domingo, 27 de marzo de 2011

Shusaku Endo

MIRAR EL MAL CARA A CARA
Cuando el aire es veneno


            En una de las primeras entregas de esta gacetilla hablé del novelista japonés Shusaku Endo y, si recuerdo bien, lo hice a propósito de una novela angustiosa que en mi primera juventud me im­pactó con fuerza, Silencio. Quizás fuese Graham Greene, de quien yo devoraba todo lo que caía en mis manos, quien me señaló al japonés. No lo recuerdo, pero sé que tengo asociados ambos nom­bres, quizás porque El factor humano [1] o tal vez El poder y la gloria me recuerdan a Endo, siem­pre a la búsqueda de la conciencia humana. He leído mucho de lo que hay del novelista nipón en castellano: además de Silencio, Río profundo, Jesús, Samurái y Escándalo. Todas las novelas guar­dan profundas semejanzas, aunque sus temas sean diferentes. Me gustaba de Endo la capacidad para crear personajes que reaccionaban de diferentes maneras ante las situaciones, y no eran marionetas pues aunque como lector me pudiera quejar de ciertas reacciones, aquellos personajes pasaban junto a mí como personas reales, de carne y hueso, con sus contradicciones y miedos. Por eso compré el último viernes El mar y veneno, Barcelona, Ático de Libros, 2011. La traducción ha sido realizada por David Favard, y queda sólo afeada por el leísmo. El libro de Endo estaba en la mesa de novedades de la Librería Palas e incluso antes de ver el nombre del autor, me atrajo la portada. Como sabe quien ha leído esta gacetilla, en algunas ocasiones la portada de un libro es decisiva para mí; en este caso tenía algo de doloroso, quizás la macha granate en el lomo del pez. Después he aprendido que la portada está hecha sobre un gyotaku; se trata de una forma que los pescadores japoneses del siglo XIX tenían para documentar sus capturas. El pez sacado del agua está muerto. Hay algo trágico en esas representaciones de una vida que ya no está [2] como también es trágico ver pasar la vida de las personas muertas en vida y quizás esto sea una buena parte del contenido de El mar y veneno. 



            Hemos oído hablar muchas veces de los experimentos médicos que se realizaron durante la Segunda Gran Guerra en los campos de extermino; el nombre de Mengele provoca un rechazo in­mediato; menos conocido es Ishii Shiro, que llevó a cabo una gran cantidad de experimentos sobre seres humanos en China al comienzo de los años cuarenta del pasado siglo. Es el “Mengele nipón” y murió tranquilamente en 1959. Menos conocidos aún son los experimentos que se hicieron en Es­paña al final de la Guerra Civil... Sin embargo, lo que más llama mi atención es que los más recien­tes actos de barbarie no ocupen las portadas de los diarios [3] y sólo de tarde en tarde aparecen al­gunas noticias—ya sin responsables—sobre lo que los científicos [4] han hecho con los trabajadores mejicanos, en África Central o en algunas regiones de Asia. Todo sea, claro está, por el bien de la humanidad, ese concepto abstracto en el nombre del cual seguimos cometiendo crímenes. Aquí nos coloca Shusaku Endo: delante de un conjunto de hombres normales a los que las circunstancias po­nen ante la barbarie. Deben tomar una decisión. En el hospital universitario japonés de Fukuoka un grupo de médicos, empujados por la ambición de un cirujano, realizará experimentos sobre prisio­neros de guerra estadounidenses: vivisección, enfriamiento... Estamos al final de la Segunda Guerra Mundial.

            La estructura de la novela acumula hallazgos—y pensemos que estamos ante una obra publi­cada originalmente en 1958. No hay un desarrollo lineal, sino que Endo ha procedido mediante la memoria de algunas de las personas implicadas en los casos. Todo empieza cuando el narrador, que se ha trasladado con su esposa a la zona residencial de Matsubara Oeste, cerca de Tokyo, debe acu­dir a un médico porque necesita tratamiento para el neumotórax. Ese médico es el doctor Suguro, cuyos dedos le recuerdan a gusanos, que en otro tiempo trabajó en Fukuoka. Suguro es un hombre enigmático, encerrado en sí mismo, en una casa cuya descripción resulta deprimente y que nos en­trega el alma del médico. Endo recurre a lo largo de toda la novela a la lectura psicológica del am­biente de manera que los colores, los contrastes de luz y la oscuridad creciente son aproximaciones al estado de ánimo de los protagonistas. Por casualidad, el narrador debe acudir como representante de la familia de su mujer, embarazada, a una boda que se celebra precisamente en Fukuoka. Su cu­riosidad hará el resto.

