domingo, 24 de mayo de 2009

Exégesis

JESUCRISTO NO ES UN OVNI


Este domingo –dies natalis solis– es la fiesta de la Ascensión. Hace unos años se celebraba en jueves: “Tres jueves hay en el años que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”. La presencia de lo cristiano en las sociedades occidentales ha cambiado (la secularización) ofreciéndole la oportunidad –como quería Harvey Cox– de hacerse más auténtica. La presión social nunca es buena para la fe cristiana –pues olvida algo fundamental: que esa fe es gracia y que sin libertad no hay posibilidad siquiera de fe. Sin embargo, la incultura religiosa galopante que nos invade no es sólo cosa de los jóvenes: también los supuestamente formados recibieron una cultura cristiana deficiente (tanto que a veces podría pensarse que era anticristiana), pues quizás sepan reconocer a un San Esteban, pero la lectura de las fuentes cristianas se hizo bajo métodos no sólo anticuados, sino con frecuencia ridículos (algún día habrá de reconocerse públicamente el daño que el nacionalcatolicismo –una contradicción– hizo a la intelección de la fe cristiana).

El relato de Lucas de la ascensión ha sido víctima de estas lecturas entre populares y delirantes. De los cuatro evangelios canónicos, sólo dos la refieren; pero el texto que aparece en el evangelio de Marcos es el más tardío y representa, sin duda, un intento de armonización basado en el relato de Lucas. De hecho, es un añadido al evangelio de Marcos escrito por una mano claramente distinta –algo en lo que la práctica totalidad de los exégetas está de acuerdo. Sin duda el concepto de “ascensión” contiene un fuerte simbolismo, pues “lo alto” era el ámbito de Dios (especialmente en las tradiciones religiosas que asocian la luz o el viento a lo divino. El siglo pasado Paul Tillich propuso, creo que con buen criterio, cambiar la imagen de altura por la de profundidad). Al decir que Jesús “ha ascendido al cielo” lo que se está diciendo es que ahora ha pasado y se encuentra en el ámbito divino. En la cosmovisión mesopotámica el mundo (= cosmos = orden) estaba dividido en tres partes: las aguas debajo de la tierra (allí se encontraban el sheol bíblico y el hades griego); la tierra, que sujetaba la bóveda del cielo, que retenía las aguas celestes sobre las cuales se encontraba el mundo divino. El pensamiento bíblico, sin duda, introdujo importantes cambios, pues entendió a Dios como Creador y con ello dejó claro que no era un objeto mundano (por eso a Dios no se le puede “encontrar” en el mundo como un objeto ni se le puede representar: recuérdese el primer mandamiento). Esta cosmovisión antigua hizo que la misión de Jesucristo se interpretase en algunos textos del Nuevo Testamento en el esquema siguiente: descenso-muerte/resurrección-ascensión. Sin embargo, esta visión continuó idéntica cuando cambio el modo de ver la totalidad de los creado (de la misma manera que nosotros decimos que “el sol sale” cuando sabemos que lo que acontece es el movimiento de rotación de la Tierra) y las gentes siguieron imaginando que Dios “estaba” en el cielo –ubicado en un lugar físico*. No conviene confundir el lenguaje imaginario con descripciones ni físicas ni metafísicas: Jesús –con todo mi respeto– no es un ovni que esté a punto de alcanzar Saturno. Podemos decir entonces que la ascensión es otra forma de interpretar lo que le sucedió a Jesucristo tras su muerte. Será algo parecido lo que pase con Pentecostés.

Lucas construyó la narración como una secuencia temporal y eso ha hecho que en el calendario cristiano aparezcan tres fiestas: Pascua, Ascensión y Pentecostés. Sin embargo, parece claro que el evangelista se está refiriendo a una única realidad. Jesucristo dice al final de Mateo: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación del los tiempos”; así que, según su palabra, no ha dejado a sus discípulos; por eso tampoco se puede entender la parusía como regreso del que se ha ido. ¿Entonces? La ascensión no quiere significar que Jesús se haya ido, sino que está presente de otra manera, y los cristianos deben tener la suficiente sensibilidad para captar esa presencia. Creo que ser cristiano es en buena medida ser capaz de captar esta presencia misteriosa (como un exceso de luz, no como oscuridad) del Señor Jesús en el prójimo y en uno mismo, pero también en los sacramentos que celebra la Iglesia.

