sábado, 10 de diciembre de 2011

Cine. Lars von Trier.

MELANCOLÍA



            No acostumbro a hablar de cine; primero porque tampoco de esto sé mucho. También porque me parece un invento demasiado reciente como para prestarle una atención excesiva: debe ganársela. Quizás alguno pueda entender esta afirmación como otra salida de tono; incluso podría pensar que es una ironía. Lo siento, porque no pretende serlo: el cine, cuyas poderosas imágenes podemos visualizar una y otra vez sin que nada cambie, triunfó en el siglo pasado y hoy hay quien dice que está ya moribundo. El Séptimo Arte nunca fue un arte, siento decir esto también, pese a que tenga mucho de artístico. La reproductibilidad infinita de las imágenes—es una forma de hablar—no hace sino privarlas de sustancia; pero estas reflexiones no son para este lugar. Hay una tercera razón por la que no acostumbro a hablar de cine: voy muy rara vez al cinematógrafo y detesto ver películas en la pantalla del televisor, ese invento aún más reciente que acabó con el cine y que fue liquidado por los computadores, una herramienta aún más moderna. El teatro me subyugó desde el instante en que vi la primera representación y cualquier obra consigue hacerme reflexionar… incluso sobre la mala calidad de algunas interpretaciones. Con el cine soy más distante. Lo siento.



             El otro día, uno de ésos de espesura gris y frío en los pies, entré en un cinematógrafo a ver Melancolía. Seamos sensatos y empecemos por proporcionar la ficha de la película:
 
-          Melancolía (2011)
-          Guión y dirección: Lars von Trier.
-          Fotografía: Manuel Alberto Claro.
-          Música: Mikkel Maltha.
-   Intérpretes: Charlotte Gainsbourg, Kristen Dunst, Kiefer Sutherland, Alexander Skarsgård, Udo Kier, Charlotte Rampling, John Hurt, Stella Skarsgård, Brady Corbet.

Me senté en un cómodo sillón mientras la sala se llenaba (hacía tiempo que no veía tanto público en un cine) y contemplé la película sin mayores incidentes salvo el ruido que poco antes del final se coló en la sala provocando posteriormente un pequeño incidente [1]. Debo decir que Melacolía me atrapó desde el principio, pues el prólogo es realmente un poema visual.



            No entiendo mucho de cine, como he dicho más arriba. Aun así me atreveré a hablar de Melancolía. Digo esto porque Lars von Trier consiguió que yo dejase la sala pensativo. En el camino de vuelta a casa, con las manos en los bolsillos y deseando escuchar el segundo movimiento de la Novena mientras atravesaba el Gran Río, estuve dándole vueltas a la película; sobre todo a las imágenes, pues ellas eran las que debía esforzarme en interpretar. Es la primera película del director danés que veo (sí, ya sé: inmensa laguna); había oído hablar de Melancolía, pero sólo a propósito del Festival de Cannes y hasta que la vi no tenía ni idea del argumento. Llegué a casa y busqué algunas críticas para confirmar mi interpretación, pues la película la necesita. Leí cuatro: la de Peter Bradshaw en The Guardian; la de E. Rodríguez en ABC; la de Luis Martínez en El Mundo y la de Carlos Boyero en El País. Inmediatamente me pregunté no sólo si habíamos visto la misma película, sino, y pido perdón, dónde dejaron la inteligencia al hacer las críticas. Siempre se puede suponer que el guionista es un estúpido porque después de una lectura primera y muy superficial se cree que se ha entendido; pero me parece que aquí debemos aplicar una vez más el principio de caridad hermenéutico, que yo debo a la lectura de las observaciones que Ludwig Wittgenstein hizo a La Rama Dorada del antropólogo James Frazer [2]: si vemos algo raro, podemos creer que es una estupidez y que, por lo tanto, quien lo ejecuta es estúpido; pero los hombres no suelen hacer estupideces y lo más probable es que el estúpido sea quien hace una interpretación superficial. Es mejor pensar que no lo he entendido y volver sobre eso raro intentado comprenderlo. Pensar que Lars von Trier ha hecho una película de catástrofes es tomarlo por estúpido (y, claro, las preguntas que surgen de semejante interpretación son estupideces). Prescindiré de lo leído y ofreceré mi modesta versión.


            El prólogo nos ofrece un poderoso adelanto de lo que viene después (creo que en inglés se dice flashforward o algo así). Nos entrega las claves simbólicas para entender lo que se va a narrar. Llamó mi atención el reloj de sol con dos sombras; luego me fijé en que los árboles proyectaban también dos sombras y, como afortunadamente nadie me había interpretado la película, comprendí la imagen como símbolo de una escisión (depresión o locura si se quiere). Las escenas siguientes confirmaron esta impresión. Creí entender cuando vi lo que me parecieron dos soles flanqueando a la Luna (y eran, en realidad, el Sol y el planeta Melancolía: la realidad que alumbra y la luz de la destrucción, cegadora también, pero que no crea vida) detrás de las dos hermanas y del hijo de una de éstas. Una luz fría, de distante azul, y otra cálida. Las siguientes escenas del prólogo (los planetas, los haces de luz emergiendo de los dedos de Kristen Dunst, ésta vestida de novia avanzando angustiosamente en un bosque que se lo impide, el caballo cayendo… confirmaron mi idea: lo que se nos ofrece no es ninguna metáfora; es mucho más: un símbolo.


             La pregunta clave para evitar la literalidad es qué es Melancolía. En la primera parte (Justine) la hermana enferma (Kristen Dunst) descubre el planeta brillando en el cielo justo antes de entrar en la celebración de su matrimonio que su hermana Claire (una Charlotte Gainsbourg bellísima) ha preparado con todo cuidado. El marido de ésta, el rico propietario que todo lo controla, la identifica con algo ya conocido, Antares. Normaliza la situación identificado (en falso) lo que llega con lo que conoce. A partir de ese momento todo es una catástrofe que culmina con la destrucción total de la familia. La primera parte, dedicada a la celebración de la boda de Justine, es tal vez reiterativa, pero nos deja ver lo que un enfermo entiende de la realidad cuando la contempla desde su angustia: todo lo entiende con otra luz, la de Melancolía. Eso hace que todo fracase desde su inicio, como la noche de bodas. Durísima la descripción de los padres: uno simpático porque huye de la realidad; la madre arruinando todo atisbo de felicidad del prójimo, actitud que hereda Justine, incapaz de ser feliz si no es haciendo desgraciados a los demás. Lars von Trier nos da algunas imágenes que reflejan la hipocresía de una sociedad en la que importan sólo los beneficios (la búsqueda del eslogan) y no las personas.



            La segunda parte (Claire) narra la aproximación de Melancolía y las actitudes ante una enfermedad que arrasa la vida. El marido rico piensa que puede controlarlo todo e incluso se prepara para las consecuencias provisionales de la catástrofe; pero ésta no es provisional y por eso acaba abandonando a los que supuestamente quiere (suicidio). Justine se siente feliz confirmando las peores pesadillas de Claire. Ésta se ha entregado a su hermana: la ha cuidado, ha tenido infinita paciencia con ella, la acompaña y la espera, siempre la espera; pero lo que recibe es la búsqueda nihilista de la autodestrucción, que es siempre a la vez destrucción de quienes la aman (su hermana Claire y el hijo de ésta).