            En una analepsis vamos asomándonos a la situación y a la conciencia de los personajes; aun­que quizás hablar de conciencia no sea exacto en todos los casos. En este sentido me parece espe­cialmente remarcable el relato del doctor Toda que quiere, como su amigo Suguro, asegurarse el puesto, progresar en su carrera académica a cualquier precio. Sugura, Toda, el Viejo, Shibata, Asai, Hilda, Ueda... aparecen delante de nuestros ojos en un ambiente tal que respirar parece imposible. El mar, ese lugar donde los peces encuentran vida, se convierte en veneno y lo único que nos deja un gyotaku es la sombra de muerte; así, el hospital cambia la vida por la muerte con el pretexto del bien futuro, de posibles vacunas, de salvar más vidas al precio de acabar con otras. No he podido evitar recordar algunas frases de Nietzsche al escuchar la voz distante, plomiza, de Toda, con la bra­sa del cigarrillo brillando en la oscuridad mientras las bombas caen sobre la ciudad. El nihilismo no es una experiencia arrebatadora, no es un éxtasis frenético de bacantes que danzan alrededor de su víctima; aunque oficiales japoneses coman incluso el hígado de una de las víctimas, de piel blanca y pelo rubio, en un acto de barbarie, el nihilismo aparece en la obra como un simple dejarse llevar, ver como normal el espanto y la incapacidad manifiesta de mirar al mal como mal; algunos buscarán razones para cometer un crimen. Y las encontrarán en el servicio a la patria, el avance de la ciencia... o simplemente, se le cambia el nombre: en un ritual mágico el significante es el que confiere significado y, así, la vivisección de un hombre es una “operación”; de esta manera la vive Toda, así está a punto de verla Suguro, pero su pasividad acaba convirtiéndolo en cómplice [5]. 



            La palabra “escalpelo” me produce vértigo; me basta oírla para sentir un sudor frío por la espalda y una angustia auditiva que invade mi espíritu. Esa palabra aparece con frecuencuia en el relato; pero Endo no se complace en las descripciones duras, porque la verdadera dureza está en el gesto de aquel que accede a asesinar al otro simulando que no pasa nada; pero semejante simulación, repetida una y otra vez, acaba sustituyendo a la realidad. Después de las tres de la tarde, Suguro no hace su ronda habitual; aunque aterrado, ha sido cómplice de una vivisección. Endo entonces da un giro, rompe el relato y nos pone delante de Mitsu Abé, una paciente que confía en Suguro, que habla con delicadeza del doctor, esa buena persona que se porta muy bien con los enfermos. El choque es tremendo y el novelista lo ha conseguido cambiando simplemente el escenario, ofreciéndonos la humanidad del médico con otros.

            Me permito citar a Endo:

     ¡Oh, venga ya! Matar a una paciente no es algo tan terrible. Desde luego, no es algo nuevo en el mundo de la mediciona. ¡Así es como se progresa! Ahora mismo en la ciudad está muriendo un montón de gente en los bombardeos y a nadie le importa. Mejor matar una anciana aquí, en el hospital, a que muere en un bombardeo. ¡Al menos así su muerte valdrá para algo, chico! (pág. 62).

     El mar hoy parecía oscuro y amenazador. Desde Fukuoka subían remolinos de polvo marrón que parecían manchar las nubes, que eran de color de agoldón viejo, e incluso al pálido sol. Ganar la guerra o perderla. A Suguro le daba igual. El simple esfuerzo de pensar en estas cosas le oprimía como una losa de piedra (pág. 64).

     En la sala de operaciones sólo se distinguía el eco de los gruñidos del Viejo, el quebrar de los huesos y el sonido escueto con el que caían en la bandeja. De nuevo el Viejo tenía la frente sudada, y la enfermera jefe le limpió con la gasa (pág. 75).

     Cuando Suguro volvió a abrir los ojos en la oscuridad, oyó el lejano rugir del mar, y la masa negra del océano elevándose por encima de la costa, y luego, la misma mole negra retirándose de nuevo.
     ¿Por qué había aceptado? No había podido negarse. Ni siquiera se le había ocurrido. Pero aquella tarde, en el despacho del doctor Shibata, si hubiera podido reaccionar y rechazar la propuesta, loo habría hecho.
     Había dicho que sí. Había asentido. Había aceptado. ¿Era porque Toda le había arrastrado a ello? ¿O porque tenía una migraña terrible, y náuseas mordiéndole la boca del estómago? Las llamas del brasero azul y el olor del cigarrillo de Tod le habían debilitado y anulado sus sentidos aún más (págs. 93s).

     No se lo tome así. Trabajaría para su país. Todos los prisioneros han sido condenados a muerte de todos modos. De esta manera, contribuirán al desarrollo de la ciencia.—El doctor Asai enumeró todas las razones en las que ni él creía. Luego añadió, con voz algo incómoda—: ¿Lo hará? (pág. 125).

     Cuando los oficiales empujaron las puertas de la sala de operaciones y salieron al pasillo, el débil sol del atardecer entró desde la ventana. Los oficiales miraron hacia fuera frotándose los ojos, girando el cuello con expresión disgustada, masajeándose los hombros y bostezando aparatosamente.
     —Pues no ha sido nada del otro mundo—dijo uno, de repente. Sus palabras, pronunciadas en voz alta, rebotaron por las paredes tal y como había sido su intención (pág. 178s).

            Mirar el mal cara a cara y reconocerlo como tal para poder hacerle frente, aunque uno se sepa derrotado de antemano; éste no es uno de los méritos menores de la obra de Endo, que, en algunos momentos, me ha recordado páginas de Camus por la lucidez. El mar y veneno, escrita hace más de cincuenta años, sigue manteniendo su actualidad no sólo por su tema, sino también por la forma que Endo ha tenido de plantearnos los problemas. Lo que hace buena a una novela es su calidad literaria, y El mar y veneno la tiene. Resulta doloroso leerla, pero no sólo da que pensar, sino que nos muestra cómo en ocasiones hemos sido capaces de envenenar hasta la belleza.