* De ahí los problemas en los siglos XVI y XVII, pues la des-ubi-cación de Dios era popularmente entendida como la negación de Dios, el primer paso hacia un mundo a-teo. Realmente, para la fe cristiana el mundo no es Dios ni éste es un objeto mundano, con lo que puede aceptarse que el mundo es a-teo. Ahora bien, ese mundo acabó por entenderse como un todo cerrado cabe sí excluyendo todo otro diferente –en realidad, el mundo enclaustro es idéntico a sí mismo y no cabe nada diferente; por eso no dejarán de asombrarnos los defensores de la diferencia que, en realidad, defienden la identidad de lo mismo. Contra estos tales ya nos previno Adorno. A todos, Shalom.

domingo, 17 de mayo de 2009

Arnold Schönberg

La música de Arnold Schönberg se programa con mucha menos frecuencia que la de sus contemporáneos. He pensado esto a propósito de las reflexiones sobre el arte que hice el otro día. ¿Hace esto peor a Schönberg, el austríaco, que al insoportable francés Ravel? ¿Hace el éxito la obra de arte? El Griego fracasó al menos parcialmente; también el holandés pelirrojo; pero lo más doloroso es que nunca sabremos nada de otros cuya obra murió con ellos -pienso en pintores, músicos, pero sobre todo en escritores -todos conocemos el caso Kafka y el de Emily Dickinson.

Sin duda, muchos entre nosotros no serán capaces de soportar la música de Schönberg y esto, a los ojos de algunos, es suficiente para descalificar la obra del compositor austríaco. Por el mismo criterio -y sin entrar en discusiones sobre la belleza natural- deberían ciertos individuos descalificar a Dios por el simple hecho de que los hombres de ciudad no sean capaces de sorportar un amanecer o no comprendan en absoluto la belleza de un paisaje no tocado por mano humana. Esto es quizás lo que cabría llamar transcendencia; pero no quiero ponerme taciturno precisamente hoy que es domingo*. No se trata de que yo encuentre hermosa la música de Schönberg (y así la vivo), sino que ella es capaz de ubicarme de una manera diferente en el mundo. Quizás de una obra de arte lo importante no es lo que pensemos nosotros, sino lo que piense ella de nosotros -y esto no es un mero retruécano.

Coloco aquí un vídeo con música de Schönberg, La noche transfigurada, y un pequeño poema de Dickinson en versión de Silvina Ocampo. Y, de paso, aprovecho para recomendar la lectura del libro de Jordi Pons, Arnold Schönberg. Ética, estética, religión, Barcelona, Ed. El Acantilado, 2006.



Que yo siempre amé...

Que yo siempre amé
yo te traigo la prueba
que hasta que amé
yo nunca viví -bastante-

que yo amaré siempre
te lo discutiré
que amor es vida
y vida inmortalidad

esto -si lo dudas- querido,
entonces yo no tengo
nada que mostrar
salvo el calvario

*Los domingos de mi infancia los tengo asociados a la angustia. Siendo yo niño teníamos clase los sábados por la mañana de manera que el fin de semana se nos hacía muy corto. El domingo por la tarde, sin haber hecho los deberes que nos mandaba, me agobiaba: la tarde era interminable agónica, pero desde luego por entonces no se me ocurría hacer los deberes, sino que me limitaba a disfrutar de mi angustia.

sábado, 16 de mayo de 2009

Una anécdota lingüística

Hace ya muchos años un alumno, de cuyo nombre no quiero acordarme, escribió para disculparse por una repetición: "Valga la rebuznancia". Nunca conseguí averiguar si se trataba de un guiño o de una verdadera rebuznancia; pero durante años guardé el examen como una joya.

