Planeta por la injusticia de la comparación). En primero de bachillerato, con diez años, conseguí una tortuga de no sé dónde. Con esmero le preparé un terrario (aunque yo no conocía la palabra) con una caja de metal de Cola-cao: piedras, una diminuta playa de ladrillo rojo, agua y una maceta. Mi madre ordenó que la tortuga se quedase fuera de la casa y acabó desapareciendo a las pocas semanas. En la Feria de muestras compré un precioso pollito amarillo, que mi madre entregó a los pocos días a Isidora, la mujer de Manuel, el portero de bloque. En Valencia unos parientes lejanos me regalaron, quizás porque mis hermanos tenían la suerte de regresar en avión y a mí por ser el pequeño se me condenaba al viaje en coche, un espléndido canario. Estaba maravillado con el pájaro (¡ojalá hubiese sabido entonces que era de la estirpe de los dinosaurios!) y viajé con la jaula encima de mis piernas hasta que nos detuvimos para comer en un restaurante. Lógicamente, mis padres vetaron la presencia de mi canario en el local. Lo dejé en el coche, a pleno Sol, inconsciente del destino que le preparaba. Salí del restaurante contento, porque había de reencontrarme con mi canario, pero yacía sobre el fondo de la jaula, asfixiado por el calor. Lo saqué del coche, le eché agua en un intento inútil de devolverle la vida. Lloré porque fue consciente de mi responsabilidad y el peso de la culpa cayó muerto sobre mi conciencia.

            Un par de años después, poco antes de las vacaciones de verano, tendría yo doce años aún, conseguí, no sé cómo, hacerme con un cachorro precioso de setter irlandés. Le puse de nombre Toby movido seguramente por el dibujante Escobar, que había bautizado así al perro que aparecía en Zipi y Zape. Desde luego, lo único que cabe colegir es que no era yo precisamente original con el nombre de los animales. Toby fue realmente mi perro, pues yo en apariencia yo era su único dueño (cosa diferente es, sin duda, que se pueda tener la propiedad de un animal, algo que ahora me parece un tanto inexplicable). Salía a pasear con Toby, que me ataba a la infancia; jugaba con él, dejaba que se subiera a mi cama, pero debía ocultarlo, pues mi madre no era partidaria de que el perro anduviese por las habitaciones. Le daba de comer queso y chocolate, que le encantaban. Dos días antes de partir para el campamento de verano en Mazagón organizado por el Colegio (un alivio para todas las madres), jugué con Toby en mi cama hasta que, accidentalmente, me mordió la nariz (no le fue difícil acertar dado el tamaño descomunal de mi apéndice). Me hizo una herida bastante profunda que yo traté de ocultar a mi madre temiendo lo peor: me enjuagué bien, apreté un algodón contra la nariz a la altura del peñón que tengo por hueso nasal, y me fui a la cama entre preocupado y compungido; pero, Mafalda lo sabe bien, las madres existen: la mía me pilló en el pasillo. Tras el interrogatorio de rigor sobre la causa de mi herida, que era evidentemente un golpe en mi habitación con uno de los pomos de las puertas, me dejó ir sin acabar de creer mi historia del resbalón, aunque era aceptable pues yo andaba siempre cayéndome y dándome golpes con todo. Toby se quedó a los pies de la cama mirándome. Hubiese jurado entonces que sonreía. Dos días más tarde fui de campamento. En las pruebas de tiro con carabina no di ni una sola vez en el blanco, algo que avergonzó a mi hermano mediano: ¿cómo tenía por hermano a un chico tan torpe? Los días pasaron y cuando subimos al autobús para regresar a la ciudad, yo sólo tenía en mente mi reencuentro con Toby, pues en dos semanas los perros cambian mucho. La operación aritmética era sencilla, mas entra en lo posible que me equivoque:

         - Un año en la vida de un perro (365)  equivale a siete años humanos (2555);
         - dos semanas en la vida de un perro (14)  equivale a x días humanos
         - x es igual a 98 días humanos.

            A mi regreso habían pasado noventa y ocho días en la vida de Toby, algo más de tres meses perrunos, ¿se acordaría todavía de mí? La herida de la nariz, cuyo rastro aún conservo, estaba fresca. Nerviosismo con la cara pegada a la ventana mientras los ojos dejan en el paso los pinos y las dunas. Llegamos al Colegio y, como era natural entonces, nadie fue a recogernos. De hecho, nadie de la familia iba nunca a ver mis partidos de baloncesto, pero era lo habitual y nos hubiese molestado mucho ver el rostro de alguno de nuestros padres entre el público inexistente. Sólo con los años se ha impuesto la costumbre gringa de privar a los niños de esa bendita soledad en la que no existe la autoridad paterna. Al entrar en el piso intuí la verdad: Toby no estaba. Mi madre me explicó que se le había escapado a la muchacha en la calle con tan mala fortuna que un automóvil había atropellado a mi perro. Rompí a llorar como el niño que era y, desesperado, me tumbé bocabajo en la cama: no quería saber nada de nadie, nada del mundo. Las madres son astutas y, tras dejar que mi llanto de calmase, golpeó con los nudillos la puerta de la habitación: como mi cumpleaños estaba muy cerca, tenía en la terraza del salón mi regalo. No era ningún animal, sino una bicicleta Orbea (“la que siempre se estropea; BH, la que sirve pa´ los baches”), que me sacó de mi tristeza con una rapidez desacostumbrada. En fin, a los doce años los estados de ánimo son como una gigantesca montaña rusa. Unos años después supe, cosas de la vida, que Toby estaba perfectamente vivo: había sido regalado a una persona que lo llevó al campo. Las estrategias maternas de manipulación no conocen límites y si bien es cierto que existe el cuarto mandamiento, no es menos verdad que debería tener una segunda parte que hablase de los perros.