            Shalom.

[1] Uno de los títulos más certeros que se hayan puesto nunca. No recuerdo haber hablado de Greene en esta gacetilla, pero fue uno de los deslumbramientos antes de llegar a los veinte años. Quizás porque tenía ese aspecto desaliñado que me gusta tanto, tal vez porque Nuestro hombre en La Habana me hizo reír como pocos libros en mí vida, quizás porque El revés de la trama me emo­cionó o quizás, más seguro, porque la moral de derrota de los personajes de Greene los hace gran­des, pues es posible que sólo la derrota nos torne humanos.

[2] A la muerte le gusta susurrarnos que nadie volverá. Hay un hermoso poema de Ernesto Filardi en La Niña y el Mar, Madrid, Reino de Cordelia, 2010 que acaba de una manera tristemente hermo­sa:

Son sólo siete años. Aún es pronto
para alguien le explique que la muerte
es alguien que se marcha y nunca vuelve.

            Me quedo, sin embargo, con el discurso final de Aliocha en Los hermanos Karamazov: “Vol­veremos a vernos”, porque la muerte no es nunca alguien y sólo es un fin desde esta orilla.

[3] Ya sabemos que los periódicos no viven de las noticias, sino de la novedad. Vergüenza ha dado comprobarlo en las últimas semanas. Cada día mueren miles de personas de hambre y ni una sola aparece en la primera página de los diarios. Sencillamente, no son noticia porque se mueren todos los días; pero ¿qué podemos esperar cuando los medios de comunicación tienen dueños?

[4] Sí, porque los que realizan tales actos son científicos. La ciencia tampoco evita la barbarie e in­cluso un número no despreciable de hombres de ciencia están dedicados exclusivamente a crear nuevas formas de destrucción. Si el progreso en sentido moderno son las innovaciones técnicas, en­tonces no cabe duda de que la destrucción del planeta es un verdadero progreso.

[5] Esta situación describe perfectamente nuestra sociedad, marcada por el nihilismo de una forma mucho más acusada de lo que suele creerse; pero no ha resultado ser algo festivo (como algunos ha­bían imaginado), sino una realidad grisácea que lo invade todo impidiendo percibir los colores de la existencia. Ya hay muchos que prefieren sentir delante del televisor que delante de su propia vida; la mayoría cree ya ciegamente que los juicios morales (por no hablar de los estéticos) son producto de una subjetividad caprichosa: “En mi opinión...” (para nada, desde luego, se entiende ahí la subjetivi­dad como la ha caracterizado Michel Henry). ¿No es nihilismo pasar casi catorce años de la vida—una vida que jamás se repetirá, que es un acontecimiento único en la historia del Universo—delante de la pantalla del televisor? Nihilismo es tener al lado la belleza y haberse vuelto incapaz de recono­cerla, perder el sentido de la compasión y contemplar la muerte como espectáculo, el cotilleo es­túpido, vender la propia alma (la forma menos visible de prostitución, pero la más abominable aunque sea respetada por todos los que reducen la existencia a un negocio), el morbo programado por las televisiones, provocado por los medios de comunicación... Nihilismo es no pararse delante del sufrimiento, abandonar la compasión, el racismo a veces muy sutil de los que no quieren sentarse donde antes hubo otra persona. Nihilismo es tener el alma enferma y para curarse, arráncarsela de cuajo: es la forma mejor para no sentir por uno mismo; quizás por eso cada vez más personas necesitan la televisión o emociones fuertes. Sí, porque han perdido toda la sensibilidad.

miércoles, 23 de marzo de 2011

¿McEwan? ¿Ian McEwan?

INSOLACIÓN
¿Novelas o novelistas?


            Ian McEwan ha madurado mucho desde sus primeras obras: Primer amor, últimos ritos es un libro muy diferente al que me toca abordar hoy. Me refiero a Solar, Barcelona, Anagrama, 2011. McEwan es de sobra conocido y no sería ni siquiera bueno intentar hacer aquí un resumen de su trayectoria literaria, sin duda una de las interesantes de entre los escritores británicos contemporáneos—ha sobrepasado a Martin Amis, que empezó con mucha más fuerza que McEwan, pero también a Julian Barnes [1]. Hace ya unos años, no recuerdo bien cuántos, compré la primera edición de Expiación (movido, entre otras cosas, por la portada), que me pareció una novela espléndida. Lo seguí con interés en Sábado y lo acompañé a trompicones en Chesil Beach. Tuve la sensación de que iba perdiendo pulso movido por la manía francesa de estar vivo, es decir, publicar cada año un libro. De acuerdo, su ritmo es menos, pero aun así McEwan es notablemente prolífico.

