domingo, 29 de abril de 2012

Eduardo Mendoza y Wisława Szymborska


DEL MENOS COMÚN DE LOS SENTIDOS: EL HUMOR
(EL COMÚN YA NO EXISTE)


            Los recuerdos de los libros que me han hecho sonreír o incluso reír son muy gratos. Mi memoria me falla si pretendo recordar el primer autor que me hizo reír. Desde luego, Salgari no fue, pero tampoco Twain, aunque he oído hablar mucho de su sentido del humor. Si tengo que elegir un autor, el primero que me viene a la memoria es aquel eterno candidato, Graham Greene, caído en el olvido. De él compré durante el año de COU un buen montón de novelas baratas editadas por Bruguera. Recuerdo mis risas con Nuestro hombre en La Habana: el inglés vendiendo los planos de sus aspiradoras como planes secretos del gobierno cubano antes de que llegase Fidel. Mario Vargas Llosa y algunos más me han hecho reír con ganas, pero nadie como Mafalda [1]. En todos los casos se trata de literatura (no hace falta decir “con mayúsculas”, porque gracias a Dios no somos alemanes, aunque como se están poniendo las cosas muchos querrían cobijarse bajo las potentes alas de la canciller) y no de chistes. Ciertamente, los chistes, los buenos, son cosa muy seria, pero es otro capítulo. En los últimos tiempos sólo Gonzalo Hidalgo Bayal había conseguido hacer brotar a borbotones la risa de mis labios [2]; como todo el mundo sabe, don Gonzalo (que, cuando lo invoco, me recuerda a don Rafael Sánchez Ferlosio y no sólo por la curvatura que se ha producido en su espacio) es uno de nuestros mejores narradores y maneja el español como pocos autores son capaces. Resulta difícil hacer reír e incluso sonreír en el curso de una novela; por eso--¿quieres arroz con leche? Por debajo de la puerta te echo un ladrillo—hoy traigo a vuestra consideración, señores, dos libros uno de los cuales no es, contra toda evidencia, una novela.



            El sentido común ha desaparecido [3]. Basta mirar el mundo: no necesitamos ya una guía de perplejos, sino un plano de este convictorio (y Dios, decía Mafalda, ¿habrá patentado esta idea de manicomio redondo?) en el que todos están cuerdos. Desde luego, prefiero que me cuenten entre los locos, porque desde la más remota infancia de la humanidad los locos han sido contados entre los pecadores y ya sabemos que el Nazareno sentía predilección por éstos y no por mitrados, ¡perdón!, por los justos (es el huisqui, seguro). Agradezco siempre encontrarme con personas con sentido del humor (que aceptan con santa resignación, por ejemplo, un “LE” en su taquilla), pero no con chistosos, graciosos y fauna semejante. En este país que confunde el humor con el chascarrillo y la obscenidad es cada día más difícil encontrarse con el aire limpio del humor: empuja las ventanas cerradas y renueva los ambientes cargados. ¿Yo no había dicho que hablaría de dos libros? Perdónenme, monseñores, pero el santo se me ha ido al cielo y me he quedado mirándolo alcanzar el límite de los planetas interiores, más allá de Marte. No es miércoles: es domingo, aunque podría ser Jueves. Empezaré por la novela, pero antes voy por otro huisqui. Permiso.

            Imagino que saben de quién hablaré. Y si no, se lo diré: Eduardo Mendoza, El enredo de la bolsa y la vida, Barcelona, Asurancetúrix, 2012. ¿Qué puedo decir de Eduardo Mendoza? ¿Un maestro en el manejo de los tiempos verbales? ¿Que tiene un sentido del humor fino, delicado, nada ofensivo, pero magistral? No quiero decir que escribe muy bien y no como quien esto escribe, porque generaría una paradoja, inteligente lector (no te conozco, conste), en el continuo espacio-temporal castellano. Merece la pena leerlo sólo por el sentido del humor con que está escrito. Además, aprenderán a colocar correctamente las interrogaciones, ¿o no?  De verdad que no miento.

Vamos por el segundo… libro. Soy consciente de que he hablado de ella en tres ocasiones más. Ésta será la cuarta. Más de su prosa, curiosamente, que de su poesía (quede constancia explícita en los términos que marca la ley que como poeta me encanta) y, para no ser menos, hoy hablaré del segundo libro de prosa que de ella he leído. Se trata de Wisława Szymborska, Más lecturas no obligatorias, Barcelona, Ediciones Alfabia, 2012 [4]. Hagan ustedes el favor de leerlo, pese a las simpáticas crueldades que a veces se permite la poeta (incluso con sus propios colegas). Pasarán un rato magnífico. Como en el libro anterior, Lecturas no obligatorias, los temas que toca Szymborska [5] son de lo más variado (y de algunos de ellos no tiene la más remota idea, pero esto no hace menos jugosos sus comentarios): desde la poesía hasta la física pasando por la filosofía. Podría entresacar muchos ejemplos. Me limitaré a dos por el dichosa signo © que aparece en la página sin numerar número seis.

Aún recordarmos el alboroto que se organizó hace un par de años cuando uno mujer de Wrocław escribió una tesis doctoral titulada Historia del bate [en polaco, la palabra que se utiliza para designar “bate” (palant) también significa “tonto, idiota”. N. del T.] en Polonia. Debe decirse en perjuicio de aquellos que más ruidosamente se escandalizaron, que fue el título lo que los ofendió, y no el valor científico del trabajo, porque sobre él no tenían ni la menor idea. Si el título hubiese sido Algunas consideraciones históricas, sociales y culturales de los juegos colectivo-motrices en Polonia, analizando como ejemplo uno de ellos y tomando en consideración el valor didáctico de la integración, todo estaría en regla y nadie hubiese dicho ni pío, ¿verdad? (pág. 59 hablando del sistema educativo español).