            Melancolía se nos ofrece como un símbolo de la enfermedad, ésa que consiste en la incapacidad para ser feliz y que sólo se realiza en la medida que se destruye la felicidad de los demás. En las críticas he leído referencias a la enfermedad depresiva del director; no sé si será así, pero me parece claro que su intención no ha sido sino la de mostrarnos cómo acontece lo real para alguien así: la depresión, siempre ajena, es un planeta del que nos creemos a salvo. Quizás se aproximará a nosotros, pero pasará de largo y todo volverá a la normalidad. Eso pensamos; mas Melancolía, la que retrató con dureza Durero, regresa sin haberse ido: vuelve y nos destruye. Quizás los inocentes, el sobrino, se crean a salvo guareciéndose en una cueva mágica. Claire descubre al final que no hay refugio posible ante la demencia de su hermana Justine. No hay escapatoria (angustiosa escena la de la huida con el pequeño para volver: anulación de toda esperanza) y  haberla amado es un trágico error porque sólo la conduce a la destrucción. La entrega abnegada, el amor incondicional (pese a los padres, pese al marido) no es capaz de salvar a Justine; más bien ocurre lo contrario: la entrega y el amor son tragados por el abismo de la destrucción.



            Salí del cinematógrafo preguntándome si el director había querido llevarnos de la mano hasta el nihilismo; si su pretensión era despojar al espectador de toda esperanza. Ya se sabe el cartel que hay a la entrada del Infierno… Cabe hacer esta lectura y quizás Lars von Trier sea un nihilista. Sin embargo, los símbolos, que nos dan lo que representan, son fecundos porque no anulan nuestra realidad, sino que la transfiguran. Quizás, y en este adverbio late débil, pero late la esperanza, quepa decir que Melancolía es un aviso para navegantes: no te dejes arrastrar a ningún pozo negro; salva lo que hoy pueda salvarse recordando la luminosa frase de Benjamin: sólo por los sin esperanza no es dada la esperanza.

            Shalom.

[1] Llegaban voces desde fuera; pero esos ruidos apenas duraron dos minutos y no impidieron en ningún caso ver la película. Sin embargo, dos espectadores salieron indignados y uno de ellos recriminó a uno de los jóvenes que ejercía las funciones de portero con un tono áspero, desagradable y propio de quien se cree con derecho a insultar a los demás sin que haya mediado palabra. Reconocí los rostros de los indignados: viejos políticos de un conocido partido de izquierda. Los tiempos, decía Dylan, están cambiando, pues en otro tiempo la queja hubiera ido al dueño del local por la mala insonorización; pero ahora es patrimonio común romper la cadena por el eslabón más débil.

[2] La lectura de Observaciones a la Rama Dorada es altamente recomendable. Creo que está editado por Tecnos. Por ahí lo tengo, pero que nadie espere ahora que me levante para buscarlo.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Jesús Alonso Burgos


UN ÁNGEL

            Uno siempre está buscando alguna joya; pero no de las de brillo estridente, demasiado llamativas y con harta frecuencia superficiales. No. Más bien busca una joya de brillo apagado, opacada por el dolor del tiempo, por el recuerdo de una existencia que se acaba y parece agotarse en palabras. Porque siempre nos queda la palabra. ¿Qué no debemos a Adonáis? La poesía completa de la segunda mitad de mi siglo y de la totalidad de éste no puede entenderse sin las obras que han ido apareciendo en el sello de Rialp. El doce es un número perfecto, porque resulta de multiplicar tres por cuatro (si se quiere, Dios por el mundo). Doce fueron las tribus de Israel; doce fueron los apóstoles de Nuestro Señor; doce son las puertas de la Jerusalén celeste a la que peregrinamos y en la que nos esperan sus doces puertas, doce ángeles terribles de belleza. Doce son las estrellas que envuelve a la mujer y doce son los meses del año y, por fortuna, aún nos siguen vendiendo los huevos por docenas. Así, este año un jurado compuesto por Jesús Munárriz, Clara Janés, Adolfo Alonso Ares, Carmelo Guillén Acosta y Antonio Colinas ha otorgado el duodécimo Premio San Juan de la Cruz al poemario de Jesús Alonso Burgos, Estrategias de la usura, Madrid, Rialp, 2011. Al leer entre los miembros del jurado el nombre de Antonio Colinas (y también, no lo neguemos, el de Clara Janés), y después de disfrutar con uno de los poemas, adquirí el libro. En fin, uno quisiera ser suscriptor de honor de Adonáis…

            Libro sencillo, pero no simple; amable y amargo a la vez, como las almendras de Celan, que hubiese cumplido el pasado veintitrés de noviembre noventaiún años. He leído Estrategias de la usura en voz alta, la tarde del sábado y la mañana de este bendito domingo, emocionándome en cada uno de los poemas; parándome, dando una y otra vez pasos atrás para que mi alma recuperase el tino. No es—Colinas lo ha dicho—prosa hecha trocitos, sino un poemario trabajado, compacto y que nos conquista de manera imperceptible a medida que avanzamos en su lectura. Casi todo en los textos alcanza el ámbito del símbolo, una profundidad que no se puede medir—aquí no caben los agrimensores—y que nos entrega nuestra propia existencia vista de otro modo, más allá de superficies y apariencias. El bueno de Dámaso se hubiese sentido feliz con este poemario (y no sólo por la religiosidad que late en él, ausente todo dios, sino también por su forma).

TIEMPO Y MOTIVOS

Tal vez hoy, en
algún lugar,
haya muerto algún tirano,

y tal vez
alguien
haya traspasado la frontera,

y tal vez
se haya derrumbado
una antigua iglesia
de piedra y argamasa
en algún lugar.

¡Ah!, ropas
blancas, copoas
de cristal, labios
pintados, disposiciones
y acomodos,
relojes.

Verdad y mentira,
belleza y feladad
se deshilachan
en la usura..

Se deshacen.

Pero entre las ruinas
aún queda
la marca del cantero.

            ¿Qué es en los ojos la marca del cantero? ¿Cómo es que somos tiempo mientras se nos escapa y huye entre las frondas del olvido? Los bosques de este otoño, la luz inaccesible de noviembre; sí, también el Adviento después del mes de los Difuntos: la marca del cantero. Tal vez…

            La poesía sólo guarda una pequeña diferencia con la vida y puede resumirse en una frase: aún leemos a Homero sin el eco ciego de su voz. Cierto, las cóncavas naves, incluso las de velas negras, ya no navegan sino en nosotros que contemplamos cómo la afilada proa rompe la mar haciendo espuma blanca. Hay huellas en la playa de Rodas… Un buen poemario—Estrategias de la usura lo es—no sólo nos entrega mundo, sino que nos ubica en él removiendo nuestras certezas. Nuestro paso vacila ante la belleza e incluso podemos retroceder presas del espanto, pues todo ángel es terrible. Es una hermosa palabra ésta: ángel; es decir, mensajero. Por eso, en todo buen poema habita un ángel y, aunque amenaza con destruirnos, no podemos evitar volver nuestro rostro a su semblante: ¿quién se habrá adentrado en la espesura? Un ángel guarda aún la entrada del Edén y todo poema, al cabo, llama a sus puertas. Es verdad: el poeta escribe en los márgenes porque es allí precisamente donde crece la vida. La carretera está asfaltada y nosotros, con una alegría triste, nos hemos detenido al borde del todas las carreteras. Gracias a Jesús Alonso Burgos por este hermoso poemario. Lamento no saber de palabras. Sólo una más: leedlo.

