domingo, 24 de junio de 2012

Orlando González Esteva


ויקח יהוה אלהים את־האדם וינחהו בגן־עדן לעבדה ולשׁמרה׃
(El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén, para que lo guardara y lo cultivara)


            La capacidad de contemplar la belleza consiste tal vez en estrenar ojos nuevos cada mañana. Hubo un tiempo antes de la historia en que el Eterno tuvo a bien crear al hombre. Fue la primera vez que un adulto era a la par un recién nacido y, así, contemplaba todo con ojos nuevos, los ojos de Adán, que no sólo se sorprendían al ver la hilera de hormigas, sino que también brillaban con la primera luz de la primera mañana. Hizo Adán así una experiencia realmente divina: verlo todo y verlo hermoso, bueno, nuevo.  La luz no había cumplido años aún y todo lo inauguraba porque lo envolvía todo y en todo se reflejaba. Acaso la mirada del poeta es exactamente ésa: la mirada de Adán. Quizás ésta es la razón por la que el Nazareno exigió al anciano Nicodemo que naciera de nuevo: ἀμὴν ἀμὴν λέγω σοι, ἐὰν μή τις γεννηθῇ ἄνωθεν, οὐ δύναται ἰδεῖν τὴν βασιλείαν τοῦ Θεοῦ (¿sabes que te digo? Si uno no nace de nuevo, no será capaz de ver el Reino de Dios). Nicodemo necesitaba no una prótesis como la mía (las gafas sin las que casi no soy ya), sino sus ojos, pero de recién nacido. Concluyo gustosamente mis insensateces diciendo que para un nuevo mundo en éste (una aproximación exacta al significado de Reino de Dios) son imprescindibles los poetas. Quien tenga el oído fino escuchará de fondo una melodía antiplatónica.

            Todos sabemos que el existen dos relatos de la creación en el Génesis; el primero, atribuido tradicionalmente al redactor sacerdotal (P), se compuso en una época cercana al exilio en Babilonia (aunque contiene, sin duda, material muy antiguo profundamente reelaborado); el segundo se atribuye al yahvista en una fecha que no puede ser muy lejana al reinado de Salomón [2]. Pese a la distancia cronológica que los separa, podemos leerlos como una unidad: Adán—hecho de tierra, de ahí su nombre—lleva en sus entrañas el viento de Dios que lo empuja. ¿Hacia dónde? Ignoro cuánto tiempo vivió en el Jardín del Edén, entre los cuatro ríos, pero quizás fueron miles de años, pues el trabajo de nombrar lo que existe es largo y ni siquiera nosotros, sus descendientes, lo hemos concluido, mas no se trata de hacer catálogos, taxonomías o clasificaciones, no. Aquí poner nombre es lo contrario de encasillar. Desde hace muchos años pienso, tal vez al hilo del verso de Juan Ramón, que Dios es aquel para el que cada realidad tiene su nombre propio: poner nombre es inaugurar mundos. Por eso es tan difícil, tan complicado y no se debe dejar en manos de nadie que no sea poeta. Ésta es una de las razones por las que las nuevas palabras son a menudo espantosas, porque se han dejado en manos de técnicos, agrimensores, psicólogos o incluso periodistas. Aquel que es capaz de ver con ojos nuevos lo que existe en su maravillosamente infinita variedad puede nombrar. Y ser nombrado es llegar a la existencia, advenir; por eso sólo nos puede llamar realmente por nuestro nombre quien nos ama.

            Quiero para mí unos ojos como los de Adán cuando despertó frotándose la nariz porque el Eterno le había insuflado su viento. Sin embargo, el Génesis, cuyo redactor humano no estaba presente en el momento exacto del suceso, ignora la primera conversación entre Dios y cada uno de nosotros. Una fuente fidedigna e infantil me ha facilitado no las primeras palabras (puesto que se pronunciaron en un idioma que hasta mi informador desconoce), sino la primera pregunta formulada por Adán pocos siglos después: ¿Qué es esto que me obliga a abrir los ojos? Hay dudas sobre la respuesta del Eterno, pero mi fuente sostiene que fue la siguiente: El resplandor de la belleza .