                Los poetas cínicos (si es que tal cosa existe) concluirán después de leer la antología que escribir poemas largos no merece la pena; y los lectores crédulos (de esos hay bastantes) que la poesía es algo así como un pastel en el que no importa demasiado qué pedazo cortes o si le quitas las pasas. La edición del libro es muy bonita, hasta el punto de que es un placer admirar la calidad del papel y la impresión. Puede servir para envolver regalos y, más aún, para una segunda edición ampliada (pág. 103 hablando de antologías).

            Por muchas razones estoy convencido de que  Wisława Szymborska es una de esas personas que ha hecho mejor y más habitable este manicomio redondo.

            Shalom.

[1] En negrita, porque en realidad todos sabemos que don Joaquín Salvador Lavado, más conocido por Quino, es en realidad uno de los mejores personajes creados por Mafalda. Esto no es una boutade, sino aplicación estricta del principio de verificación desarrollado por el Círculo de Viena (formado por Schlick, don Rudolf Carnap y otros) que se aplica como criterio de demarcación (y de sentido, por desgracia) para los lenguajes científicos (ellos, sin duda, no hubiesen aceptado este último plural, monistas los chicos).
            En cuanto a la “boutade” sé que se recomienda escribir “butade”¸ forma que me parece una verdadera patada (y prueben ustedes a sustituir la a por una u en la primera sílaba, y mil perdones) para el idioma que me honro en chapucear. ¿No tenemos otra expresión para “salida ingeniosa”? Quizás gracieta.

[2] En la inolvidable El espíritu áspero. ¡Venir a confundir la profundidad teológica con una falta de ortografía!

[3] Bueno, Antonio V-E y P. (nunca había visto tus apellidos como sigla graciosa, casi la voz del Correcaminos, pero hay que preservar el anonimato), cuando teníamos catorce años tú siempre repetías: “El sentido común, el menos común de los sentidos…” Eso aunque no viniera a cuenta y no solía hacerlo, la verdad; te advierto que este recuerdo entrañable (¡qué lástima de palabra pisoteada hoy por tanta gente sin entrañas!), aunque no quieras, llega desde el más profundo de los cariños. No me detengas.

[4] Si se toman la molestia de mirar la página de la editorial, verán un curioso título de un libro sobre balompié, que incluye la expresión “fútbol cuántico”. Como saben quienes leen esto, no soy amigo ni de puntapiés ni de disparos; tampoco de penas ni de esquinas. Es cierto: el balompié no me gusta; el mundo que lo rodea, menos. Sin embargo, títulos como el que verán lo desaniman más a uno, pues ya no es sólo la filosofía del fútbol o la cultura de fútbol (que tal vez debería escribirse con ka. Esto, por si acaso, no quiere ser un comentario sobre las posibilidades del nacionalismo vasco), sino también la física y, ahora, el fútbol cuántico… ¡Cuantísimo balompié! Medítese en el espacio que los informativos dedican al deporte rey en comparación, por ejemplo, con el hambre en el mundo. Y dirán que es demagogia. Como el pescado es caro.

[5] Hagan la prueba de buscar una fotografía de la poeta en la que no nos regale su maravillosa sonrisa. Es posible que no la encuentren.

domingo, 15 de abril de 2012

Mario Vargas Llosa

TODO… MENOS LO FUNDAMENTAL


Hubiese preferido escribir un poema esta noche, aunque no sirva demasiado; pero debo hablar de él, de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936). Incluso decir que no necesita presentación está de más. A estas alturas del siglo XXI el escritor peruano y español es una de las estrellas mundiales del firmamento literario. Goza de un reconocimiento prácticamente unánime en lo referente a la calidad de su trabajo literario, aunque en las conversaciones no son pocos los que añaden un pero al referirse a sus opciones ideológicas y políticas. Sin embargo, sigo manteniendo que—salvo causas de fuerza mayor—el trabajo de un novelista no puede cuestionarse por sus opciones personales. He disfrutado enormemente de la literatura de Vargas Llosa; confieso, empero, que La guerra del fin de mundo me resultó interminable y que, tras recuperar el pulso con La fiesta del chivo, El paraíso en la otra esquina me pareció una elaboración más cercana a la mercadotecnia que a la literatura. Siempre, eso sí, con un estilo tan personal como brillante. La última novela que he leído de Vargas Llosa, El sueño del celta, no me recordó lo mejor de este gigante de la literatura española.

Sin embargo, La civilización del espectáculo, Madrid, Alfaguara, 2012 no es una novela y pese a que los criterios de valoración sean diferentes, debemos atender al texto y a los argumentos con independencia de las opciones personales del autor. Confieso que los posicionamientos de Vargas Llosa a veces me sorprendieron, aunque siempre me ha parecido admirable el tono mesurado—liberal diría alguno—que adopta. Pese a todo, mi desacuerdo en lo que a sus análisis de la realidad se refiere ha sido grande; pero posiblemente esto sea un argumento contra mí y no contra él. El desacuerdo de fondo afecta también al libro del que hablo, La civilización del espectáculo. Sabemos que el peruano es un observador atento de la cultura (como testimonian sus artículos en la prensa) y, por eso, esperaba con interés la publicación de este ensayo que, en buena medida, recoge muchas de las ideas que ha expuesto en los últimos años.

La civilización del espectáculo consta de una introducción amplia (Metamorfosis de una palabra), seis capítulos y una reflexión final. A cada capítulo siguen uno o dos artículos ya publicados en la prensa que se presentan como antecedentes y sin cuya presencia el libro quedaría como un volumen de unas ciento cincuenta páginas [1]. En la introducción analiza la transformación (quizás sería más adecuado decir “las transformaciones”) que el concepto de cultura ha experimentado en los últimos decenios. Básicamente, se trata de una reflexión provocada por las ideas de T. S. Eliot y de G. Steiner. Lógicamente, aparecen otros autores; entre ellos Guy Debord de quien, debido tal vez al espejismo de la semejanza en los títulos, esperaba yo una mayor presencia en el ensayo de Vargas Llosa. La introducción nos anuncia el tono general del ensayo: un lamento. Y comparto ese lamento, pues lo que mi generación, unos años posterior a la del autor, entendió por cultura está a punto de desaparecer si es que no se ha hundido ya y sólo quedamos algunos náufragos inconscientes. Lo que Vargas Llosa entiende por cultura está más cercano a Eliot que a Debord, sin duda, y se circunscribe fundamentalmente a lo que suele llamarse alta cultura. Se trata de un concepto que choca fuertemente con el igualitarismo moderno [2], tan estúpido como falaz porque pretendiendo igualar lo único que consigue es agostar la cultura. Me resulta difícil no estar en total acuerdo con las descripciones que se hacen en el ensayo, porque también yo tengo la sensación de que la popularización de los bienes culturales es sólo un escamoteo del esfuerzo por cultivarse. Basta ver cómo los turistas visitan los museos o los monumentos del pasado o, más rastreramente, cómo las autoridades municipales transforman las ciudades en parques temáticos.