            Vi anunciada Solar aprovechando el tirón de Expiación [2]. Dudé, pero acabé comprándola. Debo admitir que la he leído sin dificultad, que no se me ha hecho cuesta arriba; pero también debo decir que no me ha entusiasmado y que, siendo sincero, me parece una novela mediocre. Entiéndase: estoy hablando de un autor del que se puede esperar mucho más... al menos si se tomase suficiente tiempo para escribir. Lamento hablar así, porque McEwan me ha parecido hasta Solar un buen narrador con algunos momentos realmente magníficos. ¿Qué ha pasado con Solar? Contemos el relato con trazo grueso: la historia nos presenta tres momentos en la vida del protagonista, Michael Beard, premio Nobel de Física: 2000, 2005 y 2009 (más el discurso final, muy breve, en el apéndice [3]. Supuestamente, tendríamos que ver la evolución de Beard, es decir, McEwan debería darnos la vida de ese profesor un tanto atolondrado (y a veces hasta tonto); pero, caute!, no ha hecho eso: el narrador, entre omnisciente y deficiente según le interese, ha construido una marioneta con la que jugar. Se trata de un personaje plano, absolutamente plano, que no es capaz de sorprendernos en ningún momento. En verdad la previsibilidad es un rasgo de los hombres, pues solemos actuar de manera semejante en situaciones parecidas [4]; sin embargo, una cosa es la previsibilidad y otra la repetición constante de esquemas: en diez años el profesor no cambia y la visión que se nos ofrece de su juventud—ya era entonces un saco de hormonas descontrolado—no cambia esta situación. Además, los personajes que aparecen alrededor del profesor, desdibujados por capricho del tema, no son capaces de establecer relaciones realmente humanas: los diálogos son un juego de frontón [5] que no dicen nada. Por otra parte, el supuesto humor que aparece en la narración es grueso y tramposo (incluyendo el viaje al Polo); estamos aquí lejos de un humor que sabe, ante todo, reírse de sí mismo: McEwan nos ha puesto delante un mal payaso; pero el problema es que el payaso lo ha perfilado el novelista.

            No sé si el tema, el calentamiento de la Tierra y la búsqueda de energías alternativas, da para más. En cualquier caso, nunca he creído del todo en las novelas-tema, sino en aquellas en las que los personajes se le van de la mano al autor, se independizan y son capaces de salir de las páginas para darse un  paseo por, pongamos, St. James Park. Desde luego, no me ha parecido que McEwan haya querido profundizar en el tema ni con humor ni con seriedad. Tengo la impresión, como he dicho, de que necesitaba escribir una novela y le ha salido Solar, que venderá mucho, no lo dudo, pero al precio de que nos preguntemos si “eso” es lo que el autor puede dar. Cuando los mediocres arremetieron contra Camus después de que le fuese concedido el premio Nobel dijeron que la Academia había otorgado el premio a un autor cuya obra estaba concluida [6]. Yo me niego a creer que la obra de McEwan esté concluido, pues quien ha tenido la inspiración para narrar Expiación volverá, sin duda, a recibir la visita de las musas. Sin embargo, se necesita tiempo. Dicho en la lengua que suele el pueblo hablar a su vecino: las novelas no son churros y, sin embargo, la presión del mercado editorial lleva a esto. Mucho se habla de la presión de las galerías de arte, de la ridiculez de algunas apuestas supuestamente rompedoras y que, en realidad, sólo saben hacer negocio. En el mundo de la literatura pasa algo similar de manera que un autor con éxito es fácilmente condenado al fracaso en virtud del coro de los negociantes que lo han aclamado. Resulta, además, que las grandes editoriales hacen grandes negocios con los medios de comunicación; vamos, que cada periódico tiene su editorial... No quiero llegar hoy más lejos, pero sólo quiero recordar que un buen novelista dijo en una ocasión que el escritor debía estar dispuesto a hacer voto de pobreza. Decir esto en un país como España donde escribir ha sido llorar puede parecer ridículo; pero no lo es, porque los tentáculos del mercado editorial [7] están haciendo más daño del que pensamos. No soy nadie con autoridad para decirlo, pero tal vez algunos buenos escritores deberían mostrar un poco más de paciencia con su obra. No es que Solar sea una mala novela, pero no está a la altura que esperamos de McEwan. Sin embargo, el negocio es el negocio. Y los lectores debemos defendernos: un nombre no es garantía de la calidad de una obra [8].

            Shalom.

            

[1] Sin embargo, me parece que la trayectoria de Barnes, dos años mayor que McEwan, es más interesante; no sólo por Nada que temer, El loro de Flaubert, sino también por la espléndida Arthur y George. En cuanto a Amis, leí con mucha atención Koba, el terrible y Experiencia.

[2] Curioso, porque había otras novelas más recientes. Pese a las reticencias de algunos, me parece que todos estaremos de acuerdo en que Expiación es la mejor novela con diferencia que ha escrito el autor inglés. Y no se trata sólo de la estructura; oí repetir hasta la saciedad aquello de la “caja china”. Sin duda, la forma en que está construida Expiación está muy bien pensada (y no creo que se trate, como he llegado a leer, de un asunto de mercadotecnia), pero no es lo esencial: los personajes tienen vida propia y no son unas marionetas en manos del autor.

[3] En todas partes se impone la costumbre de los escritores norteamericanos de los agradecimientos. Quizás me equivoque, pero mi memoria me dice que comenzaron los ensayistas siempre con la coda “pero la responsabilidad de los errores es enteramente mía”. Posteriormente, esta costumbre—que en Europa se arreglaba en la notas—pasó a los novelistas y ha terminado saltando el océano. Es verdad: de bien nacido es ser agradecido, pero ¿son necesarios tantos agradecimientos? En fin, yo podría agradecer al Eterno la existencia del Universo del cual soy una pequeña, pero no despreciable, parte; incluso podría remontarme al homo habilis o a otros antepasados supuestamente más nobles.