            Fue dicho de manera precisa: οὐδὲ βάλλουσιν οἶνον νέον εἰς ἀσκοὺς παλαιούς (no se vierte el vino nuevo en odres viejos). Hay gente que se empeña en mirar lo nuevo con ojos viejos y, claro, no es capaz de reconocer nada que tenga sentido. Un cierto tipo de educación torna a los individuos ciegos para lo nuevo de manera que no ven nada inteligible en un arte nuevo. ¿Quién no ha oído “eso lo hacen hasta los niños”? Esta frase se pronuncia con desprecio y, además de desacreditar a los infantes, pone en evidencia que sólo se tienen ya ojos antediluvianos incapaces de captar el brillo de la belleza. Encasillar, fijar la vida, es tan accesible como nefasto: un intento vano de detener el tiempo y una manera de no comprender (y no es necesario ser Bergson para entender esto). Hay que nacer de nuevo para aprender a mirar de nuevo y esta hermosa tarea es para cada día.

            Todas estas ideas, si merecen tal nombre, me vinieron a la cabeza junto con otras más descabelladas al leer el título de un muy hermoso libro de Orlando González Esteva, Los ojos de Adán, Valencia, Pre-Textos, 2012. Al escritor cubano, nacido en 1952 y que se ha establecido entre México y Miami, lo conocía por un poemario estremecedor, ¿Qué edad cumple la luz esta mañana?, editado el 2008 por FCE [1]. Podría decir muchas cosas sobre Los ojos de Adán, mas no creo que ninguna le hiciera justicia al tiempo que me ha regalado. González Esteva tiene una sensibilidad cabal y su prosa, tan fluida como llena de ritmo, nos hace viajar a otros mundos en éste y, más importante si cabe, nos da la posibilidad de sonreír mirando este hermoso mundo con unos ojos nuevos.

            Shalom.

[1] Y que debe andar perdido entre los anaqueles de mi casa. Para mi desesperación estuve buscándolo casi una hora, pero no conseguí dar con él. Al final el desorden armonioso, almacenado en mi frágil memoria, conseguirá que ponga orden entre los libros para poder encontrarlos. Sin embargo, semejante orden, marcial y bibliotecario, me produce cierto rechazo, pues mientras sumergido en la búsqueda de un libro, tropiezo con otros perdidos en los corredores infinitos de mis olvidos.

[2] De hecho, puede ser entendido como una crítica velada a la política de alianzas del hijo de David. En el primer relato aún se oye el eco de la voz de Ti’amat, la terrible diosa del Enûma Elîsh; pero el redactor la ha transformado en el tehôm, el abismo sobre el que se cierne el Viento de Dios. Sin embargo, la finalidad del relato sacerdotal parece ser la justificación del descanso sabático, que sólo se produce cuando el Eterno queda agotado tras la creación de la primera pareja humana.

domingo, 17 de junio de 2012

Respuesta


UNA ORACIÓN POR LA BELLEZA
postscriptum

            Habitualmente no respondo a los escasos comentarios que algunos amables lectores hacen a las entradas de la gacetilla. No es por falta de respeto ni interés ni de tiempo, sino porque no me parece que sea el lugar para dar réplicas. Sin embargo, en esta ocasión la pregunta de mi amigo anónimo me anima a reflexionar un poco más; pero antes de seguir quiero agradecer a Ángel su comentario: sólo un buen lector se percata de los detalles y me siento honrado por ello. También quiero agradecer a Píramo Tisbe no sólo su comentario y oferta, sino también su aprecio de la mitología latina.