La obra aborda desde la banalización del arte (en una línea que me ha recordado la obra París – Nueva York – París, aunque La civilización del espectáculo sea más feble) hasta la del sexo. Vargas Llosa ha matizado ligeramente algunas de sus reflexiones anteriores sobre la religión, pero curiosamente el título que ofrece, el opio del pueblo, es el único préstamo consciente de la tradición marxista, porque Vargas Llosa es un liberal. Y digo curiosamente porque es el único capítulo en el que aparece una reflexión, muy superficial por cierto, de las condiciones de la crisis cultural. Además de quejarme por leerlo usar ese concepto genérico de religión, tan cómodo, que permite igualar experiencias e ideas muy diferentes [3], debo decir que su reflexión sobre lo religioso ha madurado y, pese a esto, su posición se mantiene firme (que consiste, básicamente, en la privatización liberal de lo religioso), mas se ha tornado pesimista. Es verdad que el pesimismo cultural envuelve el libro por completo, algo así como un Spengler suavizado. Su visión de la literatura que triunfa, de la banalización de la sexualidad, del desapego de los ciudadanos por las instituciones que los representan, del poder, de la prensa, de los límites ahora borrados entre vida pública y vida privada… todo aparece envuelto en una niebla grisácea que podría augurar lo peor. Vargas Llosa se para ahí porque sigue siendo un combatiente liberal, prendado del progreso de las sociedades que se autodenominan “libres”.

Lo he dicho: podría suscribir las observaciones, pero ¿hay diagnóstico? Pienso que desde hace unos decenios asistimos a un proceso de banalización de la cultura producto de la estrategia del capitalismo. Vargas Llosa no comparte semejante diagnóstico y la crítica del sistema social [4] se le antoja contraproducente y producto del desencanto. Los males están ante nuestros ojos: el arte convertido en negocio, la literatura hecha para vender una tirada aceptable (hay ya más novela histórica que historia) y dentro de los márgenes de lo aceptable [5], la belleza calumniada, la religión fanatizada, el sexo trivializado… Vargas Llosa repite—sin citarlo el muy ladino—el verso de don Antonio Machado: todo necio confunde valor y precio; pero no es capaz, o tal vez no quiere, ver las consecuencias del el último capitalismo (tardocapitalismo si se prefiere o incluso la sociedad postindustrial si se prefiere el vocabulario de las obras de Alain Touraine y de Daniel Bell, cuya lectura sigue siendo altamente recomendable) sobre el conjunto social: como Horkheimer y Adorno dejaron patente, siguiendo en esto las huellas del hoy lamentablemente olvidado Georg Lukács, se produce una confusión no casual entre valor de uso y valor de cambio de manera que es el mercado en última instancia el que decide sobre los productos culturales, pues éstos ya han sido reducidos a su precio. Aún así Vargas Llosa se empeña, en la senda de un antiguo director de periódico, en pretender que la prensa sea conciencia de la sociedad; pero sabe perfectamente que los medios de comunicación tienen dueños y que la “prensa objetiva” hace mucho tiempo, por lo menos en este país, que pertenece al pasado. Al final es la propiedad la que hace de conciencia: ¿es eso lo que queremos?

El capitalismo transformado en sociedad de consumo se ve en la obligación de convertir todos los productos en mercancías (y el dinero acaba siendo el equivalente universal): alcanzar la cultura no puede suponer en ningún caso esfuerzo, tiempo, valentía o sacrificio, sino que ahora entra en la ecuación como una mercancía más por la que se debe pagar dinero. Cuanto más se venden, más fuerza social adquieren los productos, pues su valor exclusivo consiste en venderse: ¿quién empleará tiempo y esfuerzo por leer a Dostoiesky? Quedan sin duda minorías, pero no son ni siquiera un archipiélago. Recordando al Apocalipsis da la sensación de que han huido todas las islas. Todo debe tornarse feble¸ fácil, asequible; pero confieso sin rubor que entender a Hegel me llevó tiempo y que no ha tenido ninguna finalidad práctica. Hay un placer, Vargas Llosa lo sabe bien y lo afirma, al que sólo se accede después de un proceso de ascesis intelectual y es esto lo que desaparece. La palabra que suele emplearse para describir este proceso es masificación: implica la vulgarización y la banalización. El autor de la maravillosa Conversación en la Catedral no señala como responsable al sistema social: las cosas, parece decirnos, están sucediendo sencillamente así. Es una advertencia, una voz de alarma, pero no parece proponer vías de solución. Quizás porque, como otros, acepta acríticamente que el actual sistema social representa el fin de la historia: una epifanía. El multiculturalismo y la nivelación mundial es sólo un corolario.

El cine o la televisión podrían servir también como ilustración de este proceso que convierte a los individuos en coprófagos. Aún se realizan películas con valor estético y moral; pero no venden. Y los individuos prefieren evadirse de su realidad no ya imaginando otro mundo—para lo cual deberían al menos usar su imaginación—, sino tragándose lo que les ponen por delante: industria del ocio, pues hasta las vacaciones aparecen programadas. El sistema social, con la finalidad de hacerse inmune, descubrió hace mucho tiempo que  puede venderlo casi todo (el Crucificado, en los granes almacenes y la camiseta del Che, en la tienda de moda) y que la diversión, esa existencia de segundo orden, es esencial para el mantenimiento del orden y la paz públicas. Pascal diría: razones por las que se prefiere la caza la presa.