[4] Leía Mafalda una frase poco original: “El hombre es un animal de costumbres” y se preguntaba si no sería, más bien, que de costumbre el hombre es un animal... La previsibilidad de la conducta humana constituye uno de los fundamentos de los análisis de Freud, que fue capaz de reducir lo otro a lo mismo con notable éxito. Con la cantidad de veces que se casa Beard, tal vez cabría la posibilidad de haberlo enviado a un buen psicoanalista (yo apostaría por uno argentino, que tal vez hubiese leído a Cortázar) y, al menos, se nos hubiera entregado algo diferente, la infancia del rechoncho profesor. Claro que un buen psicoanalista hubiese sido malo para la novela, pues nos habría dado el final anticipadamente ahorrándonos la lectura de algunas decenas de páginas sin demasiado interés.

[5] No hablo de “relaciones normales”, pues de cerca nadie es del todo normal (con lo cual, de paso, la anormalidad se convierte en la normalidad: paradojas de la estadística).

[6] Tal se dijo, si no me equivoco, en la revista de Sartre y con el beneplácito de éste que nunca perdonó al pied noir haber escrito El hombre rebelde, pero, sobre todo, el hecho de que Camus tenía mucho más éxito con el sexo opuesto, que no era el tercero.

[7] ¡Mercado! ¿Se me ha entendido? Ley de la oferta y la demanda que en ningún caso puede decidir sobre la calidad literaria. El caso de Barrico, por ejemplo, y sobre el italiano tengo la misma opinión que Gillo Dorfles.

[8] Todo el mundo sabe que el maravilloso poeta que fue, y es, don Antonio Machado hizo algunos poemas muy mejorables; pero aquí también entra la manía editorial de publicar todo sin tener en cuenta los deseos del autor, que deberían respetarse. 

jueves, 17 de marzo de 2011

Gesché, Ruster... y Bashô

De teólogos...
...y lejanos poetas



           Supongo que a todos nos ha causado una fuerte impresión la tragedia del terremoto y sus consecuencias en Japón. Tenía intención de hablar esta semana de dos libros de teología, cosa que haré, pero añadiré una apostilla, como una modesta muestra de admiración por la cultura japonesa.

            Empezaré por Adolphe Gesché, La paradoja del cristianismo. Dios entre paréntesis, Salamanca, Sígueme, 2011. Gesché es un famoso teólogo, que fue ganando relevancia a medida que conocimos su obra. Nacido en 1928 y muerte hace ocho años, se formó en la Universidad Católica de Lovaina, que tan buenos pensadores ha forjado, y allí desarrolló buena parte de su labor docente. En España la misma editorial ha publicado buena parte de su trabajo (Dios para pensar: el mal; El hombre; Dios; El Cosmos; El destino; Jesucristo; El sentido). Creo que haber leído la totalidad de la obra en castellano y puedo decir que he aprendido, y mucho—lo cual, y que se me disculpe la pedantería, me pasa ya pocas veces cuando estudio teología, porque buena parte de los teólogos modernos o bien se limitan a repetir lo consabido o bien están tan atenazados por lo políticamente correcto que se defienden de la propia teología [1]. La paradoja del cristianismo es una recopilación de tres interesantísimos artículos: el cristianismo como ateísmo suspensivo; el cristianismo como monoteísmo relativo y una reflexión sobre el cristianismo y las otras religiones. Desde hace mucho tiempo vengo pensando yo que Dios tiene poco que ver con Dios. De hecho, el concepto de religión me parece secundario e inútil para acercarse a los dioses, incluyendo a Dios. Desde mis primeras lecturas de Ricoeur estuve convencido de que el ateísmo es un camino para la fe en Dios, precisamente porque deja atrás a Dios—recuerdo de paso el título de un ensayo de Levinas. Las reflexiones de Gesché van en esta línea, porque pensar a Dios supone dejar atrás un concepto de Dios como límite [2]. Ciertamente, el ateísmo ha crecido siempre en suelo cristiano y es hijo de la fe cristiana: esto es algo que debe ser pensado también desde la teología. El segundo artículo aborda un problema que me paree especialmente interesante: el monoteísmo. Todos conocemos la polémica entre dos pensadores alemanes marcados, en buena medida, por sus posiciones ante el ascenso de Hitler: el historiador Erik Peterson y el jurista Carl Schmitt. Dos comprensiones diferentes del monoteísmo que significaron que Peterson acabó en Roma dando clases y rodeado de un montón de hijos como recordaba con simpatía Karl Löwith [3]. Pues bien, acudiendo al concepto cristiano de Dios, es decir, la Trinidad, parece que debemos desmontar un monoteísmo absoluto, dice Gesché, para acceder a un monoteísmo relativo en el que no se puede hablar de Dios sin hablar del hombre. Hace unos años, meditando sobre la Trinidad delante del maravilloso icono de Rublev, llegué a la conclusión de que la fe cristiana sólo podía entenderse como un monoteísmo abierto, frente al monoteísmo cerrado o excluyente de, por ejemplo, el islam [4]. Dios sólo puede ser pensado como aquel que sostiene la diferencia en sí y que, por lo tanto, no obra lo idéntico, sino lo diferente. Para la fe cristiana, y es una lástima que esto deba decirse en un país como éste cuya tradición religiosa se supone marcada por el cristianismo, el hombre ha entrado en Dios. Las reflexiones del tercer capítulo están, claramente, inconclusas, pero eso no quita para que nos hagan pensar: ¿qué queda en verdad de aquel extra ecclesia nulla salus salvo que también los demás se salvan si actúan en conciencia [5]? Quizás nos queda por modificar a fondo el concepto de Iglesia...