            La pregunta es: ¿lo feo nos hunde? Imagino que corre en paralelo a la cuestión que me hizo reflexionar: ¿la belleza nos salva? Y aquí una marca de significado: hundir no parece antónimo de salvar e incluso podríamos pensar, recordando a Nietzsche, que algunos se hunden como camino para que llegue lo nuevo. Por lo tanto, para evitar confusiones replantearé la pregunta de la siguiente forma: ¿lo feo nos condena? Soy consciente de que hundir lo usamos habitualmente para referirnos a aquellas realidades que nos quitan vigor y vida, a las que nos sometemos porque nos sentimos incapaces de permanecer en pie. Y si me lo permite, jugaré un poco con imágenes, pues salvar es siempre dar vida; mientras que condenar es actuar como agente de la muerte (por este simple hecho es impensable que Dios condene a nadie). Ahora bien, la vida, tal como la conocemos y la podemos imaginar, acontece como movimiento y crecimiento; hemos de pensar la muerte, en consecuencia, como su contrario: rigidez y parálisis. En este sentido me parece que podemos pensar la belleza como un poderoso viento—ein Wehn im Gott. Ein wind, decía Rilke—que llena nuestras velas cuando tenemos el arrojo de desplegarlas. Y no hay dos velas idénticas: a cada cual la belleza nos impulsará en una dirección y velocidades diferentes precisamente porque la diferencia es la marca de la vida. Recuerdo ahora un hermoso verso de León Felipe, que me atrevo a citar  de memoria pidiendo perdón al poeta y a los que esto lean por los posibles errores:

Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy;
para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol…
y un camino virgen Dios.

            No podemos confundir nuestras velas ni con el viento ni con su fuerza; aun más, es posible que alguno de nosotros no tenga velas, sino alas y en ese caso su destino será muy otro, más alto. El viento seguirá ahí, aunque el individuo no sea capaz de abrir sus velas. Ese impulso es vida, una vida que se puede rechazar porque τὸ πνεῦμα ὅπου θέλει πνεῖ, καὶ τὴν φωνὴν αὐτοῦ ἀκούεις, ἀλλ᾿ οὐκ οἶδας πόθεν ἔρχεται καὶ ποῦ ὑπάγει (el viento sopla donde quiere: oyes su rumor, aunque ignoras de dónde viene y adónde va) y ese no saber puede provocar miedo. Los individuos parecen preferir el orden estricto de la rutina e incluso crean sus propias rutinas para evitar pensar, para no ver la gloria del mundo [1]. Consecuentemente, la belleza salva si nos dejamos mover por ella: un cometa debe colocarse contra el viento para elevarse. Lo recuerdo perfectamente: siendo niño, durante los meses que pasaba con mi padre en el barco, algunos buenos marineros nos hacían enormes cometas de caña y papel grueso. Nos colocábamos en popa (pues supongo que el viento soplaba de proa; lo cierto es que nunca volé una cometa desde proa) y soltábamos la pandorga con su cola, que se elevaba majestuosa y a la que yo con mis débiles manos procuraba sujetar. Muchas cometas se perdieron y nunca como en alta mar he sentido la fuerza del viento.

            Sin embargo, es posible temblar al sentir la fuerza del viento y recoger las velas, replegar las alas; es decir, reservarse, no salir a la mar. Esto es una forma de parálisis: aferrarse a lo que se es por temor a cambiar. Quizás es una forma de muerte. Aún no es el reino de la fealdad, pero empieza a ser una ausencia de fuerza (vir), que según Agustín se esconde en todo mal. Cabe, como dije, un paso más que consiste en detener el viento: apagarlo. Pablo recordaba a los tesalonicenses: τὸ πνεῦμα μὴ σβέννυτε (que puede traducirse perfectamente por no calméis el viento, no apaguéis el espíritu). Ahí estamos en presencia de ese afán nihilista producto a veces del miedo o las más de las veces de la brutalidad. Una sociedad que exalta la brutalidad ya ha caído al abismo y tal vez sólo la belleza podría salvarla.

            Si el viento—la belleza—mueve y crea, la fealdad paraliza y destruye. Como Nietzsche creía (aunque en la dirección equivocada, según demostró Scheler) el resentimiento es una poderosa motivación para la destrucción. El siglo XX ha sido, para nuestra desgracia, un testigo privilegiado de semejante resentimiento, que se ha expresado tanto en los totalitarismos como en el capitalismo y los fanatismos de diversa índole. La devaluación de la belleza ha sido una manera usual de protegerse de su fuerza, pues ella nos impulsa siempre hacia el futuro, de donde viene Dios. Ésta es una de las razones por las que detesto una pura lectura arqueológica de las obras de arte y la mentalidad museística, ya que en ella se pretende enterrar la vida que nos otorga la belleza. El capitalismo tardío ha devaluado incluso el significado primario de la palabra y casi nadie la entiende ya en el primer sentido que tuvo en nuestra historia y que aún, por fortuna, queda como primera entrada del DRAE: Propiedad de las cosas que hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Esta propiedad existe en la naturaleza y en las obras literarias y artísticas. Semejante definición es ya una protesta contra lo que habitualmente se nos vende como belleza.