Una de las finalidades, además de la apresurarse a vender, que se alcanza con esta dinámica es anular de raíz la denuncia moral de los males sociales, pues la justicia se transforma en una realidad puramente privada y subjetiva ya que no es reificable. Con los valores religiosos (a los que incluso ahora Vargas Llosa parece invocar como sustento) cayeron los estéticos y morales, porque en realidad—como Adorno enseñó—ésa es una de las finalidad de la jerga de los valores y de la fragmentación de la existencia. Y sólo hemos rozado la superficie. De nada de esto parece que nuestro autor quiera saber.

Sin embargo, entiendo que no podemos denunciar los males culturales sin apuntar a su responsable último. Sin duda el capitalismo consiguió en el siglo XIX grandes logros, Vargas Llosa dixit, pero calla que sacrificó a dos generaciones enteras de trabajadores y, como enseñaba Ignacio Ellacuría, a veces conviene parar para contar los muertos. La cultura sobrevivirá con muchas dificultades en el seno de un sistema social empeñado en transformar todo en mercancía y olvidar las realidades no reificables. De la misma manera que la crítica social no es un prolegómeno de la Teología, sino que forma parte esencial de ella, esa misma crítica debería haber hecho más certero el diagnóstico de La civilización del espectáculo, obra que carece de mordiente crítico. De todas formas, debemos agradecer al autor no sólo su estilo (es un placer leerlo), sino el tono mesurado y reflexivo que adopta.

¿Entonces? Tal como están las cosas recomendaría vivamente la lectura de este ensayo de Mario Vargas Llosa. Me parece atinado en casi todo, menos en lo fundamental; pero dado los tiempos de penuria que nos ha tocado vivir, y de los que también todos somos responsables, merece la pena enumerar los males que nos acechan. Y también por eso hoy quizás no más que nunca, pero sí con más urgencia, es necesario detenerse a contemplar la belleza; pero para esto hace falta no sólo tiempo, sino también coraje.

Shalom.

[1] Tiene doscientas veintisiete. He realizado el cálculo a ojo de buen cubero.

[2] Ya decía Danton que a Robespierre le gustaba tanto la guillotina porque no soportaba que ninguna cabeza aventajase a la suya. Y esto, amigos, es que lo que nos depara esta triste modernidad posmoderna. Basta ver en qué termina la reforma del sistema educativo español.

[3] He dicho en más de una ocasión que cualquier persona con una neurona viva (¿van quedando pocas?) protestaría de un uso parecido de política o sociedad si quisiésemos igualar experiencias como el nazismo y la socialdemocracia. Un disparate al menos igual se comete al usar religión en el sentido en que ocasiones, esta vez menos, lo hace Vargas Llosa. Por otra parte, respecto al conflicto irlandés quizás le convendría atender a las reflexiones de Terry Eagleton de la que hemos hablado aquí hace algún tiempo.

[4] Llamo así a la unión del capitalismo (afán de lucro, libre mercado, competencia) con la democracia liberal-representativa, la libertad burguesa y una idea de tolerancia como nivelación de todas las valoraciones. Lógicamente, esto ha derivado en la tendencia creciente a la reificación de todos los procesos sociales y de todos los productos culturales.

[5] Resulta absolutamente ridículo, por ejemplo, el empeño que ponen algunos guionistas en hacernos creer que en los años cuarenta todos, incluyendo a la policía, era antifranquistas en España. Porque lo contrario no sería correcto.

domingo, 8 de abril de 2012

De Luca, Vattimo, Traina y García-Máiquez

EL PESO DEL TIEMPO


             En los últimos días he leído algunos libros interesantes, pero me siento incapaz de hablar de todos ellos con detenimiento, pues cada vez tengo más claro que la gacetilla me acaba robando algún tiempo que a mi edad puede resultar precioso para otras cosas; por ejemplo, para leer algo más. Los libros no se acaban nunca y ésa es una de las razones para confiar en que nos espera una eternidad. Las fechas acompañan el espíritu de recogimiento. Hoy es Pascua: hace pocos días hablaba de El sufrimiento del Dios impasible [1] cuya lectura y meditación hubiese sido apropiada para esta semana. Siempre me inclinado por la visión de la teología que tenía el maestro de Tomás de Aquino [2] porque, pese a ser hoy patrón de los químicos, su forma de entender la teología se acostaba más a la poesía y a la oración—si es que son algo realmente diferente. Desde hace muchos años, antes incluso de leer a L. Wittgenstein, he detestado la frialdad de un espíritu que se pretende objetivo, pero que no es capaz de conocer lo real: sólo la describe y la clasifica. En verdad, y lo sabemos hace mucho tiempo, la ciencia no explica nada; sencillamente, nos permite manipular las cosas (muchas veces por puro capricho, como expresión de una voluntad de poder que nada tiene que ver con la belleza) y clasificarlas con la finalidad única de controlarlas. No hace falta conocer a Popper para llegar hasta aquí, aunque es conveniente leerlo, algo que siempre se hace con provecho. El librito—no es una novela—de Erri De Luca, Los peces no cierran los ojos, Barcelona, Planeta, 2012 no ofrece nada que tenga relación con criterios clasificadores. No, De Luca nos ofrece un verdadero descubrimiento: el de aquella época, otro filo de la navaja, en la que la infancia cede paso lentamente a ese turbión  de la primera adolescencia. Uno ni siquiera sabe que está enamorado y descifrar los signos de un lenguaje al que nunca se ha accedido no sólo es complejo, sino sobre todo una aventura de la que, como De Luca deja plasmado en otro libro, depende buena parte de nuestra futura felicidad en este mundo. He hablado de Erri de Luca a propósito de otro libro suyo. Al menos yo lo había visto antes… ¿es un consuelo? He recordado muchas veces a aquel profesor de Latín en quinto de bachillerato que nos repetía entre gozoso e irónico: “Acaba de descubrir el Mediterráneo” [3]. Los peces no cierran los ojos habla también de la lucha contra el propio cuerpo por hacerlo crecer [4], por acelerar la maduración, por ir más rápido; prisa ésa de la que después uno se arrepiente, porque el tiempo no vuelve e gli orizzonti perduti non ritornano mai. Libro amable, lleno de detalles encantadores en el que también se perfila la soledad de la madre, retrato cordial, pero con salitre y olor a pequeño puerto de pescadores, de esa pequeña barca de la infancia que sale a mar abierto buscando otros puertos. Sin duda es una lectura provechosa y a ratos encantadora. Quizás el traductor podría haber dado algún aliento más poético a ciertas descripciones, pero también él ha hecho un buen trabajo:
 