viernes, 15 de mayo de 2009

Arte

¿Qué le diría Giotto a Chagall? ¿Admiraría su obra o estaría preso de su época? Pocos pintores me emocionan más que éstos. Claro: sin contar al Griego y el maravilloso cuadro, casi escondido, que de un español hay en París. Esta última obra es capaz de transfigurar lo que a muchos le podría parecer repulsivo y manifiesta la belleza de lo humano aun cuando eso humano aparezca negado en la mirada del espectador. Quizás debido a esto se trata de una obra profundamente cristiana; tal vez eso que acontece ahí (pues sigue creyendo que en todo arte verdadero, ya se trate de literatura, arquitectura, pintura o escultura, acontece algo) es lo que hubiera provocado un gesto asustado en Nietzsche. Sin embargo, ... ¿quién está más loco? ¿El que extrae la piedra? ¿El que que supuestamente la tiene en su cabeza? ¿O el loco es quizás el artista que ha dibujado semejante locura?

miércoles, 13 de mayo de 2009

Filosofía y arte

FILOSOFÍA Y ARTE
¿Qué haría Velázquez en el siglo XXI?





Es posible que la pregunta formulada en el encabezamiento sea un resumen aceptable del libro que quiero presentar: Konrad Paul Liessmann, Filosofía del arte moderno, Barcelona, Ed. Herder, 2006 (página en la Red: http://www.herdereditorial.com/ ). En una gacetilla como ésta es difícil hacer un comentario que haga justicia al libro, pero no por el medio sino por quien en él escribe, que de ninguna manera es un experto ni en estética ni en la mucho más dudosa filosofía del arte.

La solapa del libro -magníficamente editado por Herder, editorial a la que antes frecuentaba pero que dada las condiciones del mercado ha entrado en una línea que a veces causa perplejidad- nos informa sobre el autor: nacido en Villach (un precioso pueblo en Carintia a medio camino entre Salzburgo y Venecia) en 1953 estudió Filología Germánica, Filosofía e Historia en Viena. En la actualidad es profesor en la facultad de Ciencias de la Educación de la capital austríaca. La solapa nos habla de los premios, libros y preocupaciones del profesor Liessmann, pero se olvida decir lo más importante, a saber, que se trata de una persona inteligente y con una magnífica capacidad de síntesis (cosas éstas que no se deducen de ninguno de los datos anteriores, conste). Porque Filosofía del arte moderno es uno de esos libros que ahorra la lectura de muchos libros y que, además, nos ofrece la posibilidad de pensar.

Filosofía del arte moderno es un recorrido por los principales autores (ciertamente, casi todos ellos pertenecientes al ámbito lingüístico del alemán) que desde Kant han abordado el problema de la belleza y del arte -tentado estaba de decir “el problema de la belleza en el arte”, pero eso supondría tomar partido. Y lo tomaré quizás, para más adelante. Partiendo del filósofo de Könisberg se pasa por Hegel para llegar al romanticismo; ahí un primer balance. El recorrido se retoma de la mano de Søren Kierkegaard (la ironía) para desembocar muy superficialmente en Schopenhauer (cosa que me parece inevitable, pues la sombra de Hegel sigue siendo alargada) y algo más profundamente en Nietzsche. Con el de Röcken se ha puesto pie en el siglo XX en el que se entra, ¿cómo no?, más de la mano de la sociología -Georg Simmel y el primer marxista, Georg Lukács. Desde aquí se llega, caminando hacia el pasado, a Konrad Fiedler para volcarse en el inconfundible Walter Benjamin y en una interesantísima reflexión sobre Günther Anders. Aquí una parada para tomar aliento, porque se llega al autor que quizás representa la máxima aportación a la estética en el siglo XX, Theodor Adorno, al que se aborda pero no con profundidad, pues requeriría una obra aparte. Adorno es claramente una línea divisoria, porque los demás vienen después de Adorno, es decir, no pueden evitar pensar a partir de él. Tanto Arthur Danto como los posteriores beben de fuentes adornianas salvo, claro está, Hans Sedlmayr. El capítulo dedicado a éste y a Arnold Gehlen, que en nuestro país se hizo conocido por su antropología, nos sorprende dedicándole varias páginas a nuestro don José Ortega y Gasset (que en ningún caso fue un maestro en el erial: las venganzas de los mediocres serán siempre mediocres venganzas). Don José quizás hubiese meneado la cabeza quejoso, pues él que tan bien hablaba francés siempre fue mejor conocido en Alemania (y allí envió a Zubiri). Los ecos de aquella fama aún perduran, pero va siendo obra de justicia recordar a Ortega y Gasset del olvido en el que los estudiosos españoles, que no merecen el nombre de filósofos, lo han dejado. En este entramado es cuanto menos curioso que Liessmann no le haya hincado el diente al amigo Martin Heidegger, que tantos esfuerzos realizó por pensar en el arte (recuérdese Caminos del bosque o Arte y poesía, por ejemplo, o sus intentos de ser alcanzado por Celan). No consigo explicarme esta ausencia -más cuando casi todas las lecturas que hoy se hacen de Nietzsche nos los ofrecen pasado por el horno heideggeriano. Se entiende que Wittgenstein esté ausente (aunque austríaco era como el autor de nuestro libro), se puede aceptar que no aparezca Gadamer (alemán también, pero discípulo de Heidegger) estén ausentes o que incluso las reflexiones de algunos artistas, pero ¿cómo se puede esconder a Heidegger? Sobre todo cuando la parte final del libro aparece dedicada a los problemas de la Modernidad y Posmodernidad -donde sí se hacen presentes los franceses: Lyotard, Foucault). El libro termina realmente con la presentación de la teoría de lo nuevo de Boris Groys (cuyas tesis quedaría anuladas con sólo preguntar por el archivero), pues los dos epígrafes finales son más bien un compedio de problemas (no de soluciones) y pistas para el futuro de la reflexión estética.