            Si hacemos el mundo feo—con nuestro vocabulario, con nuestra manera de ser, de mirar o hasta de vestir—estaremos condenándolo. El Génesis nos dice que vio Dios lo que había hecho y le pareció muy bueno, muy hermoso. Esa belleza está inscrita en el corazón de los hombres, ya como capacidad creativa o contemplativa, que llevan en sí la fragilidad del bien.

            Agradezco a mi amigo anónimo que me haya inspirado estas palabras y espero que le sean de alguna utilidad.

            Por último, y de paso, si tienen un ratito libre pueden leer con deleite una magnífica parábola de apenas sesenta páginas: Max Beerbohm, El farsante feliz. Un cuento de hadas para los hombres cansados, Barcelona, Acantilado, 2012. Estoy convencido de que disfrutarán de un rato agradable.

            Shalom.

[1] Estoy firmemente convencido de que la mejor traducción para la palabra hebrea כבוד (kabôd) se traduce mejor por belleza que por gloria. Los LXX la vertieron al griego como δόξα y eso ha dado pie a numerosas confusiones. El célebre texto de Hebreos ὃς ὢν ἀπαύγασμα τῆς δόξης καὶ χαρακτὴρ τῆς ὑποστάσεως αὐτοῦ se traduce con más sentido diciendo que es replandor de su belleza e impronta de su ser.

sábado, 16 de junio de 2012

Arnošt Lustig


UNA ORACIÓN POR LA BELLEZA



            No sé demasiado bien por dónde comenzar. Tal vez por lo evidente: estamos en una sinagoga aneja a un campo de exterminio y un judío americano, Herman Cohen, encarga un traje como si estuviese en San Francisco. Así arranca la obra de Arnošt Lustig, Una oración por Kateřina Horovitzová, Madrid, Impedimenta, 2012. La novela—aunque también cabría referirse a ella como un relato corto—narra la historia de un grupo de judíos americanos, capturados en Italia, a los que las autoridades alemanas dicen querer liberar a cambio de fortísimas sumas de dinero y de presos alemanes. El grupo, compuesto por diecinueve millonarios americanos, se encuentra de paso en un campo de concentración polaco y caen en manos de un oficial nazi representante de la más refinada mentalidad burocrática [1] que los exprimirá alentando en ellos falsas esperanzas. Quizás saben que están siendo utilizados, pero no les queda otro remedio que aceptar el juego que les propone el oficial Bedřich Brenske. En el andén del campo el portavoz del grupo de judíos, Herman Cohen, se compadece de una joven a la que escucha gritar: “Yo no quiero morir”.  Se trata de Kateřina Horovitzová, que iba a ser asesinada junto a toda su familia. El señor Cohen compra literalmente su vida e intenta que escape con ellos del horror. Hasta aquí todo parece una de las historias terribles que hemos escuchado tantas veces; pero el autor nos ofrece mucho más, pues ha hecho un relato del que podemos hacer diferentes lecturas, todas legítimas.

            El autor judío Arnošt Lustig nació en Praga en 1926 y murió en la misma ciudad hace un año y medio aproximadamente. Sin embargo, estos datos encierran en el engaño de hacernos pensar que tuvo una vida apacible. Nada más lejos de la realidad. Todos conocemos el destino de Checoslovaquia en los años treinta y cuarenta. Lustig, como judío que era, fue llevado primero al campo de Terezín (Theresienstadt, unos cincuenta quilómetros al norte de Praga [2]). Más tarde fue trasladado a Auschwitz (Polonia) y de allí pasó a Buchenwald (Alemania). Lustig consiguió escapar cuando era trasladado al campo de Dachau (Alemania); regresó entonces a Praga y participó en la lucha contra los alemanes. Acabada la guerra, se formó en la Universidad (estudió Periodismo) y cubrió como corresponsal las noticias de Israel. Allí conoció a su mujer (miembro de la Haganá, organización de autodefensa creada hacia 1920 y embrión del ejército de Israel). Muy crítico con la actitud de los partidos comunistas hacia Israel, criticó con dureza la posición del Partido Comunista Checoslovaco en la guerra árabe-israelí de 1967 y, tras la Primavera de Praga, se vio obligado a abandonar el país. Residió en Israel, pero acabó recalando en EE.UU., país en el que permaneció hasta la caída del régimen comunista. Regresó definitivamente a Praga el año 2003.