            Shalom.




domingo, 6 de noviembre de 2011

Víctor Jiménez

POR DOLER, NOS DUELE HASTA EL HORARIO




            Sin duda mil novecientos cincuenta y siete fue un buen año, aunque yo no naciera por entonces sino un poco después (haciendo los cálculos que me aconseja mi imprudente curiosidad, he averiguado que fui concebido el año anterior al de mi nacimiento y, para más señas, en este mismo mes de noviembre). Pero el cincuenta y siete fue bueno. Y no sólo porque los ojos de mi hermano mayor se abriesen a la luz un día de santo Tomás de Aquino [1], sino también por ser el año de nacimiento del poeta sevillano Víctor Jiménez. Había adquirido yo hace un año y medio uno de sus poemarios de título hermoso: Tango para engañar a la tristeza, Sevilla, Renacimiento, 2003, que obtuvo el primer accésit del Premio de Poesía “Luis Cernuda” el año anterior a su publicación. Tengo para mí—pronto saldré de dudas—que éste es el libro que me volvió a pedir un compañero y que no había sabido encontrar, pues hasta me estoy haciendo un mal buscador de libros en mi propia biblioteca. Tango para engañar a la tristeza me había gustado lo suficiente, pese al carácter formal con que se presenta, para volver a él en alguna ocasión; pero el nombre de Víctor Jiménez, lo digo con el pesar del que cumple años habiendo dejado atrás el cabo de Buena Esperanza, se me cayó de la memoria razón por la que no encontré el libro que se me pedía y por la que no identifiqué el autor de Al pie de la letra, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2011. Sin embargo, los poemarios que va publicando la editorial sevillana atraen siempre mi atención por lo cuidado de las ediciones [2] y eché mano de Al pie de la letra. No pudo menos que sonreír al leer unos versos sencillos y claros:

[…]
Y, sin tocar, la tocas a ver si no es un sueño.
Y vuelves a mirarla con sus ojos de ayer.
Y vuelves a creer en la luz de la vida
aunque sepas que dura lo que dura el relámpago
y sepas que el azar también tiene dos caras.
(De Fuegos de azar).

            Como otro encantador poeta sevillano, José Julio Cabanillas, nuestro autor es profesor de instituto y bien patente lo ha dejado en Al pie de la letra. Encontramos aquí poemas cuyo común denominador es la reflexión no sobre la enseñanza—eso sería espantoso—, sino sobre las vivencias acumuladas por la experiencia, el desencantado y algo parecido a un triste hilillo de esperanza que en ocasiones se le escurre entre los dedos:

[…] Y te preguntas
si no te equivocaste y lo sigues haciendo
en las evaluaciones. Y te dices
que, si fuera posible, su pudieras
volver de nuevo atrás, le aprobarías,
sin dudarlo y con nota, Humanidades.
(De Los buenos estudiantes).

            Si el título de esta humilde gacetilla tiene algún sentido, el poemario de Víctor Jiménez los realiza en una plenitud envidiable, pues es capaz de encontrar belleza en una rasgadura de su vida, en el trabajo duro y fatigoso de tratar con quienes apenas saben valorar la entrega generosa y sólo al pasar de los años tal vez, si no tienen prisa, se acerquen y saluden. Queda la gloria de no haber hecho daño, de no haber sido pedagogo ni psicólogo, sino sencillamente profesor o, como aún se dice en los pueblos con un título que honra, maestro. Supongo que muchos profesores se sentirán identificados con el corazón que late en estos poemas, porque hay en ellos una humanidad que desborda y una belleza distante y a veces dolorosa. El curso completo, no una vida, se deja recorrer en los títulos de los poemas en los que el humor se hace presente como método pascaliano de salvar la propia intimidad, el alma:

[…]
Por suerte, como dije, siempre están
los compañeros,
los buenos compañeros para abrirte los ojos.
(De Propósito de enmieda).

Menos formal que Tango, Al pie de la letra no sólo nos ofrece el placer de la palabra, sino también la reflexión sobre la propia vida: el lugar que ocupa en ella—sin llenarlo—el trabajo, la soledad de aquellos que pasan desapercibidos (hermoso poema Señora), el desgaste cotidiano y, créame el ingeniero, la fatiga de los materiales, porque así, con la vida diaria, tan gris, llena de sombras, se hace un poema en el que a veces nos deslumbra el resplandor de alguien tan lejano como la juventud de quien esto escribe. Hay, sí, algo en los poemas que me conmueve; pero mis propias conmociones poco interesan y sí, amigo lector, ir al poemario, abrirlo y dejarse emocionar.

BALANCE

Ahora que la noche no me tienta,
cuando la vida apenas me enamora,
algo me dice que llegó la hora
de hacer balance y rendirle cuenta.
Aunque prefiero el sol a la tormenta,
me tomo, como viene, cada aurora.
Lo que la vida entrega lo devora
el tiempo. Y nadie vive de su renta.
Tampoco vivo del trabajo. A diario,
soy sólo un profesor de andar por clase.
Me dan pulso otras cosas y otros temas
que no se compran con un buen salario,
que no se pagan con el sueldo base.
Mis amigos, mi amor y mis poemas.

            En estos tiempos que corren, quizás antes iban más despacio, el trabajo profesional de Víctor Jiménez se me antoja tan duro que lo mejor sería escapar (y olvida al desertor que llevas dentro, concluye uno de los poemas). ¿Quién educa hoy? Sin duda: la televisión cuando no los videojuegos o, como dice un famoso personaje amarillo de dibujos animados, la Red. Sí, la red que captura peces para ahogarlos en deseos que ni siquiera les pertenecen. Por fortuna, sarcasmo de los sarcasmos, siempre tendrán los profesores a los grandes agrimensores, psicólogos y pedagogos, para orientarlos con esa necedad tan propia de su abundancia de nada y es que, como decía el hijo de Mónica, el número de los imbéciles es infinito. Además, por lo visto ahora han entrado en danza los comisarios políticos para regularlo todo: el médico sólo curará, dicen, no si conoce el remedio a la enfermedad, sino cumpliendo con meticulosidad burocrática cada uno de los trámites precisos para no enseñar nada.

            Shalom.

[1] La broma colegial de mis tiempos, cuando aún celebrábamos a santo Tomás como patrón de los bachilleres: “Este año no nos dan vacaciones porque es santo Tomás de Aquí No”.
[2] Papel verjurado, de tacto amable, en el que desde hace años acostumbro a escribir fabricándome, manías, mis propios cuadernillos. 