            El segundo libro del que me gustaría decir algo es el de Thomas Ruster, El Dios falsificado. Una nueva teología desde la ruptura entre cristianismo y religión, Salamanca, Sígueme, 2011. Aunque el autor, por fortuna, sea mayor que yo, me veo en la obligación de hacer algunas acotaciones. Ruster es en la actualidad profesor de Teología Sistemática en la Universidad de Dormuntd [6]. El libro sigue, me parece, las huellas de aquella intuición de Bonhoeffer a propósito de un cristianismo arreligioso. Y estando de acuerdo con muchas de las observaciones de Ruster no puedo, sin embargo, dejar de pensar que pasa por alto que el concepto de religión es una creación de la Modernidad para embridar a la fe cristiana y reducirla al ámbito de lo privado. Además, no se puede leer toda una línea de la tradición teológica de la manera un tanto reduccionista en que Ruster lo hace. Ciertamente, es preciso distinguir entre Dios y Dios, pero tengo para mí que esto sólo puede hacerse rescatando lo humano. Verdad: lo que suele entenderse por religión tiene tan poco que ver con la fe cristiana como Damien Hirst con la belleza (y pido perdón por la comparación, pues puede dar a entender que Hirst es alguien serio); la cuestión que se hace necesaria—Hegel lo sabía—es elaborar un concepto adecuado de religión como instrumento y no como marco de interpretación, pues entonces se acaba reduciendo lo otro a lo mismo.


            He leído con más placer el libro de Gesché; pero también Ruster me ha dado que pensar. Y quizás ésa sea una de las labores urgentes de la teología en estos tiempos de penuria para el pensamiento: ayudar a que las personas se tomen en serio a sí mismas y sepan tomarse sus pensamientos con una seriedad que nunca esté exenta de humor.

            El terremoto, el posterior tsunami y la consecuente crisis nuclear en Japón me pusieron triste. Sí, como todas las tragedias, aunque confieso que ésta me ha tocado el poco corazón que me va quedando de una manera especial. Me han indignado algunas reacciones que en vez de compadecerse de las víctimas y movilizarse—pues no existe compasión sin movilización—, han empezado a reflexionar sesudamente sobre los peligros de la energía nuclear: ¿acaso no sabíamos que era no sólo una espada de doble filo, sino una realidad peligrosa en sí misma? Decepción por los europeos; desolación por una imágenes mudas a las que apenas consigo hacer hablar. Antes he mencionado la palabra teodicea...

            Estos días tristes en los que mi pensamiento se acompasaba con la catástrofe y con el cielo gris, muchos se han lanzado a charlatanear sobre la cultura japonesa como expertos. He leído la palabra “medieval” en varias ocasiones, así como “colectivo”, “resignación” e incluso “sumisión” queriendo caracterizar la cultura tradicional de Japón. A ésos tales sólo les diré lo siguiente:






            Admito que mi conocimiento de la cultura japonesa es superficial, si es que llega a eso; pero he leído a Endô, a Kitamori, a Bashô; he acompañado al jesuita Jesús González Vallés en su recorrido por la filosofía japonesa (en un magnífico libro que editó hace años Tecnos), he disfrutado con Tanizaki, he aprendido a leer a san Pablo a través de los ojos de un impresionante monje budista, he disfrutado meditando La filosofía del paisaje..., pero reconozco que sé muy poco, pero eso no me ha impedido reconocer una vez más que la ignorancia es muy atrevida. Diré que lo poco que conozco de la tradición cultural japonesa me merece un inmenso respeto. Hace poco adquirí, en la traducción de Jesús Aguado (que no puedo juzgar como traducción, pero que me parece más que aceptable como castellano), un conjunto de escritos de Bashô, De camino a Oku y otros diarios de viajes, Barcelona, DVD Ediciones, 2011. Que yo sepa, es la primera vez que se publican completos los diarios de Bashô en español. Se trata de una lectura absolutamente extraordinaria. Sé que es arriesgado decir esto, pero quien lea a Bashô afinará su sensibilidad, aprenderá a pararse en los recodos del camino para contemplar el mundo naciente que nos rodea. Bashô ha sido una auténtica delicia y a él sí volveré con frecuencia.