            Ahora debería hablar de Ray, el caniche enano que mi madre compró tres años después. Ignoro las circunstancias últimas por las que madre adquirió el animal (y casi me duele llamar a Ray así). Llegó a casa una mañana de sábado y fue depositado en el suelo de la cocina; el pobre, asustado y apartado prematuramente del lado de su madre, fue a refugiarse debajo de uno de los muebles de la cocina. Resultaba imposible sacarlo y la contemplación de aquella bolita de pelo blanca, con una ligerísima mancha marrón en el lomo, arrinconada en una esquina me inundó de tristeza. Quise a Ray durante bastante tiempo, aunque él nunca me aceptó. Resultó ser un perro altamente astuto y manipulador, capaz de dividir a una familia para salirse con la suya. Verdad es que, a modo de experimento, a los pocos días de estar en casa lo metí en el congelador de la nevera. Ésta era un electroméstico enorme que ocupaba casi una pared entera de la cocina; el congelador estaba a la izquierda y tenía prácticamente el tamaño de un frigorífico (mi padre, ahora me ha golpeado el recuerdo, consideraba femenina esta palabra) normal. Ray estuvo en el congelador uno o dos minutos, pero aquel tiempo debió bastarle para odiarme el resto de su larga existencia. Yo me encargaba de él, pues mis hermanos se negaban a sacar de paseo a un caniche enano; mis amigos se reían de mí al verme en la calle. Lo llevé a vacunar y lo cuidé, aunque no era mío. Se alimentaba de muslo y contramuslo de pollo con patatas asadas y de un poco de leche (aunque yo nunca lo vi darle un lengüetazo a la taza de leche) con la peculiaridad de que sólo lo comía si se lo deshuesaba mi hermano mayor. El mediano no se rebajaba hasta ese extremo, pero yo me pasé varios años deshuesando, lo cual era una verdadera lata, en días alternos el muslo y el contramuslo de un pobre pollo para que Ray se limitara a acercarse al plato, olisquearlo y darse media vuelta con un gesto despectivo. También es cierto que a los dos o tres meses de estar en casa se me escapó en la calle; de nuevo lloré y esta vez mi madre se enfadó. El veterinario nos llamó una semana después, pues otro perro lo había encontrado cerca del Parque de los Príncipes enganchado por la correo en un tubo de una de las casetas de Feria. El dueño del perro recogió a Ray, lo cuidó y lo llevó al veterinario, que lo reconoció por la ficha que le había hecho unas semanas antes. Quizás por esta negligencia Ray me detestó el resto de su vida. Murió muchos años después, pero para entonces yo ya me había ido de casa de mis padres varias veces y su imagen era sólo una sombra.

            Éstos han sido los animales de mi vida; bueno, no todos, porque a mi hija le regalaron un par de tortugas de Florida muy pequeñas, Flor y Pondio, que disfrutaron durante más de quince años de una existencia aceptable, húmeda y cómoda, durante la cual crecieron desmesuradamente. Pero ¿sólo éstos? No: a lo largo de mi vida he comido cientos de animales cuyas vidas desconozco absolutamente. Han sido sacrificados para mí, me he alimentado de ellos y, sin embargo, nunca había pensado en ellos con detenimiento, nunca he sentido verdadero dolor por ellos y jamás les he mostrado auténtico agradecimiento. Ciertamente, yo conocía el relato sacerdotal de la creación (P) en el que se dice literalmente:

Mirad, os entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la faz la tierra; y todos los árboles frutales que engendran semilla os servirán de alimento; y a todas las fieras de la tierra, a todas las aves del cielo, a todos los reptiles de la tierra –a todo ser que respira–, la hierba verde les servirá de alimento. Y así fue. (Gén 1, 29s).

Siempre supe que en el Paraíso, ese mundo que sólo es futuro en la medida en que hacemos memoria, no habrá violencia ni muerte, que lo verdaderamente deseable es que ninguna criatura sufra (la comida kosher). Conozco la maravillosa visión de la paz mesiánica escrita por ese poeta asombroso que es Isaías:

Habitará el lobo con el cordero,
la pantera se tumbará con el cabrito,
el novillo y el león pacerán juntos:
un muchacho pequeño los pastorea.
La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas;
el león comerá paja con el buey.
El niño jugará en la hura del áspid,
la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente.
No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo:
porque está lleno el país del conocimiento del Señor,
como las aguas colman el mar (Is 11, 6-9).

            Es verdad que en sexto de bachillerato el profesor de Filosofía, tomista incurable e iracundo, nos explicó que los animales tenían alma. He oído cantar a Francisco a sus hermanos, los animales… He leído mucha poesía y he disfrutado contemplando una y otra vez a los delfines rascarse el lomo en la mar contra las proas del Chiqui, el Aline, el Rivadeluna… Y nunca me había detenido en examinar qué estaba haciendo realmente yo con esa muchedumbre desconocida. Jonathan Safran Foer ha conseguido hacerme pensar sobre el asunto y por eso quiero hablar de su libro Comer animales, Barcelona, Seix Barral, 2011.

                Shalom.