martes, 1 de noviembre de 2011

Giorgo Agamben, pero también Martin du Gard y Simon Leys

¿SECULARIZACIÓN DE LA TEOLOGÍA?
Y ALGUNAS LECTURAS URGENTES



En mis tiempos de estudiante de Teología—hace tanto que casi no me acuerdo—aún nos llegaban los coletazos de las teologías de la secularización, cuyo origen podemos remontar razonablemente al alemán Dietrich Bonhoeffer, famoso entre nosotros por su firme oposición al nazismo y por su asesinato a manos de la barbarie. Pensó Bonhoeffer, aunque no de manera sistemática, la fe cristiana sin religión, acosado en buena medida por la crítica decimonónica a la religión (cuyo padre, no se olvide, es un gran teólogo, G. W. F. Hegel) justo cuando empezaba a asentarse la historia de las religiones como una disciplina autónoma. J. A. T. Robinson se hizo famoso con su Sincero para con Dios, que tengo perdido entre los anaqueles de la biblioteca. Llegó desde el país sigla una evolución de aquella teología que pensaba la fe sin religión, la teología de la muerte de Dios, de la mano de H. Cox, J. Altizer y otros cuya fama quedó pronto eclipsada. Hubo voces serias contra el intento de vaciar la fe cristiana de contenido religioso—una tesis, por lo demás, que había nacido poco antes de la Segunda Gran Guerra en el ámbito del luteranismo alemán como crítica implícita al exceso de brillo del culto y de la teología católicas. No puedo hacer aquí la historia de los avatares, aun inconclusos, de aquellas teologías; pero sí cabe recordar que en España, sumido el país en la dictadura, apenas hubo polémica, aunque se tradujeron las principales obras de los teólogos norteamericanos. Algún exégeta malagueño, metido a publicista y abandonando el campo de la teología paulina que le era propio, terció con una sentencia cuya superficialidad aún recuerdo: la teología de la muerte de Dios tenía un “fuerte olor a coca cola”. Siempre he sostenido la opinión de que no tomarse el ateísmo en serio conduce a no tomarse con seriedad—lo cual no implica ausencia de alegría—la fe. No: el ateísmo tiene también su dignidad y no sólo por la de los hombres que lo pensaron, pues con mucha frecuencia ese ateísmo abre camino a la fe, como enseñaba ya no sé si Ricoeur  o Gadamer, aunque me inclina a atribuir ese pensamiento al primero. En los años sesenta irrumpió no sólo un Concilio cuyo espíritu hoy yace en el olvido, sino también toda una serie de teologías que pusieron punto final, por fortuna, a la neoescolástica. ¿Quién no conoce los nombres de Congar, Balthasar, Rahner, Küng, Schillebeeckx, Moltmann, Pohier, Ratzinger, Metz y tantos otros que dieron lustre al pensamiento teológico europeo? Cierto: ellos fueron hijos de un larga historia de luchas contra esa virtud mediocre que es la obediencia, Chenu dixit, y los que vinieron después pudieron pensar por las sendas que ellos abrieron. Y de América, de la América española, nos llegó en los años sesenta una teología que cambiaría muchas cosas, pese a las incomprensiones y condenas: la teología latinoamericana de la liberación cuyo fundador, no tengo dudas, es Gustavo Gutiérrez. La búsqueda de un diálogo con el marxismo, esa herejía del judeocristianismo al decir de algunos, y las luchas por los cambios sociales se vivió como una verdadera liberación de la teología de pesados lastres. La producción teológica europea se alimentó de esta corriente y dio a luz obras admirables desde el final del Concilio hasta bien entrados los años setenta; pero después…

Al lado de la Teología se afianzaba la Historia de las Religiones, presentándose ora como aliada ora como alternativa. La Universidad de Chicago tiene aquí su sitio gracias a un europeo, rumano y exiliado, Mircea Eliade, al que ya me he referido en otras ocasiones. De manera a veces imperceptible la Teología fue asimilándose a esa disciplina novedosa, perdiendo así su identidad. Y es que como todo en esta Modernidad que dejamos permanentemente atrás, la Teología ha sufrido su crisis de identidad. Creo que a veces se mira en el espejo de la Filosofía con una mueca de dolor; pero la Filosofía, si se me permite tanta germánica mayúscula, ha intentado sobrevivir transformándose en algo semejante a una teoría sociológica (no sólo el último Adorno, sino también Habermas e incluso Apel). Suelo pensar que la Filosofía como tal ha seguido viva en los últimos decenios gracias a una especie de complejo edípico: ha matado a Dios para quedarse con la Religión, justamente cuando la Teología renunciaba a ella con un mohín de desprecio.

Lo sabemos: los primeros presocráticos heredaron las preguntas—y muchas respuestas—de la religión griega (Jaeger). Hoy son no pocos los que pretenden quedarse con las preguntas teológicas sin la teología; es decir, la antigua disciplina a la que tanto amo parece quedarse para muchos como cantera de la que extraer preguntas, pistas e incluso respuestas, pero ya sin Dios. Todo esto viene a cuento por el libro del que pretendo decir algunas palabras: Giorgio Agamben, Desnudez, Barcelona, Anagrama, 2011. El filósofo italiano es suficientemente conocido por una trilogía, escrita en la estela del francés Foucault, Homo sacer, cuyo primer volumen, El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos, 1998, fue una pequeña revolución. Sin embargo, el primer libro de Agamben que me impresionó fue El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los Romanos, Madrid, Trotta, 2006. En realidad, este libro está inspirado—vamos a decirlo con suavidad—en la obra de Jacob Taubes, La teología política de Pablo, Madrid, Trotta, 2007 (la edición original es del año 1995 y quizás se debió al libro de Agamben la traducción de Taubes). Si el vienés mostraba una fina sensibilidad en el análisis de los escritos auténticos paulinos [1], el italiano ponía de manifiesto el interés filosófico de los escritos de Pablo—quizás a algunos les pueda parecer que descubría el Mediterráneo, pero no es poca cosa en los tiempos que corren. El interés teológico no era algo nuevo en Agamben (Roma 1942): su tesis doctoral abordó la filosofía de S. Weil y es el editor italiano de la obra de Walter Benjamin. Por lo tanto, la presencia de la teología en la obra de Agamben no es una casualidad. Sin embargo, a mí me sorprendió un poco que el italiano apenas citase a teólogos contemporáneos. Lógicamente, uno debe tener presentes a Justino, Pelagio, Agustín, Cirilo, Escoto, Eusebio, Jerónimo, Tomás… y esto es algo que Agamben hace (aunque no siempre ha leído a los autores: en el caso de Tomás me parece claro, pues se percibe que procede por una selección previa). Se nota en su método la huella de Heidegger, pues como éste el filósofo italiano procura pensar lo que la tradición ha dejado impensado aunque está presente en ella como latencia.

Desnudez es una recolección de escritos de diversa procedencia que tienen en común el método y la brevedad sin falta de profundidad con la que los asuntos son abordados. El índice de capítulos es el siguiente: Creación y salvación. ¿Qué es lo contemporáneo? K. De la utilidad y los inconvenientes de vivir entre espectros [2]. Sobre lo que podemos no hacer. Identidad sin persona. Desnudez. El cuerpo glorioso. Un hambre de buey. El último capítulo de la historia del mundo. Comentar cada uno de los capítulos es aquí tarea imposible; por eso me limito a subrayar la originalidad de los planteamientos de Agamben quien, sin embargo, usa a veces la tradición teológica torticeramente no sólo porque use esa tradición como simple cantera (al modo que algunos teólogos usaron la Biblia), sino porque a veces la lee mal. De hecho, a propósito del pudor cabría matizar sus afirmaciones, pues para Tomás, si no recuerdo mal, semejante sentimiento, que no virtud, era defectuoso por cuanto llevaba aparejada la huella del pecado original—tan mal comprendido cuando no se lee a la luz de una cristología trinitaria—. De hecho, Tomás distingue pudicia de pudor, pero Agamben, que parece citar al Aquinate por una selección, no expresa esa distinción y no sabemos bien si es porque no la capta o porque la ignora conscientemente, aunque esto resultaría extraño dada su afición al matiz.