            Matsuo Bashô nació en un pueblo cercano a Kyoto, Ueno, a la mitad del siglo XVII. Como otros poetas japoneses, de joven estuvo al servicio de un samurái destacado; pero a los veintidós años se inicia en el estudio del budismo, de la poesía y de la caligrafía. Esto le llevó a vivir de una manera errática, casi como un vagabundo; pero Bashô creó escuela y se dice que tuvo tantos discípulos como haikús escribió, unos dos mil. Los cuatro diarios de viaje que dejó escritos han sido recogidos en el libro traducido por Jesús Aguado, que a procurado respetar la estructura clásica del haikú (tres versos de cinco, siete y cinco sílabas). Algunos de los versos que aparecen en estos diarios son espléndidos; pero también lo son muchas de las observaciones que Bashô realiza: “Ésta es la razón por la que, después de miles de años, todavía hoy las olas de este mar rompen contra la orilla con un sonido tan triste”. Bashô camina por senderos—ya desaparecidos y que provocaran una cierta decepción de Yourcenar cuando emprendió un viaje intentando seguir algunos pasos del poeta japonés—solo o en compañía; visita monasterios, se estremece en los lugares en los que algún poeta escribió sus versos, se emociona con el paisaje, nos da su yo precisamente haciéndose ausente... Los haikús de Bashô consiguen hacer del instante la eternidad; ciertamente, una eternidad frágil, algo que se puede respirar y rozar, pero no coger, como las flores blancas del magnolio.

Camino y sufro.
En un campo de tréboles
me desvanezco.

Hojas de sauce.
Como agradecimiento
las barreré.

Escucho remos
tiritando en mi choza.
Noche de lágrimas.

Islas que rompen
en mil trozos los ojos.
Mar del verano.

            Los ejemplos pueden multiplicarse; lo mejor será acercarse al libro y tomarlo con respeto entre las manos y leerlo con la devoción que debemos a la belleza.

            Shalom.

[1] Me llamó siempre la atención que la dedicación de algunos a la teodicea fuese sólo para denostarla. Pienso en Juan Estrada, cuyo libro sobre el tema no aporta nada. Es preferible mil veces recurrir a Camus que, al menos, da que pensar.

[2] Por eso sigo sin entender la insistencia de algunos en la comprensión de la creación como un acto por el cual Dios se retiraría; pero Dios no es sumable con el mundo: Dios no está en la cadena.

[3] Recordaba también su paseo en Roma con el maestro alemán, que había sido su admirado profesor en Friburgo. Martin Heidegger tuvo el feo detalle—si es que sólo merece el calificativo de feo—de subir al coche con Löwith portando en la solapa de su chaqueta la insignia del Partido. Yo, que me descubro ante algunas reflexiones de Heidegger, soy de los que tiende a pensar que será necesario volver a ponerse el sombrero delante de la persona de Martin Heidegger. Esto, desde luego, en ningún caso debe decirse de Fritz Heidegger, pregonero tartamudo que desplegaba su locuacidad en el pregón del carnaval... y fue incluso capaz de burlarse de los camisas pardas. Que yo sepa, Fritz nunca perteneció al Partido.

[4] Recuérdese que la profesión en Dios (Alá) como dios uno y único se hace directamente contra la fe cristiana en Dios uno y trino. La fe judía se encuentra mucho más cerca de la confesión cristiana de lo que suele pensarse (entre otras cosas porque, de hecho, el cristianismo es una reforma del judaísmo como el budismo lo es de la religión védica) a pesar de que a algunos les gusta acercarla más al islam.

[5] Recuerdo ahora unos ratos formidables estudiando hebreo con un maravilloso amigo de confesión judía. Como es de esperar para quien me conozca (y para quien sepa que llevo dos huisquis encima), yo avanzaba con más rapidez que él en la que entonces me parecía intrincada gramática hebrea. A veces parábamos y discutíamos sobre lo humano, lo divino e incluso sobre mujeres (aquí era él quien me llevaba la delantera). Un día me dijo: “Es que tú ya no eres ni judío pero tampoco eres pagano, sino una mezcla de los dos”. Fue una sabia observación sobre la fe cristiana; pero eso me ha permitido disfrutar con la misma intensidad de Homero que de Jeremías.

[6] Además, está casado y si no me equivoco, es padre de cuatro hijos. Desde luego, se hace una teología diferente teniendo que estar pendiente de tareas hermosamente mundanas (porque, amigos, el mundo es hermoso) como la crianza de los hijos. Esperemos que algún día los tratados de moral sexual que se impartan en los seminarios católicos estén escritos, al menos, por personas casadas—a ser posible mujeres, porque la moral sexual de la Iglesia ha venido determinada los últimos quince siglos por varones célibes...

jueves, 10 de marzo de 2011

Wilmer y Gutiérrez Román

¿Qué dicen los poetas?
Dos pequeñas decepciones


            Llevo algunos días queriendo hablar del poemario de Clive Wilmer, El misterio de las cosas, Barcelona, Vaso Roto, 2011, pero no sabía cómo hacerlo, porque junto a poemas que realmente me han gustado [1] ha habido otros... ¿culpa del traductor? Misael Ruiz Albarracín ha realizado el prólogo y la traducción; de éste conocía yo algunos poemas de El hueco de las cosas, publicado en Trea, porque los había ojeado en Palas (si no recuerdo mal). Tengo la costumbre de leer un par de poemas de cualquiera de los poemarios que caen en mis manos y si me gustan, salgo de la librería con el volumen. De la obra de Ruiz Albarracín recordaba un tono prolijamente metafísico; tal vez me equivoque, pero al leer con algún detenimiento los poemas de Clive Wilmer he percibido el mismo tono, aunque haya matices importantes. Tengo para mí que la labor del traductor de El misterio de las cosas ha sido decisiva y que, en general, no ha sido todo lo afortunada que el poeta de Harrogate se merece.