  En septiembre ocurren días de cielo descendido a la tierra. Se abre el puente levadizo de su castillo en el aire, bajando por una escalera azul, el cielo se apoya durante un rato en el suelo. A los diez años podía ver los peldaños cuadrados y recorrerlos hacia arriba con los ojos. Hoy me contento con haberlos visto y con creer que siguen existiendo. En las terrazas, escalonadas para las vides, los pescadores hacen de campesinos y recogen los racimos en cestos hechos por las mujeres. Antes incluso de exprimirlos, el día de la vendimia embriaga a los descalzos entre las hileras al sol y el enjambre de las avispas sedientas. La isla, en septiembre, es una ubre de vino (pág. 82).

            Yo me detendría también a examinar la maravillosa fotografía de la portada de Los peces no cierran los ojos. Es uno de esos raros casos en que la portada no sólo no desmerece del libro, sino que nos ayuda. El fotógrafo chileno, recientemente fallecido, Sergio Larraín fue el autor de esta espléndida imagen.
  
Herder publicaba hace años bastante teología teutona, de ésa que no podía faltar en la biblioteca de alguien que quisiera preciarse de estar al día. Hace unos años cambió su política editorial (la teología vende muy poco en este país) y, bueno, sólo de tarde en tarde deja caer algún libro realmente interesante. Claro que los teólogos (alamanes, francos, lombardos, burgundios, godos o visigodos) tienen mucha responsabilidad por haber recogido velas en una época de indigencia y de presión. Herder se ha decido por los romanos de toda la vida; ciertamente, lucharon en la frontera del Rin junto a maestros alemanes a los que resulta difícil romanizar. Así, el amigo Gianni Vattimo es mucho más inteligible que su maestro Heidegger, y la editorial alemana anda en la publicación de sus trabajos. He leído con gusto Gianni Vattimo y Carmelo Dotolo, Dios: la posibilidad buena. Un coloquio en el umbral entre filosofía y teología, Barcelona, Herder, 2012. No se trata propiamente de un diálogo, pues lo que ha hecho el profesor de la Lateranense Giovanni Giorgio es formular casi por separado preguntas a Vattimo y a Dotolo. Éste es un teólogo bastante famoso en Italia, pero del que teníamos muy pocas noticias en España. Curiosamente, me he sentido más cerca de Vattimo. Esto lo dice uno que durante muchos años ha pensado que el pensamiento débil podía ser una forma elegante de renunciar a pensar. Es posible aprender de las reflexiones de ambos autores y, sobre todo, podemos pensar desde ellos, pues no se trata de estar de acuerdo o en descuerdo, sino de seguir el propio camino y mantener los ojos abiertos como los peces. El título me ha recordado unas palabras que no hace demasiado pronunció Joseph Ratzinger invitándonos a actuar como si Dios existiese; se trataba de un retruécano sobre la frase de D. Bonhoeffer, etsi Deus non daretur. Yo también pienso que Dios es la posibilidad buena del hombre y, pese a que no comparto esa especie de reducción antropológica que Vattimo realiza en ocasiones (no siempre, desde luego), tengo para mí que pensar a Dios nos hace más humanos.

Lo vi en el escaparate de Palas y me llamó la atención el título. Sin embargo, no quise comprarlo pese a que el primer vistazo me dejó una impresión muy buena. Me recordó aquellas obras formidables de Peter Brown. Tal vez fue por eso, porque algunos golpes de memoria me sacudieron: un invierno frío llegué a Madrid para resolver algunos asuntos. Había viajado en el talgo que partía desde la Estación de Córdoba—reducida hoy a centro comercial—y que sólo alcanzaba la capital después de cuatro horas y media si no había retrasos [5]. Mi tren de regreso salía a primera hora de la tarde y aproveché la mañana para visitar algunas librerías y acabar en la Cuesta de Moyano. Allí encontré el primer libro de Brown: Agustín de Hipona, editado por la Revista de Occidente. Me pasé el viaje de vuelta—negra luz de la tarde—sumergido en aquella biografía cuyo estilo suscitó mi admiración. Después fui leyendo todo lo que de Peter Brown aparecía publicado en castellano. ¿Cuánto ha llovido? Se han borrado mis huellas en todas las playas, pero el tiempo ha cincelado las suyas en mi rostro. Finalmente, unos días después, lo adquirí: Giusto Traina, 428 después de Cristo. Historia de un año, Madrid, Akal, 2011. Realmente se parece a las obras de Brown por el modo de contar la historia. El prólogo se debe a Ramón Teja, uno de los pocos historiadores españoles interesados en la vida de los monjes de la Antigüedad Tardía (ha publicado un par de esas vidas en Trotta). Traina nos ofrece un viaje alrededor del Mediterráneo en sentido inverso a las agujas del reloj en el año 428: empezando por el pequeño reino-tapón de Armenia [6] nos lleva de la Mano de Flavio Dionisio al mundo de Nestorio para, por la vía de los peregrinos, alcanzar, Constantinopla. De allí viajamos al Ilírico y a Rávena, en la frontera norte, para pasar a una Galia expectante ante unos vándalos que querrán dejar su huella en Hispania antes de pasar al África de Agustín. Desde la antigua colonia fenicia somos llevados al don del Nilo para acudir a la celebración de la Pascua en Jerusalén antes de acabar en la corte del Gran Rey. Diría que 428 d. C. es una lectura absolutamente recomendable. A mí me ha enganchado mucho más que la inmensa mayoría de las novelas que he leído en los últimos meses. Estamos ante una forma muy atractiva de hacer historia en la que sin perder un ápice de rigor contemplamos horizontes que nunca podremos ver.