He titulado esta entrada con una pregunta, la que me sugiere la lectura de Desnudez, pues parece que Agamben ha encontrado un filón en el cuño teológico del pensamiento occidental, aunque no se entiende bien la presencia de Carl Schmitt a la vez que se ignora aquí a Petersen. De todos modos, las reflexiones del filósofo italiano nos ayudan a pensar, aunque no lleguen a la provocación que a veces necesitamos. Opera con una selección, sin duda, pero eso es aceptable, pues al menos desde Nietzsche sabemos que pensamos desde nuestros intereses (Habermas dedicó a esta cuestión un magnífico libro en la época en que Taurus hacía aún buenas ediciones, Conocimiento e interés). Sin embargo, como he señalado, se produce un efecto paradójico al descontextualizar a los autores y traerlos abruptamente a nuestro hoy tecnológico y sofisticado, maguer ausente de pensamiento crítico. Sin duda hay finura en este procedimiento de saltarse parte de la tradición…, pero también eso es tradición. Quizás la clave esté en el segundo capítulo, pues sólo es moderno quien no lo es del todo—paradoja de raíces nietzscheanas—, es decir, aquel que sabe distanciarse de lo inmediato, pues lo moderno nunca es lo actual sino que necesita de ese distanciamiento crítico para ver con alguna claridad, como en un espejo que diría Pablo.

Llegados a este punto quiero hacer una rápida referencia a dos libros. Uno cuya lectura tengo todavía en curso, Los Thibault de Roger Martin du Gard. Había conocido esta obra gracias al maravilloso Literatura del siglo XX y cristianismo, pero no me había lanzado hasta hace unas semanas, gracias al comentario de un compañero, a la lectura de la novela. He conseguido los dos primeros tomos en librerías de viejo, porque Alianza no las vuelto a editar (había también una edición en Aguilar y la de Losada). Sin embargo, no he podido hacerme con los tomos restantes… ¡aún! Gracias a lo que no quiero dar las gracias he conseguido encontrar todos los volúmenes en un anticuario de Madrid que espero me los haga llegar en breve. Si la lectura está resultando realmente placentera, espero que proseguirla me anime aún más; pero ¿no sería bueno que Alianza se aventurase a reeditar una de las obras preferidas de Camus? En segundo lugar, esta tarde adquirí el nuevo libro que de Simon Leys ha editado Acantilado, Los náufragos del “Batavia”. Anatomía de una masacre, Barcelona 2011. Ya lo he leído, pues apenas tiene noventa páginas; pero resultan formidables y Leys tiene el mérito de la honestidad, pues ha hecho de este librito una introducción a un libro editado en España por Lumen en el 2003. Con una finura envidiable, una capacidad de relatar admirable y con un sentido común que en muy pocos se encuentra, Los náufragos del “Batavia” se lee de un tirón y nos conduce a la reflexión sobre la delgada línea que nos separa de la barbarie. Su lectura resulta estimulante.

Shalom.

[1] De todos es sabido que de las cartas atribuidas a Pablo en el Nuevo Testamento, sólo son propiamente paulinas siete (Romanos, 1 y 2 Corintios, 1 Tesalonicenses, Gálatas, Filipenses y el billete a Filemón). No creo que Colosenses pueda sumarse, pese a algunas discusiones que se producen hoy. La mayoría de los críticos con Pablo no se detienen a distinguir cometiendo una injusticia y dejando patente su propia incompetencia.

[2] Sube con la brisa de la tarde el rumor de algunas celebraciones de esa fiesta un poco estúpida que sustituye ya para muchos el recuerdo cariñoso de los que nos dejaron haciéndonos mejores personas. La palabra espectro me ha recordado ese malestar que me invade al ver a la gente disfrazada cual si estuviéramos en un carnaval sangriento. Quizás envejezco, pero mucho me temo que no se trata de eso, sino de mi resistencia a festejar la muerte dejándola en el olvido. Esta tarde regresaba a casa después de comprar provisiones—libros y huisqui—cuando dos chicas de unos catorce años han tenido la mala fortuna de topar conmigo, porque estaba yo de buen humor (al fin y al cabo, mañana conmemoro a los que han alcanzado la felicidad). Las chicas han hecho un ruido, supongo que festivo, y mi buen humor ha susurrado “vais a morir” en tono de broma. Ellas se han reído alocadamente; semejante risa manifestaba mi propia estupidez, así que me paré en seco, di media vuelta y subiéndome las gafas dije en un tono secamente realista: “No es broma. También vosotras vais a morir”.

domingo, 16 de octubre de 2011

Teatro. Luca Nicolaj y, con permiso, Manolo Caro

EL CONOCIMIENTO DEL TODO


            La vida nos enseña—o más bien nos obliga a aprender—que las cosas no suceden a menudo como queremos. Un analista nos diría que nuestro deseo es narcisista, pero que la realidad es terca como una mula. Lástima de no ser tan noble animal, lástima de no tener la sensibilidad de un Juan Ramón. Lo sé: he dejado de escribir en esta gacetilla. Motivos hay muchos: desde mi torpeza proverbial para restablecer el diseño original hasta el hecho de que esta mañana, manifestando una vez más mi ineptitud, me he quemado con la plancha. Conste: sé planchar y, modestia aparte, lo hago bastante bien; pero esta mañana dejé el cable por delante de la tabla y mi pie se enredó en él, tiró de la plancha y mi pobre mano izquierda—heroico dedo pulgar—detuvo el pequeño electrodoméstico antes de que cayese al suelo lo que hubiese provocado, sin duda, un estropicio mayor. Sí, de acuerdo, estoy un poco desganado y aunque escribo [1] no tengo demasiadas ganas de acercarme a la gacetilla. Nadie pierde nada y así yo gano un poco de tiempo.7

            La próxima entrega me gustaría hablar de dos libros de reciente lectura; el primero, de Thomas Merton, Conjeturas de un espectador culpable, Santander, Sal Terrae, 2011, aunque hace años se había hecho otra edición en la desaparecida editorial Dinor, dato éste que me ha dado un buen amigo algo mayor que yo. Se trata de una selección de los diarios del monje; comienza de una manera deliciosa:

  Karl Barth tuvo un sueño sobre Mozart.
  A Barth siempre le había irritado el catolicismo de Mozart y su rechazo del protestantismo. Pues Mozart decía que “el protestantismo estaba todo en la cabeza y que “los protestantes no sabían lo que quería decir Agnus Dei qui tollis peccata mundi.
  Barth, en su sueño, era designado para examinar de teolofía a Mozarft. Quería hacerle un examen todo lo favorable que pudiera, y en sus preguntas aludió señaladamente a las misas de Mozart.
  Pero Mozart no respondió ni palabra (pág. 21).

            El otro libro del que me gustaría hablar pronto es de una nueva colección de artículos e intervenciones del filósofo italiano Guiorgo Agamben, Desnudez, Barcelona, Anagrama, 2011, pues se trata de uno de esos libros que, al menos a mí, obliga a pensar. Agamben es buen conocedor de la signatura teológica de nuestra cultura, aunque la reduce a una tradición y, curiosamente, tiende a olvidar a Tomás de Aquino, pues de lo contrario no se comprenden bien algunas de las observaciones que hace en el cuerpo de la obra. Baste decir ahora que sólo por la interpretación que realiza de Kafka merece la pena dedicarle un tiempo abundante.