            Especialista en Ezra Pound, Wilmer nació en 1945 y ha sido profesor de la Universidad de Cambridge; ha trabajado como traductor y su primer poemario, La morada, se publicó en 1977. El misterio de las cosas es un título inspirado en una hermosísima frase de El rey Lear: We´ll take upon´s the mystery of things / as if we were God´s spies” (nos encargaremos del misterio de las cosas / como si fuésemos espías de Dios). Los versos de Wilmer poseen un nítido trasfondo religioso (como él mismo ha reconocido alguna vez), que alimenta el conjunto de la obra. Aquí lo “religioso” no debe entenderse, empero, en sentido restringido, sino en la apertura del corazón que piensa sintiendo al conjunto de una realidad que lo supera y lo llena de luz: por eso es misterio y no enigma. Sin duda esto se puede confundir con facilidad con un halo metafísico—en el peor sentido—que, sin embargo, no afecta a los poemas de Wilmer. No son, desde luego, de fácil lectura y hace falta volver sobre ellos con ciertas dosis de paciencia para que su sentido se abra:

You beside me
sharing
the ghostly taste,

your flesh
has come so close
there is no flesh

(la traducción no hace valer la ambigüedad del inglés:

Tú junto a mí
compartiendo
el sabor espectral,

tu carne
tan próxima ahora
que no hay carne).

            Hay en el poeta una voluntad explícita de indagar en el misterio, pero no desde la curiosidad del que pregunta para hacer daño—para intentar disolver lo que no puede entender—, sino para experimentar su propio asombro:

A Quotation

An angel here, there a tormented beast.

“The angel I can take; the beast, no.”

No choice: you must take both, or neither.

                            *

Neither, then. Before long, the wound heals
and leaves in a nest of scars a crescent scar,
unseen, till again your nakedness be shown.

Y la traducción dudosa por no decir otra cosa:

Una cita.

Aquí un ángel, atormentada bestia allí.

“Con el ángel sí puedo; con la bestia, no”.

No hay elección: pues tomas ambos o ninguno.

                             *

Pues, ninguno. La herida sana y en su nido,
al poco, deja inadvertida una creciente
cicatriz, hasta que vuelva a ti su desnudez.

            Sin duda la traducción se hubiese podido mejorar pues ha hecho desaparecer el nido de cicatrices y la media luna [2], dos imágenes poderosas sin las que no me parece posible acceder al fondo del poema. Merece la pena entretenerse con este poemario de Clive Wilmer, pero sobre todo en su original. Ciertamente, ingrata es la labor del traductor de poetas...



            Entre mis manos tengo también el último premio Adonáis [3]. El jurado compuesto por Eloy Sánchez Rosillo, Carmelo Guillén Acosta, Joquín Benito de Lucas y Julio Martínez Mesanza decidió otorgar el premio del 2010 al poeta burgalés José Gutiérrez Román, Los pies del horizonte, Madrid,  Rialp, 2011. El jurado ha entendido que la obra poseía, además de suficiente calidad literaria, un tono meditativo y la capacidad de decir con sencillez. En mi modesto juicio se trata de un poemario interesante, aunque con altibajos, pues junto a poemas de indudable hermosura aparecen otros que más bien se asemejan a esas meditaciones metafísicas a las que he hecho referencia más arriba (véase Resurrección de la carne). Dividido en tres partes, Los pies del horizonte tiene una indudable unidad tanto por el tono general—la meditación con frecuencia a través de un tú—como por los temas. Los hallazgos se acumulan al final de los poemas: allí el aliento poético se eleva dejándonos unas emociones contenidas sobre las que volver.

Somos, a imagen y semejanza
del viento,
los que pasan en solitaria
ráfaga de amor,
los que rozan las mejillas
con dedos de aire
y luego huyen
dejando en el corazón
su fugaz e invisible huella.

            Como mi deber es ser sincero—aunque no sepa yo quién me ha impuesto semejante obligación—, añadiré que no serán ni el libro de Wilmer ni Los pies del horizonte poemarios a lo que vuelva con frecuencia. Quizás son manías de viejo.

            Shalom.


[1] Aún no soy tan estúpido como para creer que mis gusto puede decidir la calidad de un poema (pero, tranquilos, que todo llegará). Sin embargo, la poesía debe gustarme para que la lea como poesía. Con la prosa no me pasa, evidentemente, lo mismo. Reconozco, por ejemplo, que Umbral escribía muy buen español; pero no me gustaban ni sus temas ni su tono. Lo he leído, sí, para aprender. Recuero ahora que allá por mediados de los setenta mi hermano mayor admiraba al escritor vallisoletano porque iba tan pancho a la panadería con aquella bufanda chillona, sus gafas de cegato y su pelo brilloso. Aún tengo en la memoria una fotografía—no sé si publicada en Informaciones o en El País—de Umbral saliendo de la panadería con una barra en vuelta en papel bajo el brazo.

[2] Razón por la cual será siempre preferible decir Media Luna Fértil, aunque ya nos hayamos acostumbrado al galicismo “Creciente Fértil”.

[3] ¿Cuándo se valorará como merece la labor que Rialp ha hecho por la poesía española con el Premio Adonáis? Quien lea la lista de premiados desde 1946 (¿o fue en 1943?) no dejará de sorprenderse por los aciertos.