Y no quiero dejar esta entrada pascual sin hacer referencia al poemario de Enrique García-Máiquez, Con el tiempo, Sevilla, Renacimiento, 2010. Conocía e este poeta, porteño nacido en Murcia, por diversas vías. El primero que me habló de él, si no recuerdo mal, fue ese otro gran poeta que es José Julio Cabanillas. Sigo la gacetilla de García-Máiquez, pues tiene la virtud de hacernos ver lo cotidiano con unos ojos muy cercanos a la admiración y la curiosidad de la infancia. En Con el tiempo nos encontramos con su estilo habitual: clásico e íntimo y pegado con frecuencia al endecasílabo, que maneja con admirable soltura. En el poemario nos ha dejado las huellas entrañables de la muerte de su madre y de su deseada paternidad (de el hijo que no tengo se llega a el llanto de una niña sostiene las constelaciones). Persona de profunda raigambre religiosa, García-Máiquez sabe ver y decir, que es lo propio del poeta, esa luz que brilla en aquellos lugares a los que no solemos dirigir la mirada. Y todo esto lo sabe hacer el poeta con un sentido del humor al que no es ajeno su admiración por Chesterton:

ÚLTIMAS VOLUNTADES

Cuando me muera, que entierren
conmigo el despertador.
Será gracioso que suene.

Lo malo es que lo confunda
con las trompetas del Jicio,
y dé un salto de la tumba.

En mitad del cementerio,
perdido, de madrugada,
ya no cogería el sueño.

Mejor que no entierren nada.

            Y por esas cosas de la lectura el poema me trajo a la memoria el jocoso epitafio de un cristiano romano allá por los albores del siglo IV: ¿De dónde vienes? De allá. ¿Adónde vas? Hasta aquí.

            Estamos en la Fiesta de la libertad, la Pascua, la que rompe todo aquello que nos ata al miedo. Es hermoso vivir sin miedo. Desde hace años me pregunto—quizás debido a mi carácter un tanto bizantino en todos sus sentidos—si el Cielo estará lleno de libros. Y, sin duda, habrá millones de historias que, como los antiguos judíos, como los antiguos griegos, podremos escuchar. Ya no nos pesará el tiempo, ni tendremos prisa por acabar porque todo será siempre nuevo; pero mucho mejor citar las palabras del Vidente de Patmos: ἐγὼ τὸ Α καὶ τὸ Ω, ὁ πρῶτος καὶ ὁ σχατος, ἀρχὴ καὶ τέλος.

            Y para terminar dos canciones sobre las que el tiempo no pesa; porque las cosas no pasan: somos nosotros lo que pasamos.



               Shalom 

[1] ¿Será posible que mi memoria no esté ya segura de un libro leído con detenimiento hace unas semanas?

[2] Cuando los Predicadores estaban en los comienzos y andaban enamorados, como Francisco, de la Dama Pobreza, Alberto hizo dimitir a dos priores que se habían presentando en una reunión montados en sendos caballos.

[3] Sí: exactamente el mismo que nos aconsejaba no confundir la velocidad con el tocino; maguer yo siempre establecía la relación imaginando—allá quedan mis trece años—un bueno trozo de tocino en un suelo pulido y encerado y al profesor—el padre Mario—pisándolo con sus zapatos de material (como se decía entonces) y alcanzando la velocidad de escape del aula mientras salía disparado por la puerta. ¿Quién no ha dibujado coches en clase con diez u once años? ¿Quién no ha escuchado las lecciones de cuerpo presente mientras su espíritu vagaba libre entre las nubes áureas? Todo eso antes de querer el color rosa de la tarde aquel aniversario de John Lennon para decir un te quiero.

[4] Toda la vida—desde párvulos “D”—esperando a sexto de bachillerato para ser los mayores, los más altos del Colegio y cuando llegas, vuelves la cabeza para descubrir que los del curso inferior te sacan, aun siendo más pequeños, exactamente eso: una cabeza. Claro que en ingreso y primero uno quería ser el mayor para dejar de recibir golpes y no por la pura estatura. Mas yo, siendo más bien de tamaño portátil, envidié siempre a los compañeros que en quinto rascaban sus barbas. Tuve que esperar los años que aún no he cumplido para sentir algo parecido.

[5] En un mundo menos estandarizado, más abierto y diferente, los imprevistos eran una parte deliciosa de los viajes. Lo retrasos de los trenes (recuerdos un viaje a Burgos desde Madrid que duró casi diez horas) formaban parte de aquellos imprevistos que, por ser tales, nos sacaban de nuestra estrecha visión abriéndonos a lo inesperado.

[6] Armenia, el primer reino cristiano (ca. 305 d. C.); son los armenios gentes curiosas, tenaces y admirables en su capacidad de resistencia. Víctimas del primer gran genocidio (los turcos saben no sólo quemar bibliotecas), su capacidad de aguante expresa la profundidad de sus raíces.

domingo, 1 de abril de 2012

Andrés Torres Queiruga

REPENSAR A DIOS


            Estaba dispuesto a subtitular: “En defensa de Andrés Torres Queiruga”; pero no sé si le haría un favor que alguien como yo, desconocido, hablase de él. En cualquier caso, esta entrada es también un homenaje al teólogo español más relevante y original de los últimos años; una persona que ha prestado un gran servicio a la comprensión de la fe; es decir, a hacerla viva, cosa que por lo visto molesta a algunos con gorro picudo [1], pues si comprendemos, empezamos a vivir de forma consciente y, claro, así se hace más difícil el control del personal. Recordaré aquí en honor del teólogo gallego una anécdota personal que me refirió alguien poco después de abandonar la regencia de una célebre universidad romana: condenados Chenu y Congar, quien presidía la Provincia de Francia de la Orden de Predicadores, a la que los reos pertenecían, comentó: “Si los han condenado, es que tienen razón. Es sólo cuestión de tiempo que lo reconozcan”. Y ahí radica buena parte de la tragedia.