            No hablo hoy de esos libros porque ayer fui al teatro. Tengo la fortuna grande de conocer a esa excelente persona que es Manolo Caro y cuando vi su nombre anunciado en los carteles de El alma en un hilo, corrí a comprar una entrada en la Sala Fundición de esta Muy Leal Ciudad, tan heroica que ni ella misma se lo acaba de creer. Empecemos por algunos nombres:

Un espectáculo de Luca Nicolaj
Intérpretes: Manolo Caro, Pau Cólera y Marga Morales
Ayudante de dirección: Antonio Morales
Iluminación: David Linde
Vestuario: Virginia Serna



            Empezaré diciendo que los actores estuvieron muy bien; es más: fantásticamente bien, pues supieron moverse en los entresijos de un texto en el que, con un desorden quizás buscado, se mezclaban, como en la vida, la tragedia, la ironía y el humor. No era fácil abordar un tema tabú del que pocos se atreven a hablar con franqueza, pues sobre la muerte ha caído un silencio tal que podría decirse que la mentalidad moderna ha decretado la prohibición de cualquier discurso sobre la muerte. Los tres actores han cumplido con su trabajo usando su voz y su cuerpo en una variedad de registros envidiable; pero, lógicamente, una obra que nos pone delante de la muerte no podrá presentarse como éxito comercial, salvo que haga de su tema algo banal. Y El alma en un hilo no lo hace, pues aunque aborde el problema con una plasticidad poética, en ningún momento dice “olvídate”. El montaje, sobrio y con la fortuna de contar con el lienzo de la muralla escondida como fondo, acierta con los elementos precisos y la iluminación—genial trabajo de David Linde—roza la perfección.

            La estrella de la redención de Franz Rosenzweig comienza de una forma que me hizo temblar cuando la leí hace años:

     Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo. De derribar la angustia de lo terrenal, de quitarle a la muerte su aguijó venenoso y su aliento de pestilencia al Hades, se jacta la filosofía. Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal (pág. 43).

            Años más tarde leí el ensayo imprescindible de Vladimir Jankélévitch, La muerte, que en España publicó Pre-Textos. Daba vueltas una y otra vez, a veces de forma angustiosa llegando casi a bordear las fronteras de una reflexión barroca. El alma en un hilo no es, desde luego, barroca ni llega provocar en el espectador una angustia irreparable; sin embargo, el admirable movimiento corporal de Manolo Caro provoca al comienzo del espectáculo un nudo en la garganta. Están en la obra buena parte de las cuestiones que nos obligan a pensar sin apartar la mirada: el escándalo de los restos del cuerpo presente sin vida, el cadáver, los recuerdos que se pierden (luminosa escena protagonizada por Marga Morales contando los colores de sus recuerdos que se borran y que al final son barridos), el miedo, ese eterno ¡no! que gritamos sin decir una palabra…

            Insisto: la obra no provoca angustia; pero hace pensar. A veces los toques de humor envuelven verdades escurridizas; magnífica la escena en que Manolo Caro dirige a Pau Cólera enseñándole a morir. Los juegos con los huesos, las danzas de patinaje corporal, si se me permite la expresión, por el escenario… todo contribuye a una reflexión que tal vez alguno quisiera más profunda, pero ¿acaso se cumplen nuestros deseos? En el texto me hubiese gustado una mayor amplitud en la reflexión sobre el arrepentimiento, pues cuando Marga Morales entra en el cubo negro de su conciencia, ahora vaciado de huesos, se pregunta por cosas, sí, pero la totalidad queda escondida. Quizás algunos nos arrepentimos de haber nacido, como Jeremías o Job, y maldecimos del día en que fuimos concebidos, pues el arrepentimiento no es sólo un no querer haber hecho, sino también puede alcanzar su nota nihilista cuando lo que uno quiere es no haber existido. Al final de la obra hay quizás para quien no se entretenga en pensar un colofón implícito: mejor no pensar en estas cosas; mas si uno se ha dejado tocar por lo que ha presenciado, entonces las pregunta es tal vez otra: ¿quién de entre los presentes en la sala será el primero? [2].

[1] Escribo con pluma desde hace décadas, casi medio siglo, en papel, porque me gusta escuchar cómo se desliza el metal sobre el papel.

[2] A veces en las reuniones con mis amigos—aún los conservo pese a ser yo—suelo preguntar en broma: “¿Quién será el primero de nosotros en morirse?” Nunca ha hecho gracia y ahora, que somos mayores, menos.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Gonzalo Hidalgo Bayal


CINCO RELATOS. CINCO.




            He hablado aquí al menos en dos ocasiones de Gonzalo Hidalgo Bayal, escritor cacereño (desconozco el patronímico de los nacidos en Higuera de Albalat [1], lugar de nacimiento del escritor) que ha atravesado recientemente la frontera de los sesenta años. Comenté, si no me equivoco, Campo de amapolas blancas, una deliciosa novela corta, y el auténtico festín literario que es El espíritu áspero. Hace una semana más o menos tropecé en la sección de novedades de una librería de la Heroica Ciudad con un nuevo libro de don Gonzalo, Conversación, Barcelona, Tusquets, 2011,  un compacto conjunto de cinco relatos breves o cuentos si así los prefiere llamar el lector. Hidalgo Bayal sería un escritor igualmente bueno aunque siguiese publicando sus libros en editoriales de escasa distribución, pero nosotros debemos agradecer a Tusquets que nos haya permitido acceder con cierta facilidad, por decirlo así, a las obras del escritor cacereño [2].

            Un relato, corto o largo, necesita una historia que lo sustente, pero su valor viene determinado, me parece, por la calidad narrativa. Dicho de otro modo: me encantan escuchar las historias de los niños, llenas de fantasía, pero eso no hace a los niños buenos novelistas. Las historias de un célebre corresponsal pueden ser magníficas, pero algunos pensamos que sigue necesitando aprender a escribir y dejar de lado los recursos fáciles. En este dichoso país, que ha parido durante más de mil años su lengua, tenemos la suerte de tener escritores prodigiosos; de hecho, me parece que cada lengua está a la espera de un escritor prodigioso y que es un drama que cada día desaparezcan del mundo algunos idiomas. Sé que no está de moda decirlo, pero las lenguas son un tesoro que debe ser protegido; de lo contrario estamos a merced de mercado puro y duro [3]. Gonzalo Hidalgo Bayal, a quien prefiero llamar don Gonzalo por respeto a su labor docente, reúne ambas cualidades: tiene historias que contar y sabe contarlas, ¡y vaya si sabe! Sólo un par de autores españoles actuales saben manejar nuestro idioma con la maestría de don Gonzalo. Y es que leyéndolo se aprende.

            Claro que don Gonzalo ha elegido la mejor escuela, la de aquel otro, ya entrado en años, que ha buscado refugio en Coria-Cáceres. Aquel que ha renunciado a la novela, pese a las peticiones de muchos amigos y de numerosos lectores, para quedarse con el ensayo. También de don Rafael Sánchez Ferlosio se aprende: nos enseña a escribir y tengo para mí, ya entrado en años, que pocas cosas necesito más. No hay muchos libros tan hermosos como El testimonio de Yarfoz no sólo por lo apasionante de la historia, sino también, y para mí sobre todo, por la capacidad narrativa de don Rafael. En esta escuela, dura y exigente, se ha fajado Hidalgo Bayal y ha aprendido; pero no como los discípulos palestinos de los rabinos babilonios, que imitaban en todo a sus maestros, sino manteniendo su propia voz, generando sus propios recursos, perfilando unas predilecciones que le han hecho ganar su estilo, algo que pocos autores tienen hoy y que he oído despreciar a los que apenas saben escribir sin faltas. Insistiré en la idea, que es una práctica: nuestro autor escribe con maestría; ha pulido su estilo y no me cabe la menor duda de que ha trabajado los textos.