            No sé con exactitud cuál es la fecha de elaboración de Una oración por Kateřina Horovitzová, pero debió ser escrita con anterioridad a 1965, puesto que ese año se hizo una adaptación televisiva de la obra. De todos modos, el dato es irrelevante. La obra está magistralmente escrita (y aquí debo reseñar la labor de la traductora, Patricia Gonzalo de Jesús, que ha dado con el tono castellano de las repelentes peroratas de Bedřich Brenske, el único personaje que habla largo y tendido en la novela) y, aunque el lector puede intuir el final y dispone por ello de una información que los personajes no tienen, nos mantiene en vilo consiguiendo que el lector participe tanto del ambiente opresivo como de las esperanzas.

            La novela me hizo meditar en la belleza humana (contempla la excelsa obra del mismísimo Dios de los judíos en persona, dice un oficial nazi al mirar pornográficamente a la protagonista cuando la obligan a desnudarse) y sobre ella quiero meditar; pero antes, puesto que el relato resulta opresivo y angustioso, debo pensar en el autor: ¿cuánto debió sufrir al escribir algunas de las páginas de esta novela? El dolor acumulado en su memoria se respira en algunas de las situaciones y él, que consiguió escapar, nos deja un testimonio de los que no lo consiguieron; pero estamos ante una novela y no ante un libro de memorias. Esto, sin embargo, no le quita ningún mordiente a su descripción de la situación de aquellos hombres desesperados por tocar con la punta de los dedos algún fragmento de esperanza. La obra es admirable por la capacidad evocadora de una situación terrible. Podría decir que la novela tiene su fundamento en algunos hechos reales y que la figura de Kateřina Horovitzová está inspirada en una joven judía de diecinueve años que, obligada por capricho del miembro de las SS  Horst Schillinger danzar en Auschwitz delante de los oficiales, acabó matando a uno de éstos como si de una moderna Judit se tratase. El carácter novelesco del relato no elimina ni disminuye su valor testimonial.

            Una de las preguntas más inquietantes que plantea la novela es, desde mi modesto punto de vista, si la belleza nos salva o nos condena, o si tal vez nada tiene que ver con el descubrimiento del sentido de la existencia. Los estúpidos dicen con frecuencia que la belleza—y lo valores en general, pues aceptan gustosos esa jerga—es cuestión de gusto. La estupidez de semejante posición la dejó bien patente C. S. Lewis al que sería necesario volver de vez en cuando (véase La abolición del hombre). Sí, pero en medio de la maldad ¿qué hace la belleza? José Jiménez Lozano cuenta la historia (no es una anécdota) del verdugo que, antes de comenzar su blasfema tarea, cubría con un paño, tal vez con mucha delicadeza, una imagen de Nuestra Señora pensando que el torturado podría encontrar consuelo en aquella belleza. Y, en efecto, la belleza nos consuela porque siempre es, como el amor, un don que se nos entrega sin mérito alguno por nuestra parte. La explicación de don José Jiménez es digna de ser meditada, pero a mí me dio por pensar en otra posibilidad: ¿no podría el verdugo tapar la hermosa imagen de Nuestra Señora para que la belleza no viera el mal? No se trata de que el verdugo proteja la belleza: se esconde de ella sabiendo que la misma belleza es denuncia de su brutalidad. Es esto exactamente lo que he pensando al leer algunos pasajes de la novela referentes a Kateřina Horovitzová: la belleza debe ser destruida porque deja patenta nuestra brutalidad; razón por la cual hicieron explotar las estatuas de Buda, mas hay muchas otras formas de destruir la belleza.