Llevo algunos años, tal vez unos treinta y cinco, liado con la teología. Como a la mayoría de la gente de mi edad, ya mayores y nacidos en otro mundo porque era otro el tiempo, los recuerdos se me aparecen a veces mezclados aunque con nitidez. En ocasiones uno es incapaz de reconocer si sus recuerdos con suyos o son los recuerdos que otros plantaron en su memoria. Esto hace que nuestra identidad—al menos la mía porque no quiero ser pretencioso—sólo se nos dé en fragmentos. La lengua de mi infancia murió hace mucho y quizás ni las palabras signifiquen lo mismo. Con los años van desapareciendo países e incluso continentes. Recuerdo la impresión que me causó leer por primera vez un texto de Agustín y la cita que escuché a Miguel Pérez del Valle: Yo soy mi memoria. Quizás por eso desde entonces escribo algo cada día, procuro atrapar, cuando no engatusar a mi memoria, con algún recuerdo e incluso en el colmo de la insensatez me levanto en mitad de la noche para escribir mis sueños, que también soy yo, aunque a veces no sepa qué yo es ese yo que se me aparece por las noches. En otra época, más joven e inquieto, incluso me angustiaba el paso imparable del tiempo. Quizás por eso a muy temprana edad me aficioné a la historia; fue tal vez la primera disciplina que disfruté en una época en la que huía de los estudios cada vez que veía un libro. Era yo lector de tebeos. Doce años: fue ayer si no me equivoco. El cuaderno de historia fue el primero que intenté poner en orden en toda mi existencia escolar: Babilonia con sus jardines colgantes e incluso recorté unos dibujos de un primer coleccionable que nunca terminé; ya no eran álbumes, Gran Álbum Maga, sino fascículos. Descubrí por la puerta estrecha de la historia—nunca he militado entre los historicistas, aunque reconozco la envidia que me suscitan—entré en el mundo del arte, de la filosofía y de la teología. La poesía estuvo siempre aparte sin que acierte a explicarme su carácter abarcador, pues aparte significa en este caso la capacidad para englobar toda experiencia en la sensibilidad. Sí, hay olores históricos: la vida es una inacabable sinestesia. Además de los íntimos, es el fracaso que más me duele, porque la poesía siempre es íntima: intimimor intimo meo, para volver al de Hipona.

            Sí, perdí mis primeros cien libros de poesía porque los entregué con una generosidad equivocada; muchos tenían dedicatorias de amigos y entre ellos estaba mi primera antología de don Antonio Machado, que había comprado en la librería del mismo nombre. Antes de semejante pérdida cayó en mis manos un libro fascinante: Historia Antigua de Israel, de J. Bright (discípulo de W. F. Albright) que había editado en España DDB con una portada de un azul profundo. Me sumergí en el Bright y me perdí para siempre. Por aquellas fechas, como todo adolescente que se preciase, había tenido mi primera crisis de fe y la había abandonado; gracias a Dios, la abandoné lleno de dudas. Por eso me sentaba tan mal la duda metódica, que siempre me ha parecido una falsedad manifiesta (y respeto a Descartes pese a todo). Con los años llegué a la conclusión de que haber recibido el don de la fe implicaba también haber recibido el de la duda, pues la fe se nos ha concedido en nuestra existencia real: finita, ambigua e histórica, siempre contextualizada. Absolutizar la fe es ponerla en lugar de Dios. Nada resulta tan detestable como el fundamentalismo, especialmente el religioso. En estas fechas somos invitados a recordar cómo los fundamentalistas de su tiempo, en defensa de la ortodoxia muerta de una fe tullida, asesinaron a la Palabra. Me permitiré lo siguiente:

Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος, καὶ ὁ λόγος ἦν πρὸς τὸν θεόν, καὶ θεὸς ἦν ὁ λόγος.  οὗτος ἦν ἐν ἀρχῇ πρὸς τὸν θεόν. πάντα δι' αὐτοῦ ἐγένετο, καὶ χωρὶς αὐτοῦ ἐγένετο οὐδὲ ἕν. ὃ γέγονεν ἐν αὐτῷ ζωὴ ἦν, καὶ ἡ ζωὴ ἦν τὸ φῶς τῶν ἀνθρώπων· καὶ τὸ φῶς ἐν τῇ σκοτίᾳ φαίνει, καὶ ἡ σκοτία αὐτὸ οὐ κατέλαβεν. Ἐγένετο ἄνθρωπος ἀπεσταλμένος παρὰ θεοῦ, ὄνομα αὐτῷ Ἰωάννης· οὗτος ἦλθεν εἰς μαρτυρίαν, ἵνα μαρτυρήσῃ περὶ τοῦ φωτός, ἵνα πάντες πιστεύσωσιν δι' αὐτοῦ. οὐκ ἦν ἐκεῖνος τὸ φῶς, ἀλλ' ἵνα μαρτυρήσῃ περὶ τοῦ φωτός. Ἦν τὸ φῶς τὸ ἀληθινόν, ὃ φωτίζει πάντα ἄνθρωπον, ἐρχόμενον εἰς τὸν κόσμον. ἐν τῷ κόσμῳ ἦν, καὶ ὁ κόσμος δι' αὐτοῦ ἐγένετο, καὶ ὁ κόσμος αὐτὸν οὐκ ἔγνω. εἰς τὰ ἴδια ἦλθεν, καὶ οἱ ἴδιοι αὐτὸν οὐ παρέλαβον. ὅσοι δὲ ἔλαβον αὐτόν, ἔδωκεν αὐτοῖς ἐξουσίαν τέκνα θεοῦ γενέσθαι, τοῖς πιστεύουσιν εἰς τὸ ὄνομα αὐτοῦ, οἳ οὐκ ἐξ αἱμάτων οὐδὲ ἐκ θελήματος σαρκὸς οὐδὲ ἐκ θελήματος ἀνδρὸς ἀλλ' ἐκ θεοῦ ἐγεννήθησαν. Καὶ ὁ λόγος σὰρξ ἐγένετο καὶ ἐσκήνωσεν ἐν ἡμῖν, καὶ ἐθεασάμεθα τὴν δόξαν αὐτοῦ, δόξαν ὡς μονογενοῦς παρὰ πατρός, πλήρης χάριτος καὶ ἀληθείας. Ἰωάννης μαρτυρεῖ περὶ αὐτοῦ καὶ κέκραγεν λέγων, Οὗτος ἦν ὃν εἶπον, Ὁ ὀπίσω μου ἐρχόμενος ἔμπροσθέν μου γέγονεν, ὅτι πρῶτός μου ἦν. ὅτι ἐκ τοῦ πληρώματος αὐτοῦ ἡμεῖς πάντες ἐλάβομεν, καὶ χάριν ἀντὶ χάριτος· ὅτι ὁ νόμος διὰ Μωϋσέως ἐδόθη, ἡ χάρις καὶ ἡ ἀλήθεια διὰ Ἰησοῦ Χριστοῦ ἐγένετο. θεὸν οὐδεὶς ἑώρακεν πώποτε· μονογενὴς θεὸς ὁ ὢν εἰς τὸν κόλπον τοῦ πατρὸς ἐκεῖνος ἐξηγήσατο.
Lógicamente, se trata del prólogo del Cuarto Evangelio. la evidencia nos dice también que el poder, incluyendo al poder religioso, preferirá siempre las tinieblas a la luz. Por eso el Nazareno tiene tan mala prensa entre los piadosos oficiales.