            El título del libro, Conversaciones, parece una paradoja de ésas que tanto atraen la atención de su autor; porque, en efecto, el mediocre lector que soy ha tenido la sensación de que se trataba de monólogos, soliloquios si se prefiere, y al volver la última página no he podido dejar de preguntarme: Conversaciones… ¿con quién? Porque los oyentes literarios de esas conversaciones son puramente oyentes; no dicen una sola palabra. Incluso en el último relato, Reparaciones, ha desaparecido del horizonte el oyente interior del relato y pasamos a puro, en apariencia, soliloquio. Entonces ¿con quién conversa el autor? Ésta es una parte del juego, pues ¿quién es el autor? Los personajes, es decir, los monologadores, tienen tanta densidad que el lector no podrá reconocer en ellos—yo no he podido y tal vez sea pura incapacidad personal, una de las muchas impericias que me caracterizan—un trasunto de don Gonzalo, que es el verdadero autor. Así, por una parte me digo: es una conversación en la que el autor escucha a sus personajes, algunos de los cuales conocíamos de otros relatos; pero después pienso que el autor de cada monólogo conversa con cada lector, el verdadero oyente, creando así una doble paradoja: sólo el lector es oyente pues los oyentes son parte de la escritura y el autor verdadero ha terminado transformado en oyente. Pero estas paranoias mías no merecen demasiada atención: mejor será sumergirse en Conversaciones.

            La obra, como he dicho, consta de cinco relatos el último de los cuales es el que presenta mayor dificultad, pues no sucede nada y sólo la habilidad narrativa de Hidalgo Bayal nos hace pasar las páginas, pues aunque estemos ligeramente intrigados por el cartel, la costanilla y el hombre, pasamos las páginas sin que pase nada o, más bien, sólo pasa lo que se nos dice, que son palabras. Quizás haya en Reparaciones un matiz surrealista, un poco kafkiano, pero no es lo más relevante. El relato es importante por el ejercicio de escritura pura que supone. El primer relato, Kalé hemera, el más breve, está escrito con tal tacto que nos hace intuir a un autor con una enorme delicadeza personal:

     A las doce y media me dio la mano por tercera y última vez en la puerta de la casa. Si hubiera sido mi profesor de griego, esto no hubiera ocurrido, dijo (pág. 21).

            Con Corzo don Gonzalo nos devuelve a un universo conocido por sus otras novelas, agreste y cazurro, como el monolito, creando un juego de entre percepciones diferentes de la realidad y en la que el sufrimiento es una parte fundamental. Ese sufrimiento forma parte fundamental de los dos siguientes relatos, Aquiles y la tortuga, y Monólogo del enemigo. En el primero de éstos nos reencontramos con Saúl Olúas, que nos cuenta la historia de un viejo amigo; el relato está lleno de guiños, de escondidos golpes de humor a los que Hidalgo Bayal es tan aficionado, y de compasión. Pero ésta alcanza mayor plenitud en el cuarto relato, una verdadera confesión que nos conduce por el laberinto de la soledad que busca compañía. Si me atrevo a usar la palabra compasión es por varias razones; aquí sólo daré tres: el griego y el latín; el hecho de que no sea una penita tonta y, en tercer lugar, porque don Rafael sabría entenderme si me leyese y, consecuentemente, deduzco que don Gonzalo me entendería también.

            Estamos, en definitiva, ante un conjunto de relatos ejemplar que como lector he disfrutado y que una vez más me han hecho descubrir que me quedan universos por aprender.

            Por cierto, la fotografía de la portada es magnífica; pero yo echo de menos el humo del tabaco en los cafés…

            Shalom.

[1] Quizás se les llame higuereños.  Por lo visto en algún pueblo cercano los llaman jiguerolos, palabra con múltiple posibilidad de rima…

[2] Me he referido a este problema en otras ocasiones: acabamos conociendo sólo a los autores que las editoriales quieren dar a conocer. El problema es, pues, el negocio editorial. Estoy seguro: hay un buen puñado—no diré muchedumbre pues lo bueno no abunda ni en el campo—de autores magníficos a los que jamás conoceremos porque no tuvieron la suerte de topar con un editor inteligente. No se trata aquí del drama de corte kafkiano: “No quiero publicar, no soy un buen autor” (sin duda, también perderemos autores por esa razón); sino de la dificultad que tiene un autor que vive en los márgenes para darse a conocer. ¿Quién no conoce hoy al pobre Jonh Kennedy Toole?

[3] Recuerdo un maravilloso artículo de un escritor orillado, Anthony Burgess, que en España publicó el diario El País (aunque en esa época tenían a gala escribirlo con falta de ortografía incluida). Se titulaba Cristo hablaba galés (o algo semejante). Comparaba el inglés facilón que se estaba convirtiendo en lengua franca con la ininteligibilidad del galés, lleno de contracciones, apóstrofes y giros incomprensibles. De hecho, entendí bastante bien los textos en inglés estereotipado, pero ni una sola palabra del galés. Con el español está sucediendo algo parecido y aún recuerdo los sagaces comentarios de Josep Pla, con boina incluida, sobre el castellano, como decía él, que tiende a ser un pez que se muerde la cola.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Guy Deutscher


LA PESTE

            No me refiero a la obra de Albert Camus, desde luego; tampoco a la enfermedad que aterrorizó a Europa durante el siglo XIV. Uso el título en la quinta y sexta acepciones que nos ofrece el DRAE; es decir, hablaré un poco de psicólogos, pedagogos, psicopedagogos y especies semejantes, además de los periodistas. Habrá quien piense que remedo a Karl Kraus, pero es imposible estar a su altura: el vienés sabía poner en su sitio como mucho más estilo a los demagogos del siglo XX. Lo he dicho en otras ocasiones: corruptio optimi pessimi.

            La lengua perteneció durante siglos a los hablantes; éstos decidían  y en muchos casos aún sigue siendo así [1]. Los totalitarismos del siglo XX descubrieron que un método eficaz de controlar a la gente era controlar el lenguaje. G. Orwell lo enunció con clarividencia en 1984. El nazismo y el comunismo lo pusieron brutalmente en la práctica [2]. Ciertamente, nuestro mundo está edificado con palabras: controlarlas es someternos.  Los modernos, ya hipermodernos o postmodernos o ultramodernos, también ha hollado esa senda totalitaria y llegan a decretar la forma de hablar para obligar a pensar. Cuentan con el apoyo inestimable de algunos periodistas dispuestos a exaltar todo lo que sea estupidez mientras pueda venderse.

            (El lector inteligente puede saltarse el párrafo que sigue).