            Recuerdo mal, pero recuerdo, una frase de Tolstoi que decía más o menos lo siguiente: es una cándida ilusión identificar la belleza con la bondad. Siempre he pensado lo contrario, tal vez debido a mis lecturas de Tomás de Aquino. Creo firmemente que la belleza salva porque es: nos entrega la existencia como bien. De hecho, la belleza no es una realidad diferente al amor, pues al amar amamos siempre la belleza—y esto explique tal vez en parte la hermosura de las representaciones del Crucificado. La belleza de Kateřina Horovitzová es capaz de poner al descubierto el absurdo de la brutalidad nazi: por eso debía ser ofendida y humillada, degradada hasta que, en su desnudez, se avergonzase de sí misma. Lustig no dice poéticamente: no se avergonzó, fue capaz de hacer frente a sus miedos y, sin embargo, siguió estando marcada por la eterna fragilidad del bien, que es quizás el signo mismo de Dios.

            Nunca la brutalidad pondrá a salvo a la belleza; se esconde de ella, porque la tiniebla huye de la luz. Este esconderse puede ser una forma (muy moderna) de transformar la belleza en lo que no es, en una pura apariencia que posibilita la mirada pornográfica y el deseo como pura búsqueda de un sí mismo idéntico y autocomplaciente. Es la cosificación—y consiguiente destrucción—de la belleza (ya sea en el museo, como mercancía, como pura acumulación o inversión. En esto tenía plena razón, y también habría que volver a él, el venerable abad Suger de Cluny). La belleza nos invita a la transfiguración, pues ella misma es realidad transfigurada. Por eso cosificar la belleza es una forma especialmente cruel de impedirnos ser aquello que somos realmente: imagen de Dios. Kateřina Horovitzová es, en efecto, obra de Dios y, como tal, se sustrae a la mirada pornográfica, cosificada. Lo único que le cabe entonces a la brutalidad es destruir el brillo que no consigue apagar.

            La belleza nos salva porque el amor lo hace y, como éste, es infinitamente frágil. Nos ofrece un sentido tal que nos permite arrostrar con dignidad las penalidades que sufrimos. Por eso, la transcendencia de la belleza no apunta tanto más allá de sí misma, pues la encontramos en sí misma, cuanto a la profundidad de nuestra existencia: la belleza nos ahonda abriéndonos más allá de nosotros mismos. Y es esto lo que he percibido en la existencia real de Kateřina Horovitzová: el consuelo, en forma de abrazo, de una existencia que se mantiene en pie porque es bella más allá de las apariencias. Es precisamente el hecho de tener enfrente a una judía hermosa lo que exaspera a los soldados nazis, pues esa mujer de pie, con toda su desnuda fragilidad, es más fuerte que la brutalidad de los carceleros. Esto es, curiosamente, algo que ciertas estéticas modernas comprendieron perfectamente, pues el despojarse fue una forma de acceder a un sentido que la producción industrial había cegado. Claro que a esto se le llamó arte degenerado.

            Sin duda la belleza nos salva, pero condena al mal. Es un ángel bifronte como escribió maravillosamente Rilke:

Ein jeder Engel ist schrecklich
(todo ángel es terrible).

Dejada en evidencia, la brutalidad sólo tiene dos caminos: convertirse al bien (abandonar su tendencia a la nada) o destruir la belleza. Cada persona elige su senda y hoy, cuando la obscenidad en el lenguaje y los chistes chuscos parecen gozar de éxito incluso entre personas que quieren llamarse cultas, quizás sea nuestra obligación pararnos e inclinar con respeto nuestras cabezas ante la belleza para rendirle un homenaje. Como la maravillosa Kateřina Horovitzová, la belleza es frágil y si en el Paraíso vislumbraremos un bien sin término, entonces debemos suponer, amigos, que también seremos testigos de una fragilidad infinita. Sólo por eso habrá merecido la pena este viaje.

            Shalom.


[1] La que con exquisita premura cumple las órdenes superiores, sean éstas las que sean.