Es obligado repensar constantemente a Dios para no convertirlo en un dios que acabe sancionando solemnemente los crímenes que se cometen en su nombre. Torres Queiruga lo ha hecho cumpliendo su función y su misión de teólogo; pero los que han perpetrado cierto documento parece que no saben leer. O tal vez algo peor… porque uno recuerda con dolor la profecía de Caifás. La tragedia para nosotros es que documento tan oficial [2] emplea las palabras al tuntún, sin entender que siempre se dan en un contexto. Sólo haré unas preguntas: ¿es histórico lo mismo que real? ¿La ascensión de Jesús es un hecho histórico? ¿Ha alcanzado ya Nuestro Señor la órbita de Júpiter? ¡Defendednos de nuestros amigos que de nuestros enemigos ya nos encargamos nosotros! Parece que la autor del documento, apagada ya su inteligencia por el peso ingente de la mitra, ha alcanzado la lengua universal y que el pobre teólogo es el único contextualizado. El señor obispo ha olvidado que la fe de la Iglesia es la que se profesa en un contexto determinado: la inmutabilidad de las formulaciones implica que se acaba no entendiendo y ¿a quién puede interesarle una fe que no actúa ya nada? Es preferible, sin duda, un pájaro espermólogo que grazne sin que nadie se entere no vayan a cambiar las cosas…

Dicho lo cual afirmo: no sólo he aprendido leyendo los libros de Torres Queiruga, sino que he disfrutado y me ha ayudado enormemente a empujar algunas puertas. Llegué a Amor Ruibal, que me hizo pensar, gracias a él. Y Torres Queiruga confirmó mi idea de que es preciso repensar a Dios para que siga siendo Dios y no un dios. La lectura de su libro sobre la resurrección fue especialmente estimulante. Dígase lo mismo sobre su comprensión de la Revelación y la última obra que de él he leído sobre el mal.

Y como sabemos, sobre todo en esta semana, que donde está el peligro crece lo que salva (pues encontramos salvación en la cruz, que es realmente peligrosa), ahí van algunos de los libros del teólogo Andrés Torres Queiruga, que tanto bien ha hecho a muchos:

Recuperar la salvación, Madrid, Encuentro, 1979; Constitución y Evolución del Dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación, Madrid, Marova 1977; La revelación de Dios en la realización del hombre, ed. Cristiandad, Madrid 1987;  Creo en Dios Padre: el Dios de Jesús, como afirmación plena del hombre, Santander, Sal Terrae, 1986;  La constitución moderna de la razón religiosa. Prolegómenos a una Filosofía de la Religión, Estella, Verbo Divino, 1992; ¿Qué queremos decir cuando decimos “infierno”?, Santander, Santander, 1995, Repensar la Cristología. Ensayos hacia un nuevo paradigma, Estella, Verbo Divino, 1996; Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Santander, San Terrae, 1997;  El problema de Dios en la Modernidad, Estella, Verbo Divino, 1998; Fin del cristianismo premoderno, Santander, San Terrae, 2001; Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y la cultura, Madrid, Trotta,  2003;  Repensar el mal. De la ponerología a la teodicea, Madrid, Trotta, 2011.

Sé que Andrés Torres Queiruga se me merece una entrada mejor que ésta y mejor de lo que yo pueda escribir.

Shalom.

[1] La mitra. La palabra está emparentada con los cascos militares e históricamente parece que los jerarcas la llevan a semejanza del mitznefet de los prelados del Sanedrín, precisamente aquellos que en nombre de Dios condenaron a Jesús. Muy apropiado que el documento sobre Torres Queiruga lo firme uno de éstos que lleva mitra, prenda cuya mejor definición se debe, sin duda, a mi querido profesor de griego bíblico durante años, el padre Antonio García del Moral y Garrido: La mitra es el apagavelas de la inteligencia.

[2] Con los años será preciso que venga un agrimensor de la fe para interpretar el documento y, a fin de salvar el prestigio de los mitrados, diga que el documento no dice lo que dice, sino lo que quiso decir cuando no dijo lo que dijo, sino lo que pretendía decir que no fue precisamente lo que dijo, pero es que lo dicho debe ser contextualizado cuidadosamente a fin de entender lo que se dijo en verdad que no fue lo que se dijo.