            La historia es conocida por todos: el célebre profesor Espermólogo, psicolingüista, pedagogo, psicólogo y tertuliano, aterrizó en el planeta Tierra para examinar sus lenguas y tuvo el hombre la mala suerte de poner sus pies en España. ¡Qué horror! (no lo decía por los bajos índices de lectura), ¡qué espanto! (no lo exclamó por el descuido con la naturaleza y el patrimonio histórico), ¡qué atraso! Se encontró con la lengua profundamente sexista: la lámpara estaba siempre colgada (es decir, pendiente) del techo; la alfombra era pisada por los pies y la mesa, ¿qué decir de la mesa sobre cubierta por el mantel y sobre la que se colocaban los platos, los vasos y los cubiertos. Sólo en determinadas circunstancias las clases altas accedían a colocar las copas… Espermólogo salió a la calle y descubrió indignado que el Sol tenía luz propia mientras que la Luna sólo podía reflejar la luz del varonil astro. Gritó: “¡Discriminación!” (que, por cierto, es femenino, marca de discriminación, que es femenino, marca de discriminación, que es femenino, marca de discriminación… ¡perdón, lector!) y congregó a una legión de psicólogos, pedagogos y psicopedagogos para una verdadera cruzada contra el sexismo del español (masculino). Con el apoyo/la apoya de los periodistas/las periodistas, (la coma es también el como; el punto, la punta y así/asá,  conste: no se me vaya a criticar) hicieron estragos/estragas: aparecieron las jóvenas, las juezas, las albañilas, las miembras… Quienes se negaron a usar aquel vocabulario/aquella vocabularia nuevo/nueva y rompedor/rompedora, sexualmente equilibrado/equilibrada, defensor/defensora del igualdad/la igualdad, fueron techados/tachadas de moralmente deleznables/deleznablas, malos/malas, carcos/carcas… Los hombres y las mujeres estaban sobrecogidos y sobrecogidas, atónitos y atónitas; algunos abrieron sus bocos/bocas para sumarse a este político/esta política del igualdad/ la igualdad. Fueron felices y felizas para acabar comiendo perdices y perdizas (aunque aquí Espermólogo tuvo sus dudos/dudas, porque ¿era bueno/buena comer perdizas?). Al menos, dejó en paz a los ovejos y a los cabros, que pudieron descansar siendo ovejas y cabras por un tiempo/una tiempa. El nuevo español/la nueva española fue construyéndose con asombroso/asombrosa rapidez/rapideza y acabando/acabanda con el marginación/la marginaciona de las mujeres a un ritmo/una ritma talo/tala que nadie/nadia entendía algo/alga, ni un/una solo/sola palabro/palabra. Todo/toda funcionó por contagio/contagia y quienes/quienas usaban el/la lenguo/lengua del/de la antiguo/antigua modo/moda empezaron a sentirse incómodos/incómodas y a recular en sus posiciones/posicionas. Los niños y las niñas aprendían sin mucho/mucha dificultod/dificultad el/la nuevo/nueva lenguo/lengua y, aunque no se entendían entre ellos/ellas hablaban con claridod/claridad increíble/increíbla. Vinieron/vinieran siglos/siglas de esplendor/esplendora paro/para todos/todas los/las habitantes/habitantas de/da aquel/aquella país/paísa. Los/las editoriales/editoriales hiceron/hicieran su agosto/agosta porque/porca los/las libros/libras teníon/tenían mós/más páginos/páginas y, consecuentemente/consecuentamente, podíon/podían ser/sera vendidos/vendidas o/a un/una mayor/mayora precio/precia. El profesor Espermólogo descubrió un/una dío/día que los nabos podían ser nabas y las almejas, almejos; semejante/semejanta descubrimiento/descubrimienta le llenó de alegrío/alegría. Toquemos/toquemas los/las palmos/palmas y acabamemos/acabemas este/esta insoportable/insoportabla párrafo/párrafa que me/ma duele/duela el/la cabezo/cabeza.

            (Amigo lector, ¿no te has saltado el párrafo? Concluye).

            Malditos sean por toda la Eternidad los que destruyen nuestra lengua.

            Basta con leer algunas circulares o escuchar, simplemente escuchar, cómo la peste se extiende y con frecuencia nos contagia sin que nos demos cuenta. No obstante, contra esta peste hay un vacuna infalible: la inteligencia (sí, ya sé qué supone decir esto y quiero pecar de cruel). Los tontos de siempre han encontrado un juguete nuevo y sólo serán dichosos si todos nos volvemos tontos. ¡Ánimo, que por lo visto, no es tan difícil!, aunque han jugado con ventaja pues comenzaron por los más fáciles: periodistas y políticos, partidarios de la jerga, suculento festín de estúpidos al que pronto se apuntan los agrimensores.


             Guy Deutscher ha escrito un libro interesante: El prisma del lenguaje. Cómo las palabras colorean el mundo, Madrid, Ariel, 2011. No se trata de un libro escrito para lingüistas ni para especialistas de ningún género. No, Deutscher ha escrito un libro accesible al común de los mortales que si por algo peca, es más bien porque a veces se repite un poco como si tomase por tontos a los lectores. No dudo de que yo lo soy; pero los demás, no. El autor es un profesor israelí, nacido unos años después que yo en Tel Aviv; con el tiempo se ha afincado en Europa (en la actualidad vive, envidia, en Oxford) y estoy seguro de que alguna universidad del país-sigla ha intentado echarle el lazo. Ahora bien, buena parte del mérito del libro se debe al traductor, Manuel Talens, pues como indica el autor en la nota a la edición española, Talens ha hecho mucho más que una traducción. Ha realizado una adaptación, algo especialmente difícil, pero útil, en un libro sobre la lengua.

            El prisma del lenguaje, repleto de ejemplos que harán las delicias del lector curioso, nos enseña a poner en duda algunas de las ideas en boga. Deutscher, que no se siente especialmente inclinado a dar la razón a las modas, nos hace reflexionar—más bien, nos obliga—sobre la influencia de la cultura sobre la lengua, la complejidad de las lenguas o la importancia de la lengua materna en las maneras de pensar. Escrito con brillantez, pese a sus reiteraciones,  la obra está dividida en dos partes (la lengua como espejo y la lengua como prisma) y buena parte de ambas está dedicada al problema de los colores (Gladstone, un verdadero man for all seasons), pero también se trata de cómo las lenguas ubican a los objetos y a los hablantes en el espacio y hay un capítulo dedicado al sexo y la sintaxis,  que me ha servido para dar la tabarra a quien haya leído este comentario.

            Personalmente, me parece que toda lingüística es siempre una metalingüística y ésa es una de las razones por la que a los sediciosos filósofos les gusta reflexionar sobre la lengua. Sin duda, Deutscher está en deuda con muchos—desde Sapir a Jakobson pasando por el combativo Chomsky, Heidegger o Wittgenstein--, pero me ha sorprendido bastante, quizás porque sólo soy un aficionado, la ausencia de cualquier referencia explícita a Saussure, ausente incluso de la bibliografía: ¿manías anglosajonas u ocultamiento estratégico? Los problemas del lenguaje, como los de la metafísica—por no hablar de la patafísica--, nunca se resolverán de manera satisfactoria precisamente porque el hombre es el animal del logos y para todo lo que dice o piensa necesita palabras (signos, si se prefiere). El libro de Deutscher me ha hecho pasar un buen rato; he aprendido y ha reafirmado mi convicción de que debemos cuidar el tesoro de nuestra lengua: es una exigencia moral no dejarlo en manos de psicólogos, pedagogos, periodistas o agrimensores.

            Y para quien no lo sepa, “espermólogo” es el calificativo con el que los atenienses castigaron a Pablo de Tarso después del discurso el Areópago. El espermólogo era un pájaro cuya voz podía parecer humana, aunque sus sonidos carecían de significado. Pasó a significar “charlatán”.

            Shalom.

[1] Medítese en el significado nada piadoso que ha adquirido el término “hostia” para los hablantes de España, aunque no en otros territorios de habla española. Escuchar a un comentarista de la televisión mejicana retransmitir una ceremonia comentando “el Papa en persona baja a repartir hostias” no dejará de dibujar una sonrisa en nuestros labios por más piadosos que seamos.

[2] Recuérdese el libro de Victor Klemperer;  pero también las experiencias de Paul Celan, a quien en no pequeña medida se debe el rescate del alemán, y las observaciones que hizo George Steiner.