No quiero aquí resumir tesis, sino animar a la lectura del libro o, al menos, a la reflexión sobre el arte. Pero antes haré una observación general a Filosofía del arte moderno: se dice que para los martillos todos los objetos tienen la forma de clavos (y hasta es posible que un martillo sea ciego para la mayor parte de los objetos no catalogables como clavos); es decir, cualquier reflexión que hoy se quiera crítica debe pensar primero el concepto de razón que se está usando y no darlo por supuesto (Hegel nos enseñó esto). Con esto no quiero decir que los problemas espistemológicos deban llevarse la parte del león, pero al pensar el arte deben pensarse tanto el pensamiento como el arte, y precisamente la reflexión sobre el pensamiento que piensa el arte está ausente de este estudio. Esto no la invalida de ninguna manera, pero muestra una de sus debilidades, porque ¿no se puede pensar de otro modo? Podríamos acercarnos a un pensamiento con imágenes o en el que la vida (de nuevo Ortega) no estuviese presente sólo como horizonte externo. Claro que, posiblemente, la intención (había escrito por error una palabra inexistente pero curiosa: “intentación”) de Liessmann sea fundamentalmente la de hacer un recorrido por la historia de la filosofía que parece desde Hegel la única forma de hacer filosofía. En cualquier caso, Liessmann piensa desde la fragmentación moderna y eso es precisamente lo que yo pondría en tela de juicio.

¿Qué hace hoy que un objeto sea arte? ¿El hecho de estar recluido en un museo? ¿Su precio en el mercado? ¿Qué tienen que ver la belleza y el arte? ¿Puede pensarse la belleza de lo feo? ¿Puede sobrevivir el arte en una sociedad deshumanizada o es el arte mismo el que ha provocado, al menos en parte, semejante deshumanización? ¿Tiene el arte algo que ver con las necesidades humanas o con la vida? (al hacer esta pregunta me he imaginado a Jürgen Habermas compungido, pero puedo decir que he leído Conocimiento e interés,conste). ¿Debe el arte abrirnos más allá, a una Transcendencia? ¿Qué relación debemos establecer entre belleza y bien? ¿Nos despedimos para siempre de la unidad de los transcendentales?

¿Son arte? ¿Por qué son arte o por qué no lo son?

















Una pregunta última, antes del humor (¿o del arte?): en una sociedad que vive encerrada en sí, que ha clausurado el mundo cabe sí misma, ¿no debería el arte indicar al menos -de la forma que fuese- una grieta en esa clausura? Siempre he defendido que pensar la fe es pensar la grieta del mundo; pero como creo que la realidad se nos ofrece como un todo, el arte ¿no debería sumarse? Claro, ya se sabe entonces que no comprendo demasiado bien el arte por el arte, pues me parece pura tautología. Más bien, con Adorno, hay que osar decir lo indecible. A todos, shalom.