[2] Terezín fue usado como campo de paso ya que, con fines propagandísticos, las autoridades nazis quisieron presentarlo como el modelo de lo que estaban haciendo.

sábado, 2 de junio de 2012

Giani Stuparich


LA FELICIDAD QUE SE HUNDE


            La Primera Gran Guerra inauguró un tipo de atrocidad para la que no estaban preparados los hombres de Europa. Salíamos del siglo XIX ahítos de muerte, pero no hambrientos de paz, porque quizás los imperios necesitan víctimas y la marcha triunfal de la Historia—Hegel dixit—hace necesarios los sacrificios más crueles. Aún recuerdo de memoria unas palabras del catedrático de Berlín al comienzo de Lecciones de Filosofía de la Historia; citaré de memoria:

Pero al contemplar la historia como ese matadero sobre el que son sacrificados la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los estados y la virtud de los individuos, surge necesariamente la pregunta: ¿a quién, a qué finalidad última han sido ofrecidos estos crueles sacrificios?

            El impacto de este comienzo, previo al despliegue del Espíritu hasta reencontrarse consigo mismo, me ha hecho meditar más de una vez. Hegel había visto el fracaso de la campaña napoleónica y el desastre del Ejército de Rusia: fueron sacrificados más de medio millón de jóvenes francesas. Las técnicas de la muerte, sin embargo, fueron perfeccionadas con rapidez y el siglo XIX conoció grandes avances para eliminar a los seres humanos más científicamente. La Guerra Franco-Prusia duró seis meses al final de los cuales el presidente Jules firmó el armisticio. Miles de muertos en los campos de batalla y, merced a los avances de la medicina, un gran número de lisiados regresó a sus casas quedando como testimonio de la brutalidad de los conflictos. Lucha por la hegemonía en Europa: ¿para qué? Hegel, como buen hijo de la Ilustración, ni siquiera pudo pensar que la historia no tuviera un sentido, pues además subsumió a los individuos en el Estado (¡otra vez las mayúsculas germánicas!): el Espíritu es astuto y expone a los individuos a la muerte mientras que el avanza ileso en los campos de batalla. El ángel de Benjamin se vuelve horrorizado, pues entre el humo negro y la sangre no discierne ningún espíritu sino una sola y prolongada catástrofe; pero Detlef Holz nació muchos años después, en 1892. En ese año hacía ya tres que Franz Overbeck había llevado al Crucificado, a Dionisos, a una clínica psiquiátrica de Basilea. Al filo del siglo XX Nietzsche fue enterrado junto a su padre, en la iglesia de Röcken. El Gran Loco que había visto con simpatía el surgimiento alemán, acabó desengañado de la violencia y negó el carácter heroico de la guerra. Sin embargo, los buenos burgueses, los agrimensores, seguían colgando medallas de tullidos, colocando banderas sobre los féretros de los soldados y convocando a los hombres a proezas en una época que necesitaba héroes. Nosotros hoy sabemos cómo está terminando todo esto, pues aún vivimos sobre el abismo que se abrió hace un siglo.

            Los jóvenes, lo he leído en un testigo privilegiado, Roth, corren para alistarse en el ejército; incluso un tipo tan encantador como Wittgenstein aceptó combatir en nombre del patriotismo. Sabemos que el Maestro Alemán también fue voluntario, aunque acabase en la retaguardia debido a su precaria salud. ¿Qué buscaban los jóvenes en la guerra? Quizás nunca lo sepamos con certeza, pues las palabras se nos escapan: gloria, honor, patria, libertad… Sí sabemos que la Gran Guerra dejó unas profundísimas y muy dolorosas huellas en las almas de los que regresaron. Y, sin embargo, en apenas veinte años vemos cómo nuevos jóvenes caminan al son de marchas militares hacia los cementerios.

            He terminado hace pocos días un libro de Giani Stuparich, Guerra del 15, Barcelona, Minúscula, 2012. Es del diario que el autor triestino fue escribiendo durante los meses de junio, julio y agosto de 1915. Se trata de una obra a la que merece la pena prestar atención, pues revela cómo fue cambiado la percepción de la supuesta gloria bélica y, aunque en la portada veamos a el autor recibir una condecoración de manos de su madre, de cómo en quienes fueron capaces de pararse a pensar surgió no sólo el desencanto, sino también el horror ante una crueldad sin límite. Ciertamente, Stuparich no se detiene en lo morboso ni subraya sin necesidad la bestialidad de la guerra; pero el tono va cambiando y desde un inicio lírico se encamina hacia una creciente preocupación por el destino de la vida, a una realidad cada vez más gris, con menos colores, pesada y angustiosa.


     La noche ha compactado los campos, que reposan en su particular transparencia detenida. Dejamos la trinchera habilitada y regresamos a las mochilas. La hierba está húmeda. El corazón se resiente algo apenado y sólo después de las emociones de la jornada. La yacija acondicionada en la tierra cálida no vale para los de la segunda compañía, a nosotros nos toca dormir tras el muro de un cementerio cercano. Tres cipreses opacos recortan nítidamente la claridad de la noche estrellada (día 6 de junio, pág. 26s).

Aquí ¿no nos encontramos con una pintura de Vincent? ¿No vio con admirable precisión Giani Stuparich una noche estrellada? Ver en la claridad de la noche cómo se recorta el cielo sobre los cipreses.

     La cena es alegre. ¡Cuántas mujeres y muchachas (no creía que hubiera tantas) se han reunido alrededor de la mesa! Ríen y bromean ellas también. El joven lisiado y enfermo se ha retirado de nuevo a su rincón. La niña, despertada por el jaleo, ha bajado del billar, ha tomado en brazo a la muñeca andrajosa y ha acudido a ver cómo comen los granaderos. Yo no alcanzo, con toda mi buena voluntad, a tragar un nudo de tristeza que me impide comer y relacionarme con el resto (día 7 de julio, pág. 120).

     Esta mañana otro encarnizado bombardeo enemigo: trincheras desbaratadas, heridos que gimen. El único rancho, para todo el día, llega hacia las seis de la tarde. Lluvia breve. Luego el cielo aparece por entre las nubes rasgadas. Un ocaso espléndido, enmarcado por los pilares de la verja de una antigua hacienda, reducida a un montón de escombros: el árbol solitario en medio, al fondo un volcán amarillo, resplandores de fuego en el cielo; enfrente, sobre el Duino, una cortina oscura de nubes atravesada por un arco iris purpúreo. De noche trabajamos (día 4 de agosto, pág. 187).

            Hemos llegado al Duino; aquí ya no hay una luz, sino más bien una oscuridad que lo devora todo. Y lamentamos tanta muerte; Rilke se encontraba en Múnich cuando estalló la guerra y fue llamado a filas, aunque pudo librarse de la crueldad de los combates. Años más tarde, en 1922, el poeta de Praga escribiría sus Elegías del Duino: en aquellos lugares habían caído para siempre muchos jóvenes; quizás Rilke pensó en ellos al meditar en la nostálgica belleza de una felicidad que ha sido derriabada:

Pero si los muertos suscitase un símbolo en nosotros,
mira, tal vez nos mostrarían los amentos que cuelgan
del desnudo avellano o pensarían en la lluvia
que cae sobre la tierra oscura en primavera.

Y nosotros, que pensamos en una felicidad
ascendente, experimentaríamos la emoción
que casi nos confunde
cuando algo feliz se desmorona.

                             Elegía décima.

            Uno lee el diario sintiendo quizás curiosidad por saber algo más de la guerra, pero Stuparich nos habla sobre todo de los hombres: de su cansancio, del rancho, del asco a la suciedad, del cansancio de jornadas idénticas para nada, del tedio de la desesperación. Acompañando a su hermano Carlo, también escritor, Giani Stuparich recorre el camino que lleva desde la retaguardia al frente para encontrar una realidad tan poco humana que incluso la camaradería en las trincheras, hacinados en la miseria, ofrece un respiro a un alma que busca la luz. Sin embargo, quien busque en este diario una denuncia radical se equivoca: las relaciones del autor con los oficiales (él mismo acaba siendo ascendido) son cordiales y amistosas. No lo ciega el odio, sino que es capaz de ver lo humano precisamente en aquella realidad que lo niega. Éste es el mérito del libro. Guerra del 15 se lee con un interés al que no es ajena la magnífica labor del traductor, Miquel Izquierdo; ilumina aquellos cambios, apenas perceptibles, que llevaron a muchos jóvenes europeos a oponerse a la barbarie. Sin embargo, lo peor estaba por llegar. No es, como alguien ha dicho, literatura de guerra, sino sencillamente literatura. Y buena.

            